España - Asturias
El caballero del reciclaje
Samuel González Casado
Gris final de temporada para la
Ópera de Oviedo por la representación de una ópera que debería haber sido un
acontecimiento, como suele ocurrir con Wagner. En los niveles visual y vocal
hubo demasiados altibajos como para poder disfrutar plenamente de esta
maravillosa música. Pese a ello, la labor entregada de algunos cantantes y
conjuntos hizo que se siguiera con interés.
Lo peor fue, sin duda, el
Lohengrin de Samuel Sakker. Su técnica resta en vez de ayudar a conseguir una
labor artística de primer orden: el sonido es velar y en general resonado en
partes blandas, lo que impide un sinfín de condiciones imprescindibles que
cualquier espectador puede exigir a un tenor que interprete a Lohengrin: no hay
graves; la dinámica es limitadísima sobre todo con ciertas vocales, de lo que
resulta un canto monocorde; la capacidad de colorear ni está ni se la espera, y
por tanto no se puede trabajar sobre el texto, por lo cual tampoco hay
personaje; los matices son parcos y básicos; y los malos resultados están muy a
la vista respecto a otros cantantes que han representado el rol: la comparación
automática es inevitable cuando no hay incentivos.
La voz de Miren Urbieta-Vega es
estupenda, pero su utilización, casi siempre hacia el volumen, hizo que su
prestación no me convenciera por momentos. Tiende al canto expansivo, lo cual
artísticamente hace que se eche de menos todo lo que esta soprano podría hacer
con otro tipo de técnica. Hubo algunos pianos, aunque arriesgados (actuó con
valentía), pero cierta falta de flexibilidad por el tipo de emisión impidió
el desarrollo de una concepción que fuera más allá de utilizar lo que le es
posible reiterada aunque no continuamente.
No sonó monocorde, porque Miren
Urbieta-Vega es inteligente y sabe que puede dirigirse con ciertos recursos
hacia una variedad que demuestra voluntad e interés suficiente por el
personaje. Elsa da para bastante, aunque de forma sutil, porque el papel está
escrito de tal manera que no admite concepciones radicalmente distintas. Muy a
favor de la cantante debe reconocerse que no hubo evidentes dificultades o
problemas que despistaran al público, con lo cual su contribución ayudó a que
la representación resultara fluida, al menos auditivamente.
Los secundarios fueron solventes. Me gustó el rey Enrique de Insung Sim, sobre todo porque su prestación no se basó en el derroche, y se apañó con buena emisión ante la directa competencia de las interpretaciones mucho más “entregadas” de Borja Quiza (Heraldo muy motivado), Simon Neal (Telramund de agudos algo abiertos pero concepto netamente convincente por atormentado) y Stéphanie Müther (Ortrud de buen sonido, con problemas en el extremo agudo, de planificación difícil por tanto dramatismo).
El coro y la orquesta me parecieron satisfactorios, pese a algunos
ocasionales líos con la concertación (final del canto epitalámico, por ejemplo).
Incluso con estos problemas, la dirección musical de Christoph Gedschold fue
competente, movida, aunque sin demasiada originalidad.
A la escena le faltó coherencia y
le sobraron algunas ideas recicladas: la nieve (aquí en plan, por decirlo de
alguna manera, sencillo) o el asunto de los troncos de los árboles que podían
retirarse, que me recordó mucho a las columnas movibles de la clásica puesta en
escena de Theo Adam para Parsifal en Dresde.
En general, tanto este elemento como el de la pasarela, el altar o los florones
sobre la cama en la noche nupcial se me antojaron metáforas demasiado obvias; y
la gestualidad arquetípica y hortera en el caso de Ortrud, insoportable.
El graderío clásico donde se desarrolla la mayoría de las acciones es un elemento estático que de alguna forma no terminaba de complementarse con el resto de la escena (el cabecero de la cama podía recordar a una valla de obra delante de una estructura de piedra u hormigón: la combinación era imposible), y contribuyó a que todo resultara más bien difuso y con poca fuerza. La aparición de Lohengrin, con una tela con forma de alas de cisne iluminada por detrás, se acercó peligrosamente al kitsch; aunque este elemento, más esteticista que estético, dio algo de vidilla al conjunto (resultó más bonito en la partida). La iluminación, con altibajos, y el vestuario, discreto, contribuyeron a cierta desgana visual durante gran parte de la representación.
Comentarios