Italia
Ocasiones para lo maravilloso
Anibal E. Cetrángolo
Si se necesita información sobre
el autor de esta ópera no está mal recurrir al Dictionnaire des idées reçues de Gustav Flaubert. Allí, entre las voces “Oeuf” y
“Oiseau” se encontrará la sucinta entrada dedicada a Offenbach que traduzco así:
“cuando uno escucha su nombre, es necesario cerrar dos dedos de la mano derecha
para evitar el mal ojo. Muy parisien. Bien elegante”.
Por otro lado, un músico sabio y
prudente como Gioacchino Rossini, compuso un Petit caprice dans le style d'Offenbach que en el piano se ejecuta con acordes formados
por el índice y el meñique de ambas manos.
El incendio del
Ringtheatre de Viena producido en 1881 cuando estaba por presentarse esta ópera
no mejoró la fama del título: murieron 386 personas. Personalmente estaba convencido
que el peligro se concentraba en la famosa barcarola del último acto y mi recuerdo
parece confirmarse en el hecho de que precisamente esa musica acompaña ciertas
escenas de la película Titanic del
1997, un verdadero monumento a la mala suerte. A propósito de esa barcarola, Offenbach nunca pensó incluirla en Les Comtes.
El compositor no tuvo una vida fácil
y también su final fue triste: no pudo concluir esta obra que él consideraba la
más importante de su carrera. Imagino a su vera algún Coppèlius que le amargó
la vida. ¿Y entonces? Ocurrió que a un compositor de aquellos tiempos, Ernest
Guiraud, se le encargó completar la obra. Guiraud era una especie de
sepulturero musical: antes de reordenar la ópera de Offenbach, había
“organizado” la Carmen después de la
muerte del pobre Bizet. Una de sus operaciones de Guiraud sobre Les Comtes fu la de reutilizar una
cierta canción de elfos de otra ópera de
Offenbach: Die Rheinnixen -Las
hadas del Rhin-. La canción de elfos se transformó así en la famosa
barcarola que inicia el acto veneciano de la ópera.
La Fenice es teatro que desde su nombre y su historia,
incluso la más reciente, evoca el fuego. Tal vez es por ese motivo que esta
ópera no fue presentada aqui en los últimos treinta años. El director musical
de aquella producción lejana fue Frédéric Chaslin, un músico que en aquel
1994 se encontraba por primera vez con este título. En este 2023 resulta que es
al mismo Chaslin a quien fue confiado el regreso de esta ópera.
El responsable escénico de esta versión fue Damiano
Michieletto. Una característica
del arte de Michieletto es su respeto absoluto por la obra que trabaja. Su
asombrosa originalidad siempre se coloca al servicio de la música. Lo notable
es que su vanguardia lo empuja a buscar soluciones alternativas a los
requerimientos del texto en cuanto a situación escénica y temporal pero su
conocimiento de lo lirico es tan profundo que sus sorpresas escénicas no
resultan gesto caprichoso, mero efecto, sino que nacen de una lectura seria.
Ellas recuperan consecuentemente el elemento que es predilecto para la ópera
desde aquel octubre del 1600: la maravilla.
La ópera de Offenbach ofrece
innumerables ocasiones para lo maravilloso que Michieletto aprovecha con su
riquísima fantasía. Así, la escena de Olimpia es escenificada en una escuela -
laboratorio; en la famosa aria de la muñeca mecánica, un gran pizarrón comienza
animarse: se ven ecuaciones que se mueven enloquecidamente, sobre el coro
llueven números que danzan al son de la música de Offenbach.
Otro momento estupendo es prueba
de la ductilidad de Michieletto. La enfermedad de Antonia la muestra inválida.
Ella no puede caminar y sucede entonces que la madre muerta y amada es una
bailarina. La dicotomía que llevará a la muerte de Antonia se juega entonces,
con gran coherencia, en una situación de gran dramatismo y que Michieletto hace
dialogar con la divertida presencia de Frantz en versión maestro de baile. En
este momento el regisseur de los nuevos tiempos no desprecia en absoluto
elementos de tradición como el ballet clásico, el de tutú.
Los mencionados son apenas dos
ejemplos de una serie infinita de ideas que animaron la representación. Ellas
no contrastaron nunca ni con lo que se cantaba ni cuanto provenía del foso
orquestal; por el contrario. Las masas corales, que fueron nutridamente
empleadas en la gestualidad, han participado eficazmente con lo sonoro.
El reparto vocal fue, en conjunto,
muy bueno. Alguno de sus protagonistas me estimuló algunas reflexiones curiosas.
Llegando a la Fenice pensaba en qué pasaría si se siguiesen seriamente los
preceptos políticos de Maradona. Este bizarro pensamiento surgió cuando
martilleaban en mi cabeza ciertas declaraciones del tenor de esta noche, Iván
Ayón Rivas: “Tenemos que llevar nuestra raza con orgullo… El Perú es tierra de
tenores. Los mejores de la historia han salido de nuestro país”. Me repetía entonces, caminando por Venecia este obvio propósito higiénico:
a los jugadores de futbol se los juzga en el estadio y a los tenores en la
escena.
En mi afán de imparcialidad traté también de no
dejarme influenciar por la impresión no totalmente feliz que Ayón Rivas había
provocado en un reciente Faust
veneciano. Hice bien. Encontré que este cantante en esta ocasión presentó un
Hoffman vocalmente muy solvente y desprovisto de ciertos manierismos que
afectaban su Gounod: este personaje da menos ocasión a ciertos efectos melosos.
El timbre es bello y este artista resuelve las dificultades técnicas con garbo.
Es de considerar que Ayón Rivas estrenaba este rol en la Fenice.
Alex Esposito cantó los roles de los malvados Lindorf, Coppélius, docteur Miracle y
Dapertutto. Por cierto, estamos ante uno de los grandes artistas líricos de
nuestros días. Sólido vocalmente, incomparable en lo escénico. Su
interpretación fue a todas luces memorable. Consiguió mostrar bien
diferenciadas las características de los cuatro personajes que representaba. Parecía
que Offenbach hubiese pensado en él cuando escribía estas partes. Teniendo bien
en cuenta que el éxito de esta producción es la de un equipo solidario y
homogéneo, creo que fue Esposito la estrella de la noche.
La soprano madrileña Rocío Pérez presentó una Olimpia inobjetable. Por
cierto, el personaje no es ideal para mostrar vuelos interpretativos, pero las
dificultades tan expuestas de la parte fueron resueltas con soltura y gran
eficacia por esta artista que recibió ovaciones del público veneciano.
La Antonia de esta producción fue Carmela Remigio, excelente en su
vocalidad sensual, su fraseo magistral. Remigio puso en escena una madurez interpretativa
que es fruto evidente de una experiencia fundada sobre la inteligente práctica
tanto de la musica del siglo XVIII como la del repertorio belcantistico.
Muy eficaz la Giulietta de Véronique Gens, si bien el personaje habría
exigido una interpretación más sensual. Giuseppina
Bridelli presento un Nicklausse de hermoso color que fue excelentemente
interpretado. Paola Gardina fue una Musa digna que convenció más en lo
escénico que en lo vocal. Los roles de Andrès, Cochenille, Frantz,
Pitichinaccio fueron responsabilidad del excelente Didier Pieri que resultó muy divertido, sobre todo en su Frantz que, siguiendo la
voluntad de Michieletto, fue un delicioso maestro de baile. Fueron muy correctos la Voix de Federica Giansanti, el Nathanaël de Christian
Collia, el Spalanzani: François Piolino el Hermann-Schlemill de Yoann
Dubruque y el Luther- Crespel de Francesco Milanese.
Si Ayon Rivas
estrenaba su papel en esta ocasión no puede decir lo mismo de un compañero del
tenor en aquel reciente Fausto de la
Fenice. Me refiero al director musical, el francés Frédéric Chaslin. Chaslin
manifiesta que posee copias de todos los manuscritos de esta ópera en sus
muchas versiones y que, como la dirigió 732 veces, según su ordenador, se
considera un especialista.
Confieso mi
pánico cuando los franceses asocian la música a los números; recuerdo el solfège,
la ambición unificadora del Conservatoire y también aquel desastroso Tannhäuser de 1861 que en la Opera de
Paris había sido ensayado 164 veces. Pienso que en castellano y en italiano se
subraya la actividad experimental, creativa, del músico antes del concierto: “ensayo”,
“prova”. En francés eso se llama nada menos que “répétition”, es decir la
rutina en su apoteosis resulta el conjuro ante el pánico del error.
Cuando Erich
Kleiber regía los destinos del Teatro Colón había hecho colocar en el ingreso del
escenario esta frase: “La improvisación y la rutina son los mayores enemigos
del arte”. En conclusión entonces, ¿cómo resultó la labor de Chaslin? Fácil
decirlo: Chaslin se desempeñó como si hubiese dirigido esta ópera otras setecientos
treinta y dos veces. Lástima: la partitura es riquísima, la generosa sala de la
Fenice da posibilidades para mil matices y la orquesta del teatro es un
instrumento dúctil y muy confiable.
Offenbach reserva momentos estupendos para el coro que fueron honrados por
el excelente equipo preparado por Alfonso Caiani, si bien en algún momento hubo
alguna incomprensión con el podio.
El excelente resultado escénico fue posible gracias a la participación de estupendos profesionales de lo visual. Carla Teti ha realizado maravillas con el vestuario, las escenografías de Paolo Fantin, de gran eficacia, mostraron diferentes espacios que iban desde la taberna, a la escuela, al taller de baile y al ambiguo ambiente veneciano estilo Eyes Wide Shut de Kubrick. Toda esta arquitectura ideada por Fantin se articuló perfectamente con el diseño general. El trabajo de luces de Alessandro Carletti es estupendo y habría bastado eso solo para marcar cabalmente los ambientes. Las coreografías de Chiara Vecchi han apoyado notablemente a la gestualidad general y el conjunto de bailarines -algunos de ellos muy jóvenes- contribuyó no poco al éxito visual.
Esta producción ya fue presentada en Sidney y después de Venecia llegará al Covent Garden de Londres y a la Opéra National de Lyon. El público colmaba la sala y mostró, con robusto entusiasmo, su aprobación a esta velada.
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