Opinión

Música, Propaganda, Barbarie

J.G. Messerschmidt
viernes, 8 de septiembre de 2023
Ucrania y Europa Oriental © 2022 by Política Exterior Ucrania y Europa Oriental © 2022 by Política Exterior
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La insana ambición de poder, riqueza o prestigio que tan a menudo tiraniza al hombre (tanto varón como mujer) hace que éste recurra a medios abstrusos para alcanzar fines en apariencia relevantes (si no abiertamente estúpidos o perversos), pero que en realidad resultan ser bagatelas, comparados con el precio que, en forma de efectos secundarios o “colaterales”, exigen como tributo. Los destrozos del medio ambiente natural con sus consecuencias incontrolables, realizados en nombre de los dudosos beneficios de un progreso material presuntamente ineludible, son un ejemplo clamoroso de esta perversión. Existe, sin embargo, un modo de destrucción aún más expeditivo que la barbarie “civil”: la guerra, que simbiotizada con la técnica incrementa vertiginosamente la capacidad devastadora de ambas.

En los últimos tiempos los medios culturales (¡y no sólo ellos!) se han visto invadidos por una ola de propaganda político-belicista de extensión e intensidad totalmente inusitadas. Las batallas de la guerra ruso-ucraniana no sólo se libran en los campos del Dombás y en las aguas del Mar Negro, sino también en las salas de conciertos, en los teatros de ópera, en las oficinas de los agentes artísticos y hasta en algunas publicaciones musicales. Rarísima vez, por no decir nunca, se había visto en el ámbito de la música clásica una caza de brujas como la que desde hace un año y medio se ha concertado contra todo artista ruso que no se manifieste pública y explícitamente contra su propio país en este conflicto. Es imposible conjugar la imposición de tal toma de posición con la defensa de unos principios liberales en cuyo nombre es exigida. La lista de los cancelados o como mínimo vilipendiados es larga y en ella se encuentran no pocos nombres ilustres, como los de Valery Gergiev, Anna Netrebko, Valetina Lisitsa (¡una ucraniana!), Igor Zelensky, etc. Desde hace un año y medio ni una orquesta ni una compañía de ballet rusa puede pisar un escenario norteamericano o europeo occidental. Nadie ha explicado con qué peligrosísima propaganda subliminal escondida en El cascanueces nos puede infectar el ballet del Teatro Mariinsky, ni qué gravísimos perjuicios nos ocasionará Anna Netrebko cantando un aria de Verdi, ni qué letal agresión representará un concierto sólo porque su intérprete sea la Filarmónica de Moscú.

En la Grecia Antigua los Juegos Olímpicos incluían no sólo, como popularmente se cree, competiciones deportivas, sino también certámenes poéticos, musicales y teatrales igualmente importantes. Durante su celebración se observaba una tregua sagrada, en la que cesaban las incontables guerras intestinas que asolaban a Grecia. En Olimpia todos, tanto deportistas como artistas, tanto el público como los organizadores, dejaban de lado sus enemistades y festejaban conjuntamente ceremonias religiosas, eventos artísticos y luchas deportivas de modo pacífico. Este tipo de tregua, que permitía el encuentro en torno a un elemento unificador, tenía un sentido profundo: acercando físicamente a los beligerantes y obligándolos a compartir una fiesta se les demostraba que la paz es posible, que es mejor que la guerra y que los enemigos son en esencia seres iguales, capaces de compartir emociones, ideas y experiencias. Los Juegos Olímpicos exaltaban la unidad de todos los helenos y de ningún modo las diferencias que los separaban (diversamente del deporte moderno, que azuza rivalidades nacionales). Ciertamente los antiguos Juegos Olímpicos no evitaban las guerras, pero contribuían a ponerles límites y a demostrar que la paz es posible y deseable.

Sin llegar tan lejos, la música clásica fue a lo largo de su historia un ámbito cultural en el que las enemistades políticas, las guerras, los nacionalismos y otros muchos factores de discordia social quedaron en gran medida excluídos. La comunidad de los melómanos formaba una ecumene en la que la música estaba por encima de tales disputas. Hubo excepciones, como la prohibición de las obras de compositores judíos en la Alemania nazi o la injerencia de Stalin en el curso de la vida musical soviética, pero se trató de acontecimientos efímeros y que pasaron a la historia como ejemplos de insensatez y de maldad. Curiosamente, muchos de los que hoy se rasgan las vestiduras al recordar tales hechos, son los mismos que con entusiasmo incitan a la intolerancia, promueven el rencor y alimentan el belicismo. Todo enfrentamiento debe tener límites y dejar un espacio abierto en el que sea posible el acercamiento, la distensión, el diálogo, la tregua, la paz, la reconciliación. Simplemente se trata de una cuestión de supervivencia: la guerra total no lleva a ninguna parte, salvo a una autodestrucción igualmente total, al suicidio en masa de todos los beligerantes.

El mundo de la música clásica puede ser un excelente espacio de distensión. En el caso del conflicto actual, extendido a medio mundo debido a demenciales adhesiones inquebrantables a algún bando beligerante, la función “amortiguadora” de la música clásica estaba llamada a ser especialmente relevante. Valery Gergiev, director titular de la Filarmónica de Múnich y estrechísimamente vinculado a incontables instituciones musicales europeas, era un puente potencial entre los bandos enfrentados debido a su amistad con Vladimir Putin

Lo mismo puede decirse del ex-bailarín estrella del Teatro Mariinsky y director del Ballet de Baviera, Igor Zelensky, compañero íntimo de una hija de Putin, con la que tiene un hijo, el menor de los nietos del presidente ruso. No habría sido la primera vez que la diplomacia marchara por sendas inoficiales. Sin embargo, en lugar de aprovechar estos vínculos para crear en torno a la música un necesario y valiosísimo espacio de distensión, tanto los medios de comunicación como los responsables políticos, artísticos y técnicos de las instituciones musicales europeas y norteamericanas se lanzaron al ataque con el fin de quemar todas las naves y demoler todos los puentes, demonizando a ambos artistas (y a muchos otros) y haciendo imposible su presencia en el Oeste. Con tal de combatir de algún modo al “enemigo” y de torpedear toda posibilidad de negociación, cualquier medio parece ser bueno. Que además el acoso a los artistas rusos sea un escandaloso ejercicio de doble moral tampoco parece producir ningún rubor: ¿cuándo se ha tratado así a los músicos por los conflictos bélicos en que estuvieran envueltos sus países de origen?

Es muy preocupante acudir a una sala de conciertos o a un teatro alemán y encontrarse con banderas ucranianas, banderas de una nación extranjera (que jurídicamente ni siquiera es una aliada) en guerra contra Rusia, otra nación extranjera (con la que se siguen manteniendo relaciones diplomáticas), cuyos artistas son condenados al ostracismo. Es muy inquietante que los medios musicales asuman y repitan un discurso exasperado, una falsa argumentación en blanco y negro, un empecinamiento numantino que no admite más solución que la rendición incondicional del presunto “enemigo” o su derrota absoluta. Es muy alarmante que en publicaciones musicales hasta se llegue a entonar el panegírico de armas de destrucción masiva de largo alcance, de facto trágica emulación del general Millán Astray, ése que gritaba “viva la muerte”. De nada sirve intentar disimular estos desvaríos aliñándolos con manida “correción política” o con sensiblerías que sólo añaden mal gusto a la insensatez.

No necesitamos más discordia ni más rencor ni más destrucción. Por encima de las razones que esgriman los bandos beligerantes, por encima de la opinión que se tenga sobre las causas del conflicto, por encima de la simpatía que se sienta por uno u otro bando, todo ello absolutamente legítimo, lo urgentísimo y prioritario es contribuir a acabar con las devastaciones y crueldades de esta guerra y, más aún, evitar que se extienda y que el odio se enquiste y nos envenene hasta la médula. 

La música puede llegar a ser un arma de paz si sabemos emplearla como corresponde. Los resultados podrán ser modestos, pero siempre serán mejores que los de la intransigencia y la ira. Ni el Kremlin ni Putin ni sus contrincantes, la Casa Blanca, Biden y Selenski, ni todos sus discursos juntos bastan para explicar lo que está sucediendo ni, muchísimo menos, para justificarlo y de ningún modo para extender el incendio. Quien de uno u otro modo, abierta o encubiertamente, hostiga y siembra rencores, se convierte en cómplice de un crimen inmenso que puede acabar arrasando con todo. Si algo podemos, y no hace falta un gran esfuerzo, es no dejarnos manipular por el belicismo que invade y contamina nuestro entorno; si algo podemos, es evitar ser instrumentos de la discordia; si algo podemos, es manifestar nuestro repudio al belicismo. Este artículo no es una proclama pacifista, es simplemente una llamada (desgraciadamente debilísima) a la sensatez, a poner freno a la atrocidad y a proteger la civilización, la razón, la cultura y la vida. Cuando la barbarie las avasalla, también la música se convierte en víctima de sus ultrajes.

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