Austria
Una ópera que aparece y desaparece
Jorge Binaghi
Siempre
parece que esta ópera se ponga de moda a la vez en varios teatros para luego
desaparecer durante un tiempo más o menos largo. Recuerdo que en diciembre de
1974 se la podía ver casi simultáneamente en París y Barcelona (vi ambas, por
casualidad). Es realmente difícil, como trabajosa fue su gestación, y el
resultado, aunque contiene grandísimos momentos (en su mayoría), es irregular
(conozco pocos actos de Verdi que pierdan la brújula dramática después de un
comienzo fascinante como el segundo). Y aunque en parte la culpa se puede
achacar a la adaptación que el propio Scribe hizo de su libreto para Le duc d’Albe de Donizetti (nunca
terminada), por si no bastara la más difundida (y la que se utilizó también
aquí) es la versión italiana, que empeora las cosas.
Verdi no
vigiló como en el caso de Don Carlos (ahí
hizo casi dos óperas distintas, y la italiana con variantes) la traducción y
pasa, casi más aún que con La favorita,
que las cosas lucen de otro modo en la lengua original (que yo he visto una
sola vez, y no tengo mucha esperanza de volver a ver).
Y no me
refiero a la supresión del ballet, que, con ser bueno en lo musical,
personalmente puedo aceptar (los únicos realmente integrados a la acción y
necesarios son los de Macbeth y Aida, en el caso de Verdi. Menos mal que
a los parisinos no se les ocurrió pedirle al anciano maestro uno para Falstaff porque la mala gana se nota
mucho en el de Otello).
En todo
caso, es una de las óperas que causó más disgustos a Verdi por el libreto (del
que nunca se mostró satisfecho), todo acentuado por la forma de trabajar y
entender el género en la Opéra de París (donde, no es sorprendente, tuvo más
éxito que en Italia).
Quien
quiera leer un buen capítulo, no sólo sobre la trabajosa creación de este
título sino también sobre la situación político-social en que se produjo puede
leer con interés y provecho el capítulo 25 (‘Paris and I Vespri Siciliani) del excelente libro Verdi, His Music, Life and Times, de George Martin (Limelight
Editions, New York, 1992). Se me permitirá, con todo, que repita algo escrito
hace poco para la reposición de hace un año en la Scala: “Por la orquestación
(y no sólo la de la célebre obertura, que es junto con la de la posterior Forza del destino la que más se oye en
los programas sinfónicos), por el anticipo de la próxima Un ballo in maschera (escena de la fiesta del tercer acto), por la
mayor ambigüedad de los personajes políticos (las cuerdas graves): que Procida
sea un patriota, pero al mismo tiempo un fanático no es algo frecuente en el
teatro de Verdi; más lo es que un tirano ocupante (Monforte) tenga algún
aspecto positivo, que es justamente en el que el compositor más insiste (no en
vano los dos dúos con Arrigo y su gran aria -muy superior en la versión
francesa- se cuentan entre los mejores momentos).
Y luego,
la dificultad para los cuatro protagonistas, más notoria en la partitura para
soprano y tenor. La primera por haber tenido presente la inaudita extensión de
la primera intérprete, la Cruvelli; el segundo porque en él coexisten el
prototipo de tenor francés e italiano.”
El
espectáculo concebido en su totalidad -ahí es nada- por el difunto Wernicke hoy
casi parece tradicional: un decorado único, una enorme escalinata (con los
consiguientes riesgos para quienes deben subirlas y bajarlas, muchas veces
cantando: yo las prohibiría) con dos bandos: el ejército francés y el pueblo
siciliano (‘adecuadamente´ modernizados en su vestuario, en el sentido de que
no molestan) y la acción se sigue con facilidad.
Las
luces son muy buenas, pero la marcación de actores, que lo habrá sido también
en sus inicios conociendo al director de escena, ha quedado desdibujada y es
obvio que cada uno, dentro de una línea general, va a lo suyo.
Para
ejemplo, el Monforte de Golovatenko, muy bien cantado. con un buen timbre de
barítono ‘verdiano’ (no me voy a poner ahora a discutir qué es o si existe)
aunque no muy bello, pero siempre idéntico a sí mismo en la expresión e incluso
envarado en sus movimientos.
Otro es
el problema de la única protagonista femenina, Willis-Soerensen, también muy
aplaudida: es cierto que la parte es diabólica, pero también que la soprano es
una lírica cuyo registro central y grave no suenan a menos que los abra
ficticiamente. Tiene excelentes medias voces y buenos agudos (algo metálicos) y
no es la virtuosa que necesita el famoso ‘Bolero´. Leer el repertorio que
alterna y acumula es de vértigo…Sigo considerando que las dos únicas que han
sabido hacer real justicia a la parte, entre las que he visto, son Caballé y,
sobre todo, Meade.
En
cambio, el Arrigo de Osborn es un dechado de técnica y estilo con una voz no
particularmente brillante y algún agudo corto, y se mueve adecuadamente. No se
puede elegir en una actuación de tanto nivel aunque parecía no estar cómodo con
la versión italiana (y lamento que hayan cortado su corta pero difícil
‘serenata’ en el último acto).
Schrott,
que como él había debutado en la versión francesa en Londres hace tiempo, y
hacía su primera aproximación al italiano, fue el más artista e hizo valer la
nobleza de su timbre y la intención de su canto (no hubo frase por más
convencional que fuera que no aprovechara y al que no diera sentido) para
caracterizar a ese personaje más que ambiguo que es Procida, sólo menos
fundamentalista que Amonasro entre los patriotas verdianos. Si su aria de
entrada fue impresionante (y el primer aplauso a telón abierto de la velada),
aun más impresionó su participación en los conjuntos y en especial el del
cuarto acto, que comienza su personaje. Todo el quinto fue magistral
De los secundarios destacaría al joven bajo Strazdas (Béthune) por su material, que necesita todavía mucho y cuidadoso trabajo, y al Danieli de Norbert Ernst que logró la proeza de hacerse oír en el gran concertante del acto tercero, en el que, como en otras escenas de conjunto, Rizzi desequilibró la balanza en favor del foso, de por sí muy abierto y con la excelente formación orquestal, que muchas veces sonó como si fuera un conjunto de los que habrían hecho las delicias de Berlioz o de Richard Strauss.
En otros momentos, como en la
obertura, las cosas fueron mejor y se mostró un maestro seguro aunque no una
gran batuta demostrando las mismas fuerzas y limitaciones que se podían encontrar
ya en sus Verdis de hace tantos años en Amsterdam). El coro, preparado por
Thomas Lang, estuvo magnífico, y pudo seguir el tiempo endiablado del coro
inicial de la segunda escena del tercer acto (la fiesta ‘chez Monforte’).
El teatro estaba repleto, y los aplausos fueron ‘in crescendo’ hasta las ovaciones finales.
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