España - Valencia
Encanto danés de época
Francisco Leonarte
La mayoría de las obras de arte que nos han
llegado desde la antigüedad son copias o reinterpretaciones. Copias y
reinterpretaciones realizadas por artesanos de mayor o menor pericia, a partir
de lo que en su día se consideraban obras maestras. Tal vez los estetas griegos
y romanos quedasen muy sorprendidos si nos vieran extasiarnos ante lo que
nosotros consideramos obras maestras y ellos consideraban simples subproductos
u obras de artistas «provinciales», mas lo cierto es que, una vez desaparecidas
las que en su día eran consideradas obras maestras que pudieran hacerles
sombra, dichas copias y reinterpretaciones cobran un valor incalculable...
Un poco de historia
La decada de 1830 es un periodo de auténtico
cambio para el ballet. Ciertas bailarinas, en particular María Taglioni,
muestran una nueva técnica llamada a tener un éxito descomunal: las puntas. Así
las cosas, en efecto, la italiana Taglioni, presenta en 1832 en París, centro
neurálgico del ballet en aquellos años, un espectáculo en que la bailarina se
pasa casi todo el tiempo danzando con la nueva técnica. Interpreta a un
espíritu, una sílfide, y, usando las puntas, su personaje cobra un carácter
irreal ... Aquello, como ustedes comprenderán, es un triunfo, todo se llena de
sílfides, con muchos subproductos y algún que otro espectáculo inspirado en el
mismo tema, como, nueve años después, Giselle de Coralli y Perrot con
música de Adam y argumento de Gautier, que todo aficionado conoce bien.
Aquel mítico ballet, que justamente se llama La
Sylphide, había sido coreografiado por el padre de la bailarina, Filippo
Taglioni, la música se debía al francés Jean Madeleine Schneitzhoeffer, y el
argumento al legendario tenor Adolphe Nourrit a partir de un cuento de Charles
Nodier.
A una de estas representaciones asiste el
bailarín y coreógrafo danés Auguste Bournonville, hijo del también bailarín y
coreógrafo francés afincado en Dinamarca Antoine Bournonville. A su vuelta a
Copenhague, Auguste Bournonville decide epatar a los daneses con el epatante
ballet que ha visto en París. Pero París pide una pasta para enviar el material
de partitura, etc... Así que, ni corto ni perezoso, Bournonville decide copiar
el original. Fusila el libreto de Nourrit, le pide una partitura al joven Løvenskjold,
y se encarga él mismo de la coreografía. Y La Sylphide (porque ni
siquiera cambia el título, que si en esa época los derechos de autor se
respetan ya en Francia, en buena parte del resto del mundo están todavía en
mantillas), la de Løvenskjold y Bournonville, tiene un éxito tremendo en Copenhague cuando se estrena cuatro
años después del original de París. Y como Auguste Bournonville vive muchos
años más y es quien manda en el ballet danés, en Dinamarca se sigue bailando «a
la manera de Bournonville» durante muchos más años.
Un día, muchos decenios más tarde, ya entrado
el siglo XX, el mundo del ballet se da cuenta de que nadie sabe ya cómo era el
ballet romántico de los años 30-40-50 del XIX, muchas coreografías se han
perdido -incluso la mítica La Sylphide de Taglioni- y en el ballet
clásico prácticamente sólo se sabe remontar hasta Petipa, cuyo estilo ha sido
férreamente conservado por ejemplo en Rusia.
¿Todo el ballet romántico ha desaparecido?
Nooo, porque un poblado de irreductibles daneses ha resistido a la invasión de
las sucesivas nuevas modas y han conservado «el estilo Bournonville».
Estamos pues ante un tesoro histórico, una
serie de coreografías románticas auténticas, todas firmadas por Auguste
Bournonville y amorosamente transmitidas de maestro de ballet en maestro de
ballet en Dinamarca.
Cierto, Lacotte en los años 70 del siglo XX
propone una reconstrucción del ballet primigenio, el de Schneitzhoeffer y
Taglioni, y la Ópera de París de cuando en cuando lo vuelve a sacar. Pero la
versión de Bournonville parece ya casi más auténtica que la
reconstrucción del original de Taglioni.
La versión checa en Valencia
Para las representaciones valencianas, la
Orquesta de la Comunidad Valenciana es dirigida por Piotr Staniszewski.
Cierto, Løvenskjold no ha pasado a la historia de la música, apenas a la historia de la música
danesa, y si lo ha hecho ha sido gracias a este ballet. En su estilo, mucho de
Donizetti, algo de Rossini, bastante de von Weber... Tal vez no sea posible
identificar un estilo personal o particularidades que hagan su partitura digna
de ser retenida por los libros, pero sí hay buen oficio, sentido melódico...
Está hecha para que los bailarines brillen y el público se distraiga, y en 2024
sigue cumpliendo ambos objetivos. Tiene el encanto de las bonitas pinturas que
a veces exhiben ciertos pequeños museos, la de maestros que crearon con primor
como se entendía que debían pintar en su tiempo, sin romper moldes ni hacer
propuestas extravagantes, pero con honestidad. Y al escucharla nos invade un
intenso perfume de época.
De hecho hubiésemos deseado que, en vez de
tratarlo como un compositor de tercera categoría, Staniszewski lo hubiese
tratado como un genio. Tal vez hubiese recalcado más tal o cual detalle, tal
vez hubiese tratado con más esmero tal o cual pasaje. Staniszewski cumplió pues
como un buen artesano, y punto.
Por tanto la magnífica Orquesta de la
Comunidad Valenciana sonó también un tanto simplona, con unas trompas
agradables pero sin dulzura, con un sonido bueno pero sin terciopelo... Cumplió
como se le pedía.
Solistas y cuerpo de baile
Paul Irmatov, con el muy agradecido (y también
muy comprometido) papel de James, demuestra agilidad, brío, prestancia, con
unos bonitos saltos al estilo Bournonville -lo que hace más difícil la cosa,
porque no se pueden usar los brazos para darse impulso- y es copiosamente
aplaudido al final de sus intervenciones.
Alina Nanu tiene sin duda gracia, además de un
impecable juego de puntas. Indudablemente la suya es una buena prestación.
Gracia también la de Irina Burduja como
Efffie, y elegancia la de Matej Sust como Gus y la de Giovanni Rotolo como
bruja.
Reina buena disciplina en general en el cuerpo
de baile (cierto, con alguna cosilla no totalmente resuelta por aquí o por acá,
pero pecata minuta) y resulta justamente aplaudido en las brillantes
danzas «escocesas» del primer acto.
Los decorados son a la antigua, con telones
pintados bastante cuidados. Como cuidados son los trajes, aunque tal vez haya
aquí que deplorar que las faldas escocesas resultaran algo cortas (para la
época, las faldas por debajo de la rodilla, incluso en el ballet, eran ya una
osadía extrema), y también haya que deplorar que las luces no resuelvan el
efecto mágico de la sílfide volando al final (se ven demasiado las cuerdas que
la sostienen). Pero bueno.
Lo cierto es que el público (servidor de ustedes incluído) salió encantado: encantado por la música encantadora, por la encantadora coreografía, por el encanto de los bailarines; encantado como James por la Sílfide.
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