Italia
La última tempestad de Rossini
Jorge Binaghi
No es título que se vea con frecuencia. Y
menos bien hecho. He tenido bastante suerte con él desde 1966 aunque es la
segunda reposición en francés de gran altura que veo. Las otras fueron en
italiano (y la obra pierde o se convierte en algo distinto y menos perfecto) o
alguna en francés, pero con una realización modesta (y, seamos claros, no es
posible hacer una reposición ‘modesta’ de este título. No sólo no se le hace
justicia. Se impone hacerlo bien porque de esta obra maestra, verdadero
‘unicum’ que su autor quiso resaltar abandonando definitivamente el género
aunque no la música, depende nada menos que el destino de la ópera como tal en
Occidente -e incluyo a Rusia).
El título de esta reseña me lo sugirió la
escucha atenta de lo que nos propuso Mariotti, artífice ya de la gloriosa
reposición de Pésaro (se puede encontrar aquí mismo mi ‘crítica’). Y así como
hay todavía un crescendo típico que de típico tiene poco y da paso a algo
‘distinto’ al final del primer acto (en el tercero ya ni restos del crescendo)
hay, cómo no y como en casi toda ópera del compositor, una tempestad. Sólo que
aquí está claramente motivada y si su traducción recuerda a otras es más breve,
más densa, y desemboca en ‘otra cosa’. El canto a la libertad que se funde con
la paz de los elementos naturales es uno de los momentos más altos de la música
lírica, no sólo del teatro de Rossini. Estremecedor.
¿Romántico? Sí. Y más que romántico, también.
Difícil pensar que quien ha escrito -sólo en esta ópera- páginas como ‘Sombre
forêt’, ‘Sois immobile’ o la escena completa que da inicio al cuarto acto y
tiene por centro ‘Asile héréditaire’, y la obertura, y los coros, y hasta las
danzas, sea el mismo de su producción anterior (y pienso en La donna del lago que en algún punto
anticipa esta evolución). Admirable.
Como lo fue lo que hizo la batuta de
Mariotti, que se superó a sí mismo (y mi recuerdo de aquella vez en Pésaro lo
tenía como una referencia tan ineludible como insuperable), con la complicidad
de una orquesta en estado de gracia pura y un coro del que no se sabe si alabar
más el empaste, el equilibrio, el dominio de las dinámicas (Malazzi es un digno
sucesor de Casoni).
La ovación estalló ya, interminable, después
de la obertura, que fue sensacional (pero me temo que yo me haya quedado tan
absorbido en la primera parte ‘lenta’ que la efervescente ‘sólo´ me pareció
magnífica. Lo que escuché desde el principio me dejó fuera de combate).
Los acompañamientos fueron sabios, nunca se
dejó de oír a un cantante, los instrumentos solistas fueron destacados como
merecían cuando era necesario, la concertación toda ella un ejemplo.
Las famosas y peligrosas danzas nunca fueron
momento de lucimiento hueco (en el tercer acto incluso las riendas se
mantuvieron firmes para que el final no perdiera su impacto), y si a alguien se
le ocurriera decir que, cediendo a las exigencias parisinas del ballet, la obra
pierde en dramatismo, aquí no fue cierto. Hasta por contraposición con la
escena, la levedad y aparente frivolidad de la música parecía advertir que se
estaba danzando sobre el abismo. Nunca vi algo igual.
Y aquí viene la discutida y anatemizada nueva
producción debida a la señora Muti. Si hay una objeción es que tal vez fue
demasiado lúgubre desde la primera nota (luego de la obertura, que, oh, pudimos
disfrutar a telón cerrado como debe ser). Pero si eso es cierto y si la
insistencia en la tortura como modo de dominio (el coro de cazadores que inicia
el segundo acto) puede parecer desmedido, cuando al final la natura se calma
con la muerte del tirano (cuánto Shakespeare en este Schiller) la luz aparece por
fin y se hace intensísima.
Las protestas que seguían en esta segunda
representación y se centraron en el ballet del tercer acto con exclamaciones
indignadas del tipo ‘indigno de la Scala’ sirvieron simplemente a demostrar que
una parte -importante- del público sólo quiere ver un ‘divertissement’ y no
acepta que este género obsoleto lo incomode con recuerdos demasiado cercanos o
con el presente.
Como se sabe no suelo defender disparates en
nombre de la novedad, pero tampoco defiendo la ‘tradición’ por sí misma, y
menos cuando puede esconder una fuerza que por su culpa la música (y el texto)
han ido perdiendo. No pasa con muchos títulos, pero ciertamente sí con éste. La
primera vez que lo vi en 1966 acababa de ocurrir un golpe de estado (blando por
comparación a lo que vino luego en Argentina) que había llegado (cómo no) hasta
la lírica con la prohibición del estreno de Bomarzo
de Ginastera y la dimisión (destitución) del mejor director general que el
Teatro Colón ha tenido desde entonces.
Hoy, que la gente ande perdida, con la cabeza
baja clavada en sus tablets desde donde se les lava la cabeza, y se muevan o
incluso bailen como autómatas privados de voluntad y conciencia a muchos parece
disgustarles, lo mismo que las indeseables rebeliones tras un exceso de
torturas (incluidas violaciones). Hay tres torres negras que se mueven y
permiten evocar los distintos ambientes, trajes de colores neutros u oscuros
(la evocación de Metrópolis de Lang
es explícita) salvo los de Mathilde y algunos de la corte. Muy buena la
iluminación, y los personajes bien definidos, en particular Tell.
Claro que en este caso se tiene la presencia
de un Pertusi que a sus casi sesenta años parece no sólo inoxidable sino
incluso en una forma que este papel (en realidad de bajobarítono) no permitía
imaginar, con agudos firmes y volumen suficiente. Korchak no le fue a la zaga
en lo vocal (casi no hay restos de nasalidad, los agudos son seguros, el centro
más ancho y las medias voces notables; no es un gran actor, pero Arnold no lo
pide).
Jicia fue la solución a la renuncia de una
Marina Rebeka que al parecer no se había repuesto aún de los problemas que le
creara la producción de Médée aquí
mismo. Lo hizo bien, con un timbre bastante impersonal, buena noción de estilo
y técnica, que le permitieron mejor suerte en los dos últimos actos e incluso
en el dúo del segundo que su aria de entrada en éste donde las notas filadas y
el encanto de la ‘selva opaca’ (para citar la traducción italiana) estuvieron
ausentes. Hizo buen uso de la coloratura en su segunda aria y ciertamente donde
más brilló fue en los difíciles agudos del gran concertante del tercer acto.
Bien Chauvet en la sufrida esposa de Tell y
también, luego de un primer acto bastante estridente, Trottmann en Jemmy, el
hijo (su aria, junto con un par de momentos de danza, fueron los únicos cortes
practicados).
De los bajos destacó sobre todo Stavisky en
su primer acto. Tittoto ya había hecho Gesler y se notaba su familiaridad con
el odioso personaje. Di Pierro hizo mejor figura que en Médée y la voz parecía haber recobrado gran parte de su brillo. Muy
interesante la difícil aunque corta parte del pescador (Ruodi) confiada a
Monaco. El Rodolphe de Ávila Martínez empezó con muy poca voz, pero en el
tercer acto mejoró. Correctos los restantes y óptimos en verdad los bailarines.
Teatro repleto y muy participativo durante
toda la función (casi no se oyeron celulares).
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