Italia
Los problemas de la ‘giovane scuola’
Jorge Binaghi

Un siglo después
de su estreno aquí mismo, y a setenta años de la última reposición tras un
comienzo halagüeño que no se mantuvo (como en cambio sí en el Metropolitan de
New York, por ejemplo), volvió lo que se considera la obra mayor del
compositor, un autor al que no sólo su compañero de estudios Tullio Serafin
(que estrenó la obra) sino todo un Arturo Toscanini (que la presentó al público
neoyorquino) apreciaron, aunque el último parece haber quedado sorprendido del
éxito alcanzado en la primera representación.
Sin duda
es necesario revisar a los compañeros de ruta de Puccini, quien sin embargo
tanto se distinguió de ellos y consiguió imponer casi todas sus producciones
frente al olvido en que cayó todo el grupo de la ‘giovane scuola’, a excepción
de algunos títulos (en general, uno por autor) y algún otro con cierta
capacidad de reaparición limitada a la posibilidad de encontrar intérpretes
adecuados (las dificultades vocales tienen también mucho que ver).
El caso
es que había interés y la sala estaba llena. También lo es que, aunque se trató
de un buen espectáculo, la respuesta fue tibia. No un gran éxito como en el
estreno absoluto.
Los
gustos han cambiado, pero sobre todo es el decadentismo literario (aquí,
además, de segunda mano) lo que no funciona, no sólo en sí mismo sino para
adecuarlo al canto. Pruebe cualquiera a poner en música los adverbios
terminados en ‘.mente’ o hacer cantables tres verbos incoativos seguidos, y
creo que Verdi o Puccini esperarían al autor en un callejón oscuro.
Altisonante, artificioso y vacío, el lenguaje conspira no solo contra la
teatralidad sino contra la credibilidad de los personajes o la posibilidad
misma de que estos sean algo más que nombres o símbolos.
Lástima
porque la música me sigue pareciendo interesante, sobre todo en la orquestación
(sí, hay Wagner, Debussy, lo que se quiera, pero con una concepción personal
que sin embargo no alcanza a la línea vocal, que oscila entre canto, declamado,
y algunos agudos difíciles y algún grave casi imposible). Si los cantantes no
son fantásticos y monstruos de escena como los de los primeros tiempos (creo
que ahí está el secreto, en Muzio, Galeffi, Pinza…).
Aquí es cierto que por el camino cambió dos veces el reparto (una por la pandemia, la otra porque fueron desapareciendo barítono, director y bajo), pero el resultado fue más que digno, aunque no deslumbrante. Seguramente lo más impactante fue el trabajo de la orquesta y de un director que debutaba en ópera en la Scala pero que conocía muy bien el título y claramente cree en él. A veces hubo algún desborde, más bien natural con la complejidad de la partitura. El coro interviene brevemente y lo hizo muy bien.
De los
cuatro principales quien brilló más (y se notó en los aplausos finales) fue la
soprano. Isotton, mal vestida, también creía en su personaje, y el obscuro
objeto del deseo, reprimido o no, legítimo o no, de tres hombres (porque eso
son los reyes, no sólo en esta ópera) cantó con buena línea, temperamento, buen
color, excelente extensión y articulación. El largo dúo de amor (mucho menos
que el de Tristán al que claramente tiene como ejemplo) y la
confrontación final con el protagonista, el ciego Archibaldo, que acaba
asesinándola al final del segundo acto, fueron dos momentos cumbres.
Este
último personaje, odioso por donde se lo mire -si se pudiera creer en él- fue
un más que correcto Stavinsky, de muy buen italiano, y timbre y homogeneidad
aunque el único grave ‘de efecto’ que se le pide no está a su alcance, y no
logró impresionar ni como monstruo ni como suegro libidinoso y reprimido.
Burdenko
en el papel de su hijo Manfredo, esposo amante de la italiana vencida, premio a
los bárbaros vencedores (una Italia medieval más o menos alegórica invadida por
salvajes), no sólo disparó los cañonazos a los que nos tiene acostumbrados,
sino que intentó y en buena medida consiguió medias voces persuasivas para un
personaje que a fin de cuentas termina siendo el más positivo de la ópera.
Berrugi
en Avito, el itálico prometido y luego amante de la pobre Fiora, exhibió una
buena voz de tenor que no termina de encontrar su camino en el paso del centro
al agudo, y como actor fue el más convencional.
En el rol
relativamente menor de Flaminio, ahora servidor de Archibaldo pero italiano y
partidario y confidente de Avito, estuvo bien Misseri. Los secundarios tenían
poco para cantar y lo hicieron bien.
La puesta
en escena de Ollé pecó de minimalista, pero no estuvo mal, con esos kilómetros
de cadenas que inundan el escenario y algún objeto que evoca una torre, una
habitación, y poco más. No me pareció que la dirección de actores tuviera nada
de especial o interesante, lo mismo que vestuario o luces.
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