Opinión
Música, Propaganda, Barbarie
J.G. Messerschmidt

La insana ambición de poder, riqueza o
prestigio que tan a menudo tiraniza al hombre (tanto varón como mujer) hace que
éste recurra a medios abstrusos para alcanzar fines en apariencia relevantes
(si no abiertamente estúpidos o perversos), pero que en realidad resultan ser
bagatelas, comparados con el precio que, en forma de efectos secundarios o
“colaterales”, exigen como tributo. Los destrozos del medio ambiente natural
con sus consecuencias incontrolables, realizados en nombre de los dudosos beneficios
de un progreso material presuntamente ineludible, son un ejemplo clamoroso de
esta perversión. Existe, sin embargo, un modo de destrucción aún más expeditivo
que la barbarie “civil”: la guerra, que simbiotizada con la técnica incrementa
vertiginosamente la capacidad devastadora de ambas.
En los últimos tiempos los medios culturales (¡y
no sólo ellos!) se han visto invadidos por una ola de propaganda político-belicista
de extensión e intensidad totalmente inusitadas. Las batallas de la guerra
ruso-ucraniana no sólo se libran en los campos del Dombás y en las aguas del
Mar Negro, sino también en las salas de conciertos, en los teatros de ópera, en
las oficinas de los agentes artísticos y hasta en algunas publicaciones musicales.
Rarísima vez, por no decir nunca, se había visto en el ámbito de la música
clásica una caza de brujas como la que desde hace un año y medio se ha
concertado contra todo artista ruso que no se manifieste pública y
explícitamente contra su propio país en este conflicto. Es imposible conjugar
la imposición de tal toma de posición con la defensa de unos principios liberales
en cuyo nombre es exigida. La lista de los cancelados o como mínimo vilipendiados
es larga y en ella se encuentran no pocos nombres ilustres, como los de Valery
En la Grecia Antigua los Juegos Olímpicos
incluían no sólo, como popularmente se cree, competiciones deportivas, sino
también certámenes poéticos, musicales y teatrales igualmente importantes. Durante
su celebración se observaba una tregua sagrada, en la que cesaban las incontables
guerras intestinas que asolaban a Grecia. En Olimpia todos, tanto deportistas
como artistas, tanto el público como los organizadores, dejaban de lado sus
enemistades y festejaban conjuntamente ceremonias religiosas, eventos
artísticos y luchas deportivas de modo pacífico. Este tipo de tregua, que
permitía el encuentro en torno a un elemento unificador, tenía un sentido
profundo: acercando físicamente a los beligerantes y obligándolos a compartir
una fiesta se les demostraba que la paz es posible, que es mejor que la guerra
y que los enemigos son en esencia seres iguales, capaces de compartir emociones,
ideas y experiencias. Los Juegos Olímpicos exaltaban la unidad de todos los
helenos y de ningún modo las diferencias que los separaban (diversamente del
deporte moderno, que azuza rivalidades nacionales). Ciertamente los antiguos
Juegos Olímpicos no evitaban las guerras, pero contribuían a ponerles límites y
a demostrar que la paz es posible y deseable.
Sin llegar tan lejos, la música clásica fue a
lo largo de su historia un ámbito cultural en el que las enemistades políticas,
las guerras, los nacionalismos y otros muchos factores de discordia social
quedaron en gran medida excluídos. La comunidad de los melómanos formaba una
ecumene en la que la música estaba por encima de tales disputas. Hubo
excepciones, como la prohibición de las obras de compositores judíos en la
Alemania nazi o la injerencia de Stalin en el curso de la vida musical
soviética, pero se trató de acontecimientos efímeros y que pasaron a la
historia como ejemplos de insensatez y de maldad. Curiosamente, muchos de los
que hoy se rasgan las vestiduras al recordar tales hechos, son los mismos que
con entusiasmo incitan a la intolerancia, promueven el rencor y alimentan el
belicismo. Todo enfrentamiento debe tener límites y dejar un espacio abierto en
el que sea posible el acercamiento, la distensión, el diálogo, la tregua, la
paz, la reconciliación. Simplemente se trata de una cuestión de supervivencia:
la guerra total no lleva a ninguna parte, salvo a una autodestrucción igualmente
total, al suicidio en masa de todos los beligerantes.
El mundo de la música clásica puede ser un excelente espacio de distensión. En el caso del conflicto actual, extendido a medio mundo debido a demenciales adhesiones inquebrantables a algún bando beligerante, la función “amortiguadora” de la música clásica estaba llamada a ser especialmente relevante. Valery Gergiev, director titular de la Filarmónica de Múnich y estrechísimamente vinculado a incontables instituciones musicales europeas, era un puente potencial entre los bandos enfrentados debido a su amistad con Vladimir .
Lo mismo puede decirse del ex-bailarín estrella del
Teatro Mariinsky y director del Ballet de Baviera, Igor Zelensky, compañero
íntimo de una hija de Putin, con la que tiene un hijo, el menor de los nietos
del presidente ruso. No habría sido la primera vez que la diplomacia marchara
por sendas inoficiales. Sin embargo, en lugar de aprovechar estos vínculos para
crear en torno a la música un necesario y valiosísimo espacio de distensión,
tanto los medios de comunicación como los responsables políticos, artísticos y
técnicos de las instituciones musicales europeas y norteamericanas se lanzaron
al ataque con el fin de quemar todas las naves y demoler todos los puentes,
demonizando a ambos artistas (y a muchos otros) y haciendo imposible su
presencia en el Oeste. Con tal de combatir de algún modo al “enemigo” y de torpedear
toda posibilidad de negociación, cualquier medio parece ser bueno. Que además
el acoso a los artistas rusos sea un escandaloso ejercicio de doble moral tampoco
parece producir ningún rubor: ¿cuándo se ha tratado así a los músicos por los
conflictos bélicos en que estuvieran envueltos sus países de origen?
Es muy preocupante acudir a una sala de
conciertos o a un teatro alemán y encontrarse con banderas ucranianas, banderas
de una nación extranjera (que jurídicamente ni siquiera es una aliada) en
guerra contra Rusia, otra nación extranjera (con la que se siguen manteniendo
relaciones diplomáticas), cuyos artistas son condenados al ostracismo. Es muy
inquietante que los medios musicales asuman y repitan un discurso exasperado,
una falsa argumentación en blanco y negro, un empecinamiento numantino que no
admite más solución que la rendición incondicional del presunto “enemigo” o su
derrota absoluta. Es muy alarmante que en publicaciones musicales hasta se
llegue a entonar el panegírico de armas de destrucción masiva de largo alcance,
de facto trágica emulación del general
No necesitamos más discordia ni más rencor ni más destrucción. Por encima de las razones que esgriman los bandos beligerantes, por encima de la opinión que se tenga sobre las causas del conflicto, por encima de la simpatía que se sienta por uno u otro bando, todo ello absolutamente legítimo, lo urgentísimo y prioritario es contribuir a acabar con las devastaciones y crueldades de esta guerra y, más aún, evitar que se extienda y que el odio se enquiste y nos envenene hasta la médula.
La música
puede llegar a ser un arma de paz si sabemos emplearla como corresponde. Los
resultados podrán ser modestos, pero siempre serán mejores que los de la
intransigencia y la ira. Ni el Kremlin ni Putin ni sus contrincantes, la Casa
Blanca,
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