España - Galicia

Un tipo serio

Alfredo López-Vivié Palencia
martes, 10 de octubre de 2023
Baldur Brönnimann © 2023 by Manu Vidal Baldur Brönnimann © 2023 by Manu Vidal
Santiago de Compostela, jueves, 5 de octubre de 2023. Auditorio de Galicia. Alberto Rosado, piano. Real Filharmonía de Galicia. Baldur Brönnimann, director. Kaija Saariaho: Ciel d’Hiver; György Ligeti: Concierto para piano y orquesta; Sergei Rachmaninov: Danzas Sinfónicas, op. 45. Ocupación: 95%
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Inauguración de la temporada 2023-2024 de la Real Filharmonía de Galicia con su nuevo director musical y artístico, Baldur Brönnimann (Basilea, 1968). Y lleno casi hasta la bandera en el auditorio: ignoro si tan abrumadora asistencia se debió al concierto o al vino que se sirvió después –gentileza de Galicia Calidade-, porque no me quedé al piscolabis; pero imagino que estuvo bien, a la vista de que en el refrigerio había queso de la Denominación de Origen Arzúa-Ulloa (de lo mejorcito que ofrece esta tierra, con permiso de los aficionados a los bivalvos y crustáceos); y afirmo que el concierto salió mejor que bien (la Real Filharmonía también es de lo mejor que hay en Galicia).

Tenía verdaderas ganas de ver en acción a Brönnimann (me fue imposible asistir a su presentación en junio), y el resultado superó con creces mis expectativas. Tanto en las manos como en la mirada el gesto es sobrio pero eficaz, con la flexibilidad de intercambiar las funciones tradicionales de ambos brazos, de manera que no necesita exagerar ninguna indicación, sea de tiempo o de expresión. Está atento al detalle pero nunca en detrimento de la arquitectura general. Y el resultado sonoro reveló un excelente trabajo en los ensayos. Mérito doblemente acrecentado habida cuenta de la dificultad del programa, y por el hecho de que esta noche había en el escenario como refuerzo de la orquesta unos cuantos alumnos de la Escuela de Altos Estudios Musicales, de la que Brönnimann también ha tomado posesión.

Brönnimann tiene querencia por la música actual. Tanto, que le había propuesto a Kaija Saariaho ser compositora residente esta temporada y en consecuencia se contaba con su presencia esta noche. Así lo explicó el maestro en sus palabras de bienvenida –hace años que reside en Madrid y habla un perfecto español-. Desgraciadamente, todos sabemos que Saariaho murió el pasado mes de junio, así que la mejor manera de honrar la memoria de “una de las mejores compositoras de nuestro tiempo” era dedicarle el concierto. Y tengo para mí que -allí donde esté- Saariaho se sintió agradecida.

Estrenado en 2014, Ciel d’Hiver es una modificación del segundo movimiento de su obra Orion (2002), y en ella Saariaho muestra algunas de sus principales habilidades: desde luego la capacidad de orquestar y la capacidad de describir, pero sobre todo la capacidad de comunicar con el oyente común que -a poco que se esfuerce- recibe un mensaje (allá cada cual si ese mensaje es en este caso sólo astronómico o más trascendente). Son diez minutos en tiempo muy lento, en forma de arco con su clímax a la mitad, en los que contemplación y sensación se entremezclan gracias a combinaciones instrumentales a cual más sugerente: a la orquesta tradicional hay que sumar piano, celesta y arpa, así como hasta trece diferentes instrumentos de percusión, cuyo cometido se atribuye solamente a dos músicos, lo cual da idea de que lo último que pretende su autora es abrumar.

Así lo entendió Brönnimann, que ofreció una interpretación pausada pero no premiosa que favorecía la descripción sensorial gracias a un magnífico control de la densidad sonora, que ascendió y descendió por todo su recorrido con naturalidad, cuidando de que los juegos tímbricos no entorpeciesen ese discurso. La Real Filharmonía siguió ese rumbo con la misma naturalidad desde el sonido más tenue hasta el más intenso (el clímax no es ninguna tormenta, sino más bien la conciencia de la insignificancia del ser humano ante la inmensidad de lo que tiene encima). Y al público le entusiasmó.

Con György Ligeti hay que esforzarse más. A pesar de la célebre película de Kubrick, su lenguaje sigue siendo complicado para el público en general (en el que me encuentro). Eso sí, se diferencia de otros autores “contemporáneos” en que es una música capaz de despertar la curiosidad aunque a uno no le guste. El Concierto para piano (estrenado en 1988) es un buen ejemplo. La parte del piano es -a mi modo de ver- imposible, no tanto por la dificultad técnica –que es endiablada- sino porque Ligeti escribe indicaciones prácticamente para cada compás, insistiendo en que apenas hay que pisar el pedal (lo cual es lógico porque la pieza se mueve rapidísimamente), y graduando las dinámicas desde “ppppp” hasta “ffffff” (lo cual me parece muchas veces impracticable precisamente por la misma razón). La parte de la orquesta no se queda atrás en dificultad, porque la complicación rítmica exige una precisión quirúrgica para que la cosa suene limpia.

Alberto Rosado (Salamanca, 1970) debe ser de los poquísimos pianistas que se atreven con este monstruo y encima lo disfruta. El atrevimiento en absoluto queda deslucido por el empleo de un “i-atril”: al contrario, me parece aún más meritorio leer semejante partitura y a la vez tocarla con esa soltura (con la ventaja añadida de que pasar las hojas con el pie obliga a observar las instrucciones pedaleras de Ligeti). Por su parte, Brönnimann transformó su batuta en un bisturí y ese bisturí transformó la orquesta en un instrumento de exactitud sonora. La alta velocidad de los tiempos (cuatro de los cinco movimientos) y la transparencia de la orquestación así lo requieren; y lo consiguieron: a la orquesta se la escuchaba tocar con seguridad. Aunque en mi recuerdo quedará sobre todo el clímax del tiempo lento y el escalofrío que me provocó (Ligeti es lo que tiene).

La demostración de que la interpretación fue de muchos quilates (y para eso no hace falta recurrir a comparaciones que la inmensa mayoría de quienes estábamos ahí sólo podemos hacer mediante grabaciones) es que al público también se le notó atento. Y aplaudió con ganas tras esos veintipocos minutos de vértigo. Rosado correspondió del mismo modo, y anunció que iba a tocar “también de Ligeti, el estudio El aprendiz de brujo”: una pieza que va mucho más allá del mero virtuosismo (“prestissimo, staccatissimo, leggierissimo” dice Ligeti en la partitura), para cuyo aprendizaje se me antoja que una vida no basta. Por más que tuve ante mis oídos y mis ojos la prueba viviente de lo contrario.

Me pareció buena idea –aunque arriesgada- programar las Danzas Sinfónicas de Rachmaninov. Aquí el autor se quitó de encima buena parte del magma sonoro que reina en sus obras orquestales, de manera que se puede plantear afrontarla con una plantilla como la de la Real Filharmonía. Por supuesto, teniendo mucho cuidado en el equilibrio de las texturas sinfónicas. Y ahí residió el éxito de Brönnimann y la orquesta: la cuerda tocó con empaste impecable, la madera se escuchó con presencia (excelente el clarinete bajo), y el metal y la percusión estuvieron contundentes pero no avasalladores. A Brönnimann no le da miedo hacer ruido, pero sin un decibelio de más.

Por otro lado, en esta obra Rachmaninov también dejó de lado su vena melódica, prefiriendo el elemento rítmico. Brönnimann exhibió buen pulso para avanzar en la primera danza con esa mínima célula motora que Rachmaninov reparte por toda la orquesta; para lograr que el vals –siempre presente pero no siempre evidente- se mueva con delicadeza; y para subrayar el aspecto “fantástico” de la última parte manteniendo la continuidad del discurso. ¿Habría hecho falta algo más de orquesta? En mi gusto sí, pero sería injusto ponerle peros a una interpretación tan digna.

Naturalmente, es pronto para afirmar que el nombramiento de Brönnimann ha sido un acierto. Pero si prepara todos sus conciertos con la misma seriedad que le ha puesto a éste, podemos prometérnoslas felices.  

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