Francia

Quien no ha visto Los Troyanos no ha visto ná

Francisco Leonarte
lunes, 11 de septiembre de 2023
Estreno de 'Los troyanos' de Berlioz © 1863 by Philippe Chaperon / CC Estreno de 'Los troyanos' de Berlioz © 1863 by Philippe Chaperon / CC
Versailles, martes, 29 de agosto de 2023. Opéra Royal de Versailles. Les troyens, opera en cinco actos. Libreto del compositor inspirado en la Eneida de Virgilio. Música de Héctor Berlioz. Versión de concierto. Puesta en espacio, Tess Gibbs. Luces, Rick Fisher. Con Alicia Coote (Cassandre), Michael Spyres (Enée), Paula Murrihy (Didon), Lionel Lhote (Chorèbe, Sentinelle 1), Adèle Charvet (Ascagne), Beth Taylor (Anna), William Thomas (Narbal, Priam), Ashley Riches (Panthée), Laurence Kilsby (Iopas, Hylas), Rebecca Evans (Hécube), Alex Rosen (Hector, Sentinelle 2), Graham Neal (Helenus), Sam Evans (un soldat). Monteverdi Choir. Orchestre Révolutionnaire et Romantique. Director musical, Dinis Sousa.
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Uno sale de estos Troyens con la sensación de que no hay, en toda la Historia de la Música, obra que se le pueda equiparar. A la intensidad trágica, a la fineza psicológica, al sentido épico épico del libreto (magnífico libreto del compositor, obsesionado desde niño por el tema) corresponde una partitura única (¡ay esas personalísimas e inaprehensibles melodías berlozianas tan clásicas y tan modernas!), que se ajusta en todo momento al texto y lo sublima, y partiendo de modelos del pasado (fundamentalmente Gluck y Spontini) logra crear una música nueva y sorprendente.

La exaltación que produce en el espectador esta obra no hubiera sido la misma, es cierto, si no hubieran concurrido varios factores que permitieron que el martes 29 de agosto en Versalles la creación de Berlioz brillara como la gema que es.

Para empezar, el lugar 

Construido por Jaques-Ange Gabriel para Luis XV, la Ópera Royal de Versailles es uno de los teatros más hermosos del mundo -la cosa me parece incuestionable-. Pero sobre todo, sus dimensiones (algo más de seiscientas plazas) y una buena acústica permiten a los cantantes sentirse cómodos. Y, como guinda del pastel, para el concierto que nos ocupa se había instalado el llamado Palacio de mármol, precioso decorado en trampantojo pintado por Pierre-Luc-Charles Ciceri en 1837, que sirvió también de decorado al exitoso concierto que el propio Berlioz dio en este mismo teatro en 1848, pequeño guiño que no está de más. 

Después, la versión de concierto 

En efecto, cuando se trata de versión representada, entra en juego el director de escena, que, según el sistema actual, se abroga el derecho a la creación artística al mismo nivel que compositor y libretista y que, por tanto añade su propia interpretación de la obra original, es decir una ideíta que lo distinga de los demás directores de escena, de suerte que ya no podemos apreciar la obra original tal como fue concebida sino que la atención del público se divide entre la partitura, el libreto, y lo que el director de escena nos ha querido contar (esto último -seamos sinceros- no siendo de gran interés en buena parte de los casos). Tratándose, en el caso que nos ocupa, de una versión de concierto, toda la atención quedaba concentrada en libreto y música. Como, por añadidura, ninguno de los cantantes echaba mano de particella y todos actuaban según lo que música y libreto inspiraban, siguiendo la eficaz puesta en espacio de Tess Gibbs, la música cobraba todo el sentido deseado por su autor.

Y si bien es cierto que en determinados momentos la obra pide efectos visuales (marchas, pantomima de los artesanos cartagineses, caza real y tormenta, ballet), su música tiene la suficiente fuerza evocadora para que la imaginación del espectador supla con creces cualquier efecto escénico, convirtiéndose de nuevo la falta de puesta en escena en una ventaja. 

Tercero, una orquesta y un coro en todo punto admirables 

La Orquesta Revolucionaria y Romántica, fue fundada en 1989 por John Elliott Gardiner, siendo  uno de los primeros intentos de devolver al repertorio de finales del XVIII y primera mitad del XIX el color sonoro de su época.

Quien esto escribe la había escuchado en el Teatro del Châtelet en París en 2003 y no había quedado subyugado por una sonoridad que en directo recordaba demasiado a la de una banda de pueblo falta de recursos (con todos mis respetos, por supuesto, por la inestimable labor musical que las bandas de música consiguen hacer en los pueblos, a veces con altísimos resultados). En 2023 sin embargo, los metales sonaron pulidos y vibrantes, la cuerda limpia y empastada, las maderas ... ay las maderas, qué coloridas (ese conjunto de oboes querido por Berlioz que da una sonoridad como de mundo antiguo y lejano, como en las películas de Pasolini), qué emocionantes (el solo de clarinete en la entrada de Andrómaca y su hijo, interpretado por Fiona Mitchell, fue para arrodillarse y llorar como una madalena). Sin olvidar el maravilloso solo de oficleida y los distintos metales que Berlioz utiliza dentro y fuera de escena ...

Tal vez haya que señalar, como defecto, que el número de arpas quedara en sólo tres, perdiendo así intensidad su intervención al final del segundo acto, durante el famoso coro de vírgenes («Complices de sa gloire»).

En cuanto al Monteverdi Choir, es difícil encontrar un coro mejor empastado, con más soltura, que se encuentre más cómodo en agudos (como cañonazos) y graves, en que las distintas líneas queden mejor dibujadas, de voces tan homogéneas, y tan expresivo. No siempre se les entendía, es cierto. Pero otros coros franceses hemos escuchado a los que se les entendía mucho menos, o sea que no nos vamos a quejar.

Y además, para guinda del pastel, en momentos puntuales se desplegaban por la corbata del escenario y actuaban. Y actuaban bien.

Unas magníficas segundas espadas 

Como toda Grand Opéra (ya saben ustedes, ese género operístico que floreció en el XIX francés en torno al modelo establecido por Rossini, Auber y Meyerbeer), además de las grandes figuras centrales, hay en Les troyens una buena cantidad de personaje llamémoslos menores pero sabrosos y exigentes.

Pues bien, en el caso que nos ocupa estábamos ante un plantel de jóvenes solistas ingleses a cada cual más notable.

Si  Hécuba (encarnada por Rebecca Evans) apenas participa en un (hermosísimo) concertante, pudiéndose decir poco de su intervención, a su esposo Priamo, encarnado por William Thomas, le corresponde una intervención un pelín más consistente. Pero fue como Narbal, consejero de Dido, como brilló el joven Thomas con una voz segura, bien timbrada, con hermosas notas graves y seguridad en los agudos. Más que notable. Esperemos que el incidente con el temperamental Gardiner no impida a Thomas hacer una carrera que intuímos realmente prometedora.

En cometidos menores, las voces bien proyectadas también de Graham Neal (Helenus) y Sam Evans (un soldado).

Aunque hablando de bajos fuerza es mencionar a Alex Rosen, que ya ha empezado también una muy bonita carrera, y que impresiona como Héctor por su seguridad y su sonoridad cavernosa, y como segundo centinela exhibe además una buena capacidad de sorna.

Algo menos impresionante resulta Ashley Riches (que además adopta al cantar una posición del cuerpo un tanto molesta visualmente). 

Como Iopas, y luego Hylas, Laurence Kilsby, que decepciona un poco porque, teniendo una bonita voz de tenorino, parece más regodearse en las sonoridades de su propia voz que realmente encarnar un personaje. Su canto estuvo falto de emoción: pecado en general y pecado mortal tratándose de Les troyens y del melancólico personaje de Hylas.

Quien sí se llevó el gato al agua, por rotundidad de su voz de pecho, por facilidad pasmosa en la emisión y en los agudos, por musicalidad, por bonito timbre de voz, con vibrato a la antigua, y por simpatía y buen hacer escénico, fue Beth Taylor como Anna. Quien esto escribe se ha prometido retener el nombre para poder seguir la incipiente carrera de una intérprete que puede deparar muchas, muchas, alegrías.

Excepciones entre tanto solista inglés, Adèle Charvet, que pudiendo optar ya a roles más consecuentes se merienda su pequeño papel de Ascanio, y Lionel Lhote que como Chorèbe muestra su elegancia y su implicación, emocionante aunque no definitivo.

Claroscuros de los tres intérpretes principales

Cassandre es uno de esos papeles que toda mezzosoprano (o soprano dramática) desea y teme. Debe tener, desde el momento mismo en que pisa el escenario, una altura trágica auténtica. Alicia Coote, la fuerza trágica la tiene. La voz tiene todos sus resonadores. Pero el timbre es -cuanto menos- ingrato. Una voz agria (y unos agudos más agrios todavía) que entiendo que hayan podido ser redhibitorios para una buena parte del público. 

Sin embargo me pareció preferible esa voz un tanto desagradable (pero una cantante que echa toda la carne al asador) a la impostación muy atrás de Paula Murrihy que, como Dido, parecía más ocuparse de la emisión y de la inteligibilidad que del personaje. Su primera intervención como reina de Cartago se me hizo larga. Poco a poco fue ganando naturalidad, y sus agudos y sus graves, y todas sus notas, fueron siempre muy correctos. Pero en el famoso dúo de amor a mí me faltó eso, amor, pasión, sexo, abandono. Y si en su última escena ganó (por fin) en implicación, para quien esto escribe ya era demasiado tarde. Otras intérpretes hay menos correctas, pero mucho más intensas.

En honor a la verdad, sin embargo, sin ser mis intérpretes ideales, Coote y Murrihy cumplieron con sus respectivos roles (lo cual no es moco de pavo) y permitieron escuchar la maravillosa música de Berlioz … no así entender su libreto, porque a una y a otra se les entendía más bien poco.

A quien sí se le entendía casi todo, quien realmente estuvo a la altura de su personaje, fue el excelente Michael Spyres. Potente, vibrante, emocionante, bien timbrado, agudos seguros (tal vez un pelín menos que en otras ocasiones, todo sea dicho), sentido del personaje, musicalidad. Spyres fue Eneas. Magnífico

El incidente y sus consecuencias

Toca hablar (aunque sea a modo de colofón y a pesar de que el tema me parece que ha tomado demasiada relevancia comparado a otros temas de actualidad que nos afectan más directamente) de la agresión que Gardiner llevó a cabo contra el joven William Thomas al final del concierto con que se inauguraba esta producción, en el Festival Berlioz de La Côte Saint-André.

Este incidente ha provocado que el jefe histórico (y reclamo mediático para la venta de entradas) fuera sustituido por su asistente, el portugués Dinis Sousa.

Sea como fuere, en Versailles Sousa dirigió con soltura y atención. Y orquesta y coro respondieron con la misma atención. Tal vez en otra sala la orquesta hubiera parecido un pelín avasalladora, pero es cierto que siendo Berlioz el rey de la desmesura es difícil dar por momentos un poco de tranquilidad, un poco de suavidad. O un poco de encanto, que es lo que suele faltar para que resulte más ligera y menos pomposa la escena inicial del tercer acto, con las incesantes repeticiones de Dido y del coro. Eso sí, cuando se trataba de «momentos sublimes», con todo la orquesta y el coro desatados, aquello sonaba (maravillosamente) como el fin del mundo. De poner los pelos de punta.

Y así, con los pelos de punta salimos todos del Palacio de Versalles, en plena noche, con una luna preciosa, terminado ya el tráfico del tren de cercanías, mendigando un autobús que al fin apareció y que nos permitió llegar a casa, último metro mediante, casi a la una de la mañana. 

Pero poco importaba. Acabábamos de asistir a la caída de Troya, a los amores sublimes de Dido y Eneas, a la muerte trágica de aquella y al odio implacable de Cartago contra Roma. Acabábamos de asistir a la gran ceremonia mística y grandiosa que es Les troyens cuando está bien hecha.

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