España - Galicia
Evidencias iuris et de iure
Alfredo López-Vivié Palencia

Es inevitable que, conforme pasan los años, uno acuda a un concierto cargado de prejuicios.
En este caso tenía unos cuantos: la Cuarta Sinfonía de Brahms no debe abrir un concierto, sino cerrarlo, porque es la más grande de todas las sinfonías escritas y por escribir; no me gusta nada el último movimiento de su Segundo Concierto porque no lo considero a la altura de los tres precedentes; no tengo a Roberto
Del mismo modo, todos esos años de vida concertística ayudan a que uno sea consciente de que en una función en vivo puede suceder cualquier cosa, incluido el hecho de que todos esos prejuicios se hagan añicos. Felizmente, ésta fue una de esas ocasiones en las que la evidencia sonora enerva aquellas presunciones que, en la música más que en cualquier otra actividad, son por naturaleza iuris tantum.
Bastaron unos pocos compases para comprobar que González-Monjas iba a tratar la Sinfonía en Mi menor con el respeto que merece. Es lo que tiene el comienzo de esta obra, que no admite medias tintas y hay que entrar a por todas. Como decía Clara Schumann, “Brahms es capaz de crear una sinfonía a partir de nada”. “Nada” es ese motivo insignificante con el que arranca, pero qué sólidos cimientos supone para toda la pieza. Así lo entendió el maestro pucelano, articulando con intención cada intervalo de ese motivo, haciendo cantar a los violonchelos en su célebre tema, y construyendo con fuerza, tensión y cuerpo la magnífica conclusión de ese primer movimiento.
Esos fueron los tres elementos sobre los que González-Monjas sustentó su interpretación. Es verdad que a costa del mantenimiento a rajatabla del tiempo, y por esa razón en el Andante hubiera deseado una anacrusa respirada (una “Luftpause”) cuando los violines toman el arco tras los pizzicatos de la introducción, cuando las violas hacen lo propio en el desarrollo, y sobre todo antes del pasaje “molto espressivo” que sigue al clímax. El Scherzo salió como un torbellino, al límite de la rapidez con que se puede tocar, pero sin perder claridad ni contundencia.
Y la gloriosa “Passacaglia” fue edificada de manera inexorable: me faltó un punto extra de tensión a la entrada del “tutti” tras las variaciones de la flauta y de los trombones; pero, de nuevo, la conclusión sonó con la rotunda lógica que le es propia. Y si todo eso fue así, es porque a la Sinfónica de Galicia –esta noche al mando de la concertino polaca Joanna Wronko- no se le pudo poner ni un solo pero; al contrario, todo el mundo rindió al máximo –incluso los cinco contrabajos se escucharon debidamente-, con mi aplauso particular para las trompas.
Hablando de trompas, fue todo un detalle que González-Monjas dejase tocar a su aire a la trompa y al solista los seis primeros compases del Concierto en Si Bemol. Después empieza la lucha sin cuartel con el largo y poderoso solo del piano y seguidamente la también larga y poderosa introducción orquestal. Ahí quedó claro que ninguna de las dos partes iba a renunciar a nada, porque esta obra revela como pocas que el piano y la orquesta son dos elementos imposibles de “concertar” (dejando aparte a Mozart y a Saint-Saëns). Y ahí residió el éxito de esta interpretación: Kantorow y González-Monjas apenas cruzaron miradas entre ellos porque saben que Brahms repartió equitativamente las cartas.
El mastodóntico primer movimiento así lo demuestra. Kantorow exhibió una fuerza sonora descomunal, al tiempo que una técnica que no por supuesta es menos impresionante (qué firmeza en los trinos, y qué facilidad en todos los pasajes que Brahms escribe “contra natura” –esto es, en dirección contraria simultáneamente para cada mano-).
González-Monjas respondió con contundencia y con seriedad a cada envite del solista con una orquesta en permanente estado de alerta. Y otro tanto sucedió en el Scherzo, con el único descanso del pasaje central –que permite al solista un cierto solaz en el fraseo, y que Kantorow no desaprovechó-, hasta llegar a la locura vertiginosa de su conclusión.
Tampoco desaprovechó los momentos de lirismo que hay en el Andante, sin perder de vista que es un lirismo sereno (la primera doble entrada del piano, sin ir más lejos, bien respirada pero sin languidecer). A destacar el momento mágico del piano y los dos clarinetes con el tapiz de los violonchelos, y por supuesto la espléndida intervención al principio y al final del movimiento del primero de éstos, Raúl Mirás. Piano y batuta le pusieron la misma seriedad al Allegretto, que por una vez me sonó coherente con el resto de la pieza, es decir, menos “grazioso” y más vigoroso en sus reminiscencias húngaras.
El público aplaudió a rabiar, aunque tuvo que esperar el saludo de Kantorow hasta que éste expresase su reconocimiento a sus colegas: primero al director, después al violonchelo solista y finalmente a los violines del primer atril. Después, González-Monjas tuvo otro bonito detalle sentándose en la silla del contrafagot para escuchar la propina de Kantorow.
Sólo por la insolencia (léase sana envidia) propia de sus veintiséis años puede explicarse que, tras tocar semejante monstruosidad de concierto, se arrancase con el número final de El Pájaro de Fuego, que es otra barbaridad; y sólo por la inteligencia de este hombre –y la ignorancia de quien esto escribe- puede explicarse que calmase unos ánimos del respetable que no podían estar más exaltados, con una pieza tan breve como íntima que no supe identificar.
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