Francia
¿Para quién canta usted?: Giulio Cesare en París
Francisco Leonarte
Permítanme empezar este escrito proponiéndoles
un experimento: agarren una pelota y láncenla hacia abajo. Acto seguido, esa
misma pelota, láncenla ante ustedes describiendo una parábola hacia arriba. Sin
duda en este segundo caso la pelota habrá llegado más lejos que en el primer
caso.
El sonido es como una pelota. Si se dirige
hacia abajo del teatro, el público de platea escuchará muy bien, pero a los
pisos altos el sonido llegará menguado, de rebote. Si el sonido se dirige hacia
arriba, llegará más lejos y llenará el teatro.
Esto en principio es perogrullo. Pero no
parece que todos los cantantes -y especialmente los cantantes barrocos- lo
tengan asimilado o puedan ponerlo en práctica fácilmente. Bien es cierto que
los asientos de platea y primer piso son los más caros, y que es allí donde la
administración del teatro suele sentar a la crítica. Así que, si el sonido no
llega a los pisos altos, ¿qué se le va a hacer?, al fin y al cabo allí
no hay más que chichirimundis, gente que no cuenta, ¿verdad?
Pues ahí van las impresiones de un chichirimundi
(servidor de ustedes) que hizo la experiencia de sentarse en los pisos altos en
la primera parte, y en platea en la segunda.
Primera parte (en el gallinero-paraíso)
La orquesta, un tanto lisa, de Les musiciens
du Prince-Monaco, dirigida por Gianluca Capuano, es bastante grande. Para ser
una orquesta barroca, tal vez demasiado. Capuano no parece tenerlo en cuenta en
ningún momento, y sólo le pide a la orquesta que reduzca el volumen en los
ritornelli finales, para crear una sensación de fin (efecto que repite en
numerosas ocasiones). ¿Pero pedir a la orquesta que reduzca el volumen para que
se escuche mejor al cantante? ¡ Quiá! ¡Pá qué!
Tanto es así que con frecuencia la notas
graves de Kangmin Justin Kim se pierden, y que a Max Emanuel
Cenčić se le escucha mal, fagocitado por la orquesta. Bien es verdad que
Justin Kim, haciendo de rebelde sin causa, suele cantar hacia abajo, como
adolescente enfadado con el mundo, y que Cencic se pasa las arias
mirando a los espectadores de las tres primeras filas de platea (¿busca
asentimiento entre ellos por alguna razón concreta? ¿Es una técnica actoral
para darse cuerpo y establecer comunicación directa con el público? ¿Sólo con
el público de las primeras filas de platea?)
Tampoco llegan ciertas notas graves de Vistoli,
a quien sin embargo escuchamos no hace mucho un Orlando Furioso de
Vivaldi absolutamente epatante en esta misma sala y desde las mismas
localidades.
Las únicas que salen más que airosas
(proyectando hacia el centro de la sala o hacia lo alto) son las dos damas,
Sara Mingardo (elegancia en el canto, fraseo sin igual, voz aterciopelada: un
lujo) y Cecilia Bartoli (que tiene más tablas y más sentido escénico que todos
sus compañeros juntos).
Segunda parte (en primeras filas de platea)
En platea a todos se les escucha todo. Cencic
exhibe un volumen importante, aunque no más que Bartoli ni que Vistoli. Y
exhibe también maestría como contratenor, con facilidad apabullante para la
ornamentación.
Vistoli vuelve a mostrarse segurísimo en su
canto y en sus vocalizaciones -tal vez menos flamígeras que en el citado Orlando
Furioso-.
Kim tiene una voz menos bonita que la de sus
compañeros de reparto, y se muestra siempre como adolescente atormentado, en
ese sentido, su aria de la primera parte, Cara Speme (donde debiera
entenderse que su «caro anhelo» es el anhelo de venganza), tratada como simple
aria lenta, resulta casi un contrasentido para el personaje construido por Kim.
No se le puede negar, no obstante, que pone toda la carne en el asador.
José Coca Loza, con una voz que no es
apabullante como bajo pero que consigue llegar tanto a las notas agudas como a
las graves, se las apaña bien, con fiorituras muy claras.
Nos quedamos con ganas de escuchar más a
Mingardo. Y es que se trata de una versión con cortes, de suerte que
desaparecen Curio y Nireno (dos cachés menos que pagar, sin duda) y nos privan
de numerosos recitativos y arias, entre las cuales buena parte de las
intervenciones de Mingardo. Tal vez sean necesarios los cortes para que el
concierto entre dentro de los límites «normales» de una versión de concierto...
Eso sí, la Bartoli brilla. Tal vez los ataques
sean menos limpios que antes, y se nota que la voz ha de calentar, que no se
alcanzan ciertas notas y ciertas ornamentaciones sin realizar esfuerzo. Pero
sigue valiendo la pena (desde luego) escucharla tanto en los pianissimi, como
en los fuegos artificiales. Hay una genuina expresividad, además de la vis
comica y los guiños al público, que forman parte del personaje, claro está...
La orquesta de Capuano sigue pareciendo igual
de lisa. Pero desde aquí no se come a nadie. ¿Será que los únicos espectadores
que deben ser tenidos en cuenta realmente son los de las cuatro primeras
filas? ¿O que la única a la que se le debe escuchar bien por todas
partes es a la Bartoli ?
En todo caso, triunfo para todos los
intérpretes.
El chichirimundi que esto escribe, se
escabulle durante las ovaciones.
Nb - ¿Alguien
tiene contacto directo con Les musiciens du Prince-Monaco? ¿Podrían
sugerirles que cambien de traje? Creo que quienes han ideado y pagado el
uniforme deben de estar muy contentos de sí mismos, pero el caso es que los
instrumentistas tienen aspecto de botones, o de soldados rasos directamente
salidos de la primera guerra mundial, como si de repente uno de ellos fuera a
interpretar Wozzeck. Hay en este uniforme de los músicos un tufillo
clasista, de mercenario de medio pelo mezclado con servidumbre, que hace pensar
en los peores momentos del obispo Colloredo.
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