España - Galicia
Viejos recuerdos
Alfredo López-Vivié Palencia
Hace muchísimos años que no
veía a Josep Pons en directo. Fuentes de mi absoluta confianza aseguran que
está haciendo una gran labor en el Liceu de Barcelona; y aunque estoy casi
seguro de que alguna vez vino a Santiago a dirigir a la Real Filharmonía, mis
recuerdos más nítidos se remontan a su época con la Orquesta de Cámara del
Teatre Lliure: tengo bien presente sus estupendas interpretaciones de La Canción de la Tierra en el arreglo de
Schoenberg, o del Concierto para
bandoneón de Piazzolla. De manera que me apetecía mucho verle en este
programa brahmsiano con la Sinfónica de Galicia.
Hay varios aspectos que me
gustaron de su concierto de esta noche. Por de pronto, aplicó coherentemente el
mismo concepto a ambas sinfonías (en mi opinión, a las cuatro hay que tratarlas
por igual), quedando bien a las claras que ese concepto se había trabajado a
fondo en los ensayos. La manifestación sonora de ese concepto se basa sobre
todo en la supremacía absoluta de la cuerda: el empaste cuidado, toda la
densidad posible (a pesar de que Pons no logró dominar la ingrata acústica de
esta casa, en la que se tarda mucho en llenarla de música), y una obsesión
incansable para destacar las segundas voces en violonchelos y contrabajos.
Pons también estuvo siempre
atento a que la madera se escuchase con nitidez -algo que es de agradecer-, y
la hizo cantar con muy buena presencia (aunque no me habría importado algo más
de fuerza en el contrafagot). Otro tanto hizo con las trompas, en solo o en
cuarteto, porque a la postre son instrumentos tan cantantes como las maderas.
Los tiempos se ajustaron a lo prescrito en la partitura, es decir, sin prisas
salvo en los escasos momentos en los que el papel pide pisar el acelerador. Y,
en este sentido, le alabo el detalle de omitir la repetición en los respectivos
primeros movimientos (su observancia me resulta contraproducente a la hora de
dar cohesión a estas obras).
Otros aspectos de su
interpretación no me gustaron. El más importante, la falta de tensión: las
interpretaciones de Pons sonaron planas, sin músculo, desprovistas de la
grandeza que hace de estas sinfonías -y de sus otras dos hermanas- la
culminación del género. A ello contribuyó decisivamente que Pons silenciase las
trompetas y los trombones, y que el timbalero se viese obligado a sustituir sus
baquetas por palos de algodón de azúcar: apenas se escuchó a ninguno de ellos
(aunque sí alguna que otra contribución vocal del director). Aquí no vale
escudarse en la acústica de la sala, porque fue una decisión deliberada.
Así, no me importó que el
arranque de la Tercera Sinfonía sonase
anodino, pero que sus dos recapitulaciones saliesen igual de flojas le quita el
sentido a ese movimiento. Me pareció acertado que Pons aligerase el tiempo en
el Andante, y que el célebre Poco allegretto se cantase sin languidecer. Pero
privar al Finale de uno de los pocos momentos de furia que hay en la literatura
orquestal brahmsiana, eso me parece imperdonable. Y lo mismo en la Primera Sinfonía: bien los dos
movimientos centrales, y solemnidad justa en el tema “beethoveniano” del Finale.
Sin embargo, el comienzo de la obra de nuevo sonó monótono, igual que la
impresionante introducción del último movimiento, sosa, sin nervio ni expectación.
Por no hablar de los clímax en esos mismos tiempos, en los que no es cuestión
de decibelios, sino de fuerza: en el primer movimiento, para que el descenso
final cobre significado; y en la conclusión, para excitar al oyente: ahí la
aceleración del tiempo debe acompañarse de un crescendo construido desde dentro, y Pons lo obvió. Y un último detalle:
el dibujo ascendente en los dos compases previos a los cuatro últimos acordes
se escuchó en los fagotes, pero no en el trombón.
Sabemos que Brahms no era
rígido en la apreciación de las diferentes interpretaciones de sus sinfonías. Al
fin y al cabo, estas obras nacieron al mismo tiempo que la primera generación
de grandes directores de orquesta, y Brahms era consciente de ello. Sólo se
mostraba intolerante cuando no se habían ensayado lo suficiente, y por eso creo
que habría salido satisfecho de este concierto (como el público en general, que
aplaudió con ganas). En cambio yo me aburrí como una ostra, porque tengo
asimismo bien guardadas en la memoria las dos veces que vi -también hace muchos
años- a Carlo Maria Giulini tocar este mismo programa.
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