Países Bajos
Así habló Mahler …
Agustín Blanco Bazán

Así habló Zaratustra. Mahler
denomina el cuarto movimiento de su tercera sinfonía “lo que me contó la
noche”, e incluye dos estrofas del lied de medianoche de la obra de Nietzche cantadas
por una contralto. El texto nos pide que despertemos para contemplar un dolor
universal tan profundo como la noche más oscura. Pero más profundo es el júbilo
de la eternidad, nos anticipa la cantante, no sé si con demasiada convicción,
porque eso de la eternidad como consuelo es algo siempre relativo. A menos que
sigamos la programación de esta mega-sinfonía y nos entreguemos al panteísmo de
una naturaleza que … sí, …. es lo único que pareciéramos poder percibir como
algo eterno y jubiloso.
El inicio de la sinfonía anticipa esta antítesis de dolor y júbilo: después de la afirmativa convocatoria de las ocho trompas que abre la obra, la orquesta anticipa tentativamente la oscuridad del lied zaratustriano para luego entregarse a la panteística luminosidad de lo que el mismo Mahler denominó “la irrupción del verano.” Para llegar a esta irrupción lo antes posible, muchos directores de orquesta se apresuran a pasar por la sombra que la precede, porque ¿para qué detenerse demasiado en las tinieblas si de llegar a la luz se trata? No así Mäkelä y su orquesta, que en esta inolvidable interpretación se concentraron en esos iniciales ‘morendo’ y reticencia (Mahler pide literalmente “Zurückhalten”) desarrollada a través de trompas, chelos y golpes de timbal ‘esfumados’, ‘pesados’ y en pianissimo. Fue algo así como si los interpretes nos dijeran: ‘Despacio, despacio, por favor, que aunque esta sinfonía es larga, nosotros no tenemos ningún apuro para desarrollarla. No salgan corriendo de la noche inicial de esta obra. Quédense allí para apreciar mejor la irrupción del verano, … y lo que viene después”.
Fue así que el comentario orquestal al lied nocturno de Zaratustra del cuarto movimiento se impuso con sugestiva fuerza premonitoria ya al comienzo del primero. Gracias a ello, la ejecución de la larguísima y dispar “irrupción del verano” adquirió una unidad coherente, asentada sobre una interpretación cálida y afirmativa. Y contenida, hasta el punto de evitar, en los climax o en los fraseos de contraste, esos efectos de grandilocuencia pseudo-expresionistas que con énfasis exagerado destruyen la coherencia de la obra.
El tempo di minueto del segundo movimiento (“lo que me dicen las flores de la pradera”) fue casi mozartiano en su contención y variedad cromática. Y, siempre de acuerdo a las instrucciones del compositor, el comodo scherzando del tercer movimiento (“lo que me dicen los animales del bosque”) fue Ohne Hast, esto es, “sin apuro.”
Tal vez sea una paradoja, pero lo cierto es que a esta obra de más de una hora y media hay que dirigirla sin el menor apuro para hacerla respirar espaciosamente a través de sus texturas más intrincadas. En este clima distendido impuesto por Mäkelä, la más mahleriana de las orquestas sostuvo un pulso casi mágico por su capacidad para sostenerlo todo sin forzar nada.
Y, ya como introducción al lied nocturno de Zaratustra en el cuarto movimiento (“lo que me dice la noche”) el llamado del invisible corno del postillón al final del tercero surgió con un lirismo de irresistible melancolía. Siguió el lied de Zaratustra, anticipado en el primer movimiento y ahora apoderándose del cuarto con toda su arrolladora convicción de queja y esperanza. Jennifer Jones Jones lo cantó con timbre de excelente densidad y articulación.
A partir de allí la sinfonía pareció progresar hacia el final con una espontaneidad y lucidez que pareció arrastrarlo todo. En el quinto movimiento (“lo que me dicen las campanas de la mañana”), las campanas del coro de niños y los remordimientos de la contralto dialogaron con vivaz articulación hasta desaparecer para dejarlo todo en manos del inolvidable adagio final (“lo que me dice el amor”). Mäkelä instruyó la melodía inicial también de acuerdo a las instrucciones del compositor: lenta y reticentemente, algo verdaderamente "Ruhevoll" y "Empfunden" (“apacible”, “profundamente sentido”).
¡Qué Mahler este, gracias a una interpretación visceral y no preocupada por proclamar pomposidades o grandilocuencias, sino más bien por abrir las texturas y los rubatos casi imperceptibles de una sensibilidad tan terrena y a la vez tan trascendental!
La Concertgebow, una de las salas favoritas del compositor, vivió por primera vez bajo su batuta la Tercera Sinfonía hace 120 años, precisamente el 22 de octubre de 1903. El experimentar la obra allí y con la orquesta de la casa lleva a la conclusión que esta acústica perfecta y esta gran agrupación son elementos tan indispensables como la partitura misma. Y así ocurrió con esta velada tan dominada por esa energía y concentración solo experimentable cuando alguien nos enfrenta con la totalidad de detalle y sensibilidad de una obra maestra.
Mäkelä volvió a impresionarme con ese brazo izquierdo que no ahorra
instrucciones de énfasis interpretativos en coordinación con una batuta de
movimientos claros en el derecho. En general es ágil y asertivo, pero sin
gestos sobreenfatizados. Tal vez sea por ello que me conmovió cuando, durante
el último movimiento, pareció salir de esa expresión intensa pero siempre
sobria, doblando el codo izquierdo y abriendo su mano como para pedir todavía
algo más de lo que la orquesta le que estaba dando: algo así como una entrega
suprema. (Después de todo, la eternidad panteística de dolor y júbilo de
Zaratustra es para Mahler el amor aludido en este adagio).
Me han advertido que Mäkelä resiente cualquier alusión de cómo siendo tan joven (27 años) puede dirigir tan bien. Le comprendo después de haber asistido a este concierto. Porque hay artistas en los cuales la madurez no es cuestión de edad sino de su capacidad para percibir y transmitir. No sé como dirigirá una Tercera de Mahler si llega a los noventa. Sólo sé que aquí no faltó nada. Y sí habló Mahler, una vez más, en la Concertgebow de Amsterdam.
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