Francia
Quien no ha visto Los Troyanos no ha visto ná
Francisco Leonarte

Uno sale de estos Troyens
con la sensación de que no hay, en toda la Historia de la Música, obra que se
le pueda equiparar. A la intensidad trágica, a la fineza psicológica, al
sentido épico épico del libreto (magnífico libreto del compositor, obsesionado
desde niño por el tema) corresponde una partitura única (¡ay esas
personalísimas e inaprehensibles melodías berlozianas tan clásicas y tan
modernas!), que se ajusta en todo momento al texto y lo sublima, y partiendo de
modelos del pasado (fundamentalmente Gluck y Spontini) logra crear una música
nueva y sorprendente.
La exaltación que
produce en el espectador esta obra no hubiera sido la misma, es cierto, si no
hubieran concurrido varios factores que permitieron que el martes 29 de agosto
en Versalles la creación de Berlioz brillara como la gema que es.
Para empezar, el lugar
Construido por
Jaques-Ange Gabriel para Luis XV, la Ópera Royal de Versailles es uno de los
teatros más hermosos del mundo -la cosa me parece incuestionable-. Pero sobre
todo, sus dimensiones (algo más de seiscientas plazas) y una buena acústica
permiten a los cantantes sentirse cómodos. Y, como guinda del pastel, para el
concierto que nos ocupa se había instalado el llamado Palacio de mármol,
precioso decorado en trampantojo pintado por Pierre-Luc-Charles Ciceri en 1837,
que sirvió también de decorado al exitoso concierto que el propio Berlioz dio
en este mismo teatro en 1848, pequeño guiño que no está de más.
Después, la versión de concierto
En efecto, cuando se
trata de versión representada, entra en juego el director de escena, que, según
el sistema actual, se abroga el derecho a la creación artística al mismo nivel
que compositor y libretista y que, por tanto añade su propia interpretación
de la obra original, es decir una ideíta que lo distinga de los demás
directores de escena, de suerte que ya no podemos apreciar la obra original tal
como fue concebida sino que la atención del público se divide entre la
partitura, el libreto, y lo que el director de escena nos ha querido contar
(esto último -seamos sinceros- no siendo de gran interés en buena parte de los
casos). Tratándose, en el caso que nos ocupa, de una versión de concierto, toda
la atención quedaba concentrada en libreto y música. Como, por añadidura,
ninguno de los cantantes echaba mano de particella y todos actuaban según lo
que música y libreto inspiraban, siguiendo la eficaz puesta en espacio de Tess
Gibbs, la música cobraba todo el sentido deseado por su autor.
Y si bien es cierto que en determinados momentos la obra pide efectos visuales (marchas, pantomima de los artesanos cartagineses, caza real y tormenta, ballet), su música tiene la suficiente fuerza evocadora para que la imaginación del espectador supla con creces cualquier efecto escénico, convirtiéndose de nuevo la falta de puesta en escena en una ventaja.
Tercero, una orquesta y un coro en todo punto admirables
La Orquesta
Revolucionaria y Romántica, fue fundada en 1989 por John Elliott Gardiner,
siendo uno de los primeros intentos de
devolver al repertorio de finales del XVIII y primera mitad del XIX el color
sonoro de su época.
Quien esto escribe la
había escuchado en el Teatro del Châtelet en París en 2003 y no había quedado
subyugado por una sonoridad que en directo recordaba demasiado a la de una
banda de pueblo falta de recursos (con todos mis respetos, por supuesto, por la
inestimable labor musical que las bandas de música consiguen hacer en los
pueblos, a veces con altísimos resultados). En 2023 sin embargo, los metales
sonaron pulidos y vibrantes, la cuerda limpia y empastada, las maderas ... ay
las maderas, qué coloridas (ese conjunto de oboes querido por Berlioz que da
una sonoridad como de mundo antiguo y lejano, como en las películas de
Pasolini), qué emocionantes (el solo de clarinete en la entrada de Andrómaca y
su hijo, interpretado por Fiona Mitchell, fue para arrodillarse y llorar como
una madalena). Sin olvidar el maravilloso solo de oficleida y los distintos
metales que Berlioz utiliza dentro y fuera de escena ...
Tal vez haya que
señalar, como defecto, que el número de arpas quedara en sólo tres, perdiendo
así intensidad su intervención al final del segundo acto, durante el famoso
coro de vírgenes («Complices de sa gloire»).
En cuanto al Monteverdi
Choir, es difícil encontrar un coro mejor empastado, con más soltura, que se
encuentre más cómodo en agudos (como cañonazos) y graves, en que las distintas
líneas queden mejor dibujadas, de voces tan homogéneas, y tan expresivo. No
siempre se les entendía, es cierto. Pero otros coros franceses hemos escuchado
a los que se les entendía mucho menos, o sea que no nos vamos a quejar.
Y además, para guinda
del pastel, en momentos puntuales se desplegaban por la corbata del escenario y
actuaban. Y actuaban bien.
Unas magníficas segundas espadas
Como toda Grand Opéra (ya saben ustedes, ese género
operístico que floreció en el XIX francés en torno al modelo establecido por
Rossini, Auber y Meyerbeer), además de las grandes figuras centrales, hay en Les
troyens una buena cantidad de personaje llamémoslos menores pero sabrosos y
exigentes.
Pues bien, en el caso que nos ocupa estábamos ante
un plantel de jóvenes solistas ingleses a cada cual más notable.
Si Hécuba (encarnada por Rebecca Evans) apenas participa en un (hermosísimo) concertante, pudiéndose decir poco
de su intervención, a su esposo Priamo, encarnado por William Thomas, le
corresponde una intervención un pelín más consistente. Pero fue como Narbal,
consejero de Dido, como brilló el joven Thomas con una voz segura, bien
timbrada, con hermosas notas graves y seguridad en los agudos. Más que notable.
Esperemos que el incidente con el temperamental Gardiner no impida a Thomas
hacer una carrera que intuímos realmente prometedora.
En cometidos menores, las voces bien proyectadas
también de Graham
Neal (Helenus) y Sam Evans (un soldado).
Aunque hablando de bajos fuerza es mencionar a Alex
Rosen, que ya ha empezado también una muy bonita carrera, y que impresiona como
Héctor por su seguridad y su sonoridad cavernosa, y como segundo
centinela exhibe además una buena capacidad de sorna.
Algo menos impresionante resulta Ashley Riches (que
además adopta al cantar una posición del cuerpo un tanto molesta
visualmente).
Como Iopas, y luego Hylas, Laurence Kilsby, que
decepciona un poco porque, teniendo una bonita voz de tenorino, parece más
regodearse en las sonoridades de su propia voz que realmente encarnar un
personaje. Su canto estuvo falto de emoción: pecado en general y pecado mortal
tratándose de Les troyens y del melancólico personaje de Hylas.
Quien sí se llevó el gato al agua, por rotundidad
de su voz de pecho, por facilidad pasmosa en la emisión y en los agudos, por
musicalidad, por bonito timbre de voz, con vibrato a la antigua, y por simpatía
y buen hacer escénico, fue Beth Taylor como Anna. Quien esto escribe se ha
prometido retener el nombre para poder seguir la incipiente carrera de una
intérprete que puede deparar muchas, muchas, alegrías.
Excepciones entre tanto solista inglés, Adèle Charvet, que pudiendo optar ya a roles más
consecuentes se merienda su pequeño papel de Ascanio, y Lionel Lhote que como
Chorèbe muestra su elegancia y su implicación, emocionante aunque no
definitivo.
Claroscuros de los tres intérpretes principales
Cassandre es uno de esos papeles que toda
mezzosoprano (o soprano dramática) desea y teme. Debe tener, desde el momento
mismo en que pisa el escenario, una altura trágica auténtica. Alicia Coote, la
fuerza trágica la tiene. La voz tiene todos sus resonadores. Pero el timbre es -cuanto
menos- ingrato. Una voz agria (y unos agudos más agrios todavía) que entiendo
que hayan podido ser redhibitorios para una buena parte del público.
Sin embargo me pareció preferible esa voz un tanto
desagradable (pero una cantante que echa toda la carne al asador) a la
impostación muy atrás de Paula Murrihy que, como Dido, parecía más ocuparse de
la emisión y de la inteligibilidad que del personaje. Su primera
intervención como reina de Cartago se me hizo larga. Poco a poco fue ganando
naturalidad, y sus agudos y sus graves, y todas sus notas, fueron siempre muy
correctos. Pero en el famoso dúo de amor a mí me faltó eso, amor, pasión, sexo,
abandono. Y si en su última escena ganó (por fin) en implicación, para quien
esto escribe ya era demasiado tarde. Otras intérpretes hay menos correctas,
pero mucho más intensas.
En honor a la verdad, sin embargo, sin ser mis
intérpretes ideales, Coote y Murrihy cumplieron con sus respectivos roles (lo
cual no es moco de pavo) y permitieron escuchar la maravillosa música de
Berlioz … no así entender su libreto, porque a una y a otra se les entendía más
bien poco.
A quien sí se le entendía casi todo, quien
realmente estuvo a la altura de su personaje, fue el excelente Michael Spyres.
Potente, vibrante, emocionante, bien timbrado, agudos seguros (tal vez un pelín
menos que en otras ocasiones, todo sea dicho), sentido del personaje,
musicalidad. Spyres fue Eneas. Magnífico
El incidente y sus consecuencias
Toca hablar (aunque sea a modo de colofón y a pesar
de que el tema me parece que ha tomado demasiada relevancia comparado a otros
temas de actualidad que nos afectan más directamente) de la agresión que
Gardiner llevó a cabo contra el joven William Thomas al final del concierto con
que se inauguraba esta producción, en el Festival Berlioz de La Côte
Saint-André.
Este incidente ha provocado que el jefe histórico
(y reclamo mediático para la venta de entradas) fuera sustituido por su
asistente, el portugués Dinis Sousa.
Sea como fuere, en Versailles Sousa dirigió con
soltura y atención. Y orquesta y coro respondieron con la misma atención.
Tal vez en otra sala la orquesta hubiera parecido un pelín avasalladora, pero
es cierto que siendo Berlioz el rey de la desmesura es difícil dar por momentos
un poco de tranquilidad, un poco de suavidad. O un poco de encanto, que es lo
que suele faltar para que resulte más ligera y menos pomposa la escena inicial
del tercer acto, con las incesantes repeticiones de Dido y del coro. Eso sí,
cuando se trataba de «momentos sublimes», con todo la orquesta y el coro
desatados, aquello sonaba (maravillosamente) como el fin del mundo. De poner
los pelos de punta.
Y así, con los pelos de punta salimos todos del
Palacio de Versalles, en plena noche, con una luna preciosa, terminado ya el
tráfico del tren de cercanías, mendigando un autobús que al fin apareció y que
nos permitió llegar a casa, último metro mediante, casi a la una de la
mañana.
Pero poco importaba. Acabábamos de asistir a la
caída de Troya, a los amores sublimes de Dido y Eneas, a la muerte trágica de
aquella y al odio implacable de Cartago contra Roma. Acabábamos de asistir a la
gran ceremonia mística y grandiosa que es Les troyens cuando está bien
hecha.
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