Italia
La fanciulla dell'Argentina
Francisco Leonarte

Aprovechando que el Pisuerga pasa por
Valladolid, y que casualmente nos encontramos en Mantua el sábado 13 de abril
del 2024, allá que nos vamos a escuchar Pampèros, de un tal Ottolenghi.
No conocemos la obra, nos preguntamos si hemos escuchado alguna vez algo del
compositor, no conocemos a los intérpretes, y tenemos más miedos que
seguridades. Pero también mucha curiosidad.
El teatro en que tiene lugar el concierto
(porque es una versión de concierto, con piano en vez de orquesta) es uno de
los más bonitos del mundo (no es una frase hecha, el teatro diseñado por
Antonio Galli da Bibiena es una pura joya), así que eso que nos llevaremos
puesto.
Los intérpretes se revelarán más que
estimables
Particularmente el tenor, Leonardo Cortellazi,
muestra una excelente utilización del registro mixto y de la mezza-voce.
Excelente es también su pasaje al registro agudo, y su fraseo es noble, siempre
inteligible. Tal vez con orquesta hubiese sido puesto en dificultades, pero es
un lujo poder escuchar un papel verista por un tenor refinado cuya máxima
preocupación no es lanzar agudos estentóreos.
Muy distinta es la voz de Valentina Coró, que
se encarga de un papel duro y grande, el de Manuela. Demasiado grande por ahora
para la joven Valentina Coró que no puede evitar alguno sonido desabrido a
pesar de su valentía y de su buen volumen.
En cuanto a Silvia Giustini, cumple en su
pequeño papel. Su voz ganará sin duda en delicadeza, pero tiene ya un buen
volumen.
La prestación de Francesco Azzolini es muy
notable. Nobleza de emisión, bonito timbre baritonal, buen fraseo, comodidad en
la tesitura, buen volumen. Ojalá podamos volver a escucharlo.
Como notable es el papel del pianista (solo
ante el peligro, ni siquiera tiene quien le pase las páginas) que logra
reflejar los colores orquestales (por desgracia perdidos, puesto que sólo queda
de la obra la partitura canto-piano), que logra dar dramatismo -a veces puede
sonar un punto demasiado fuerte en el pequeño teatro Bibiena de poco más de 300
asientos-, y que sobre todo sabe seguir el ‘tempo drammatico’ de la acción y el
canto.
El coro, formado de amateurs mantovanos, no
siempre es perfecto en cuanto a empaste, pero sí tiene buena afinación,
entusiasmo, y cierto sentido dramático, con una bonita intención por ejemplo
para expresar la desolación que causa el viento.
Mario Cavalca lo dirige con una mezcla de
rigor y cuidadoso afecto.
Ottolini y Ottolenghi
Pampèros es una
ópera ambientada en la pampa argentina. Compuesta en 1911, logró despertar el
interés primero del a la sazón director de la Scala, Serafini, y después de
Sanzogno, que compró los derechos. Pampèros no pudo ser representada
sino después de la primera guerra mundial (1919) en el Carcano de Milán y
posteriormente en el Comunale de Mantova. Al poco sin embargo, en 1924, moría
Ottolenghi. Y, para colmo de males, en 1944, un bombardeo aliado destruía la partitura
original para orquesta conservada en los archivos Sanzogno. Sólo queda el
ejemplar canto-piano.
El libreto de Piero Ottolini es un clásico de su época en muchos sentidos. Los niños abandonados, la injusticia que se abate sobre una familia buena, el malo malísimo, el bueno buenísimo con su amor inconfeso... por momentos uno tiene la sensación de ver una película de Lilian Gish. De hecho, una obra cinematográfica protagonizada por Lilian Gish, The wind de Victor Sjöström (1928), se ocupa también del viento como catástrofe.
Y es que si Pamperos es un antecedente claro del
hollywodiano sub-género de catástrofes, del tipo Cuando ruge la marabunta,
El coloso en llamas, La aventura del Poseidón, etc, es porque Pamperos
es también heredera de las grandes óperas espectaculares. Recordemos que en Sansón
y Dalila la cosa termina con la destrucción del templo, en Il Guraraní
con la explosión del fuerte, en Le prophète con el incendio, en Herculanum
de Félicien David con la explosión del volcán, en La Wally con un alud,
o en Le passage de la Mer Rouge con los egipcios ahogándose. Pamperos
termina con una escena de viento arrasador (el viento Pampero). Un dramón que
debió de encantar al público de 1919.
Por otra parte, a finales del XIX y principios
del siglo XX, con la sangría de emigrantes italianos, Argentina es un tema de
moda en Italia (el famoso Marco, de Corazón, de Edmundo de Amicis,
popularizado en su día por una famosa serie japonesa, es buena prueba de ello).
Así que, de alguna forma, Pamperos podría ser a la mitología argentina
lo que La fanciulla del West es a la mitología estadounidense.
Si citamos La fanciulla del West o La
Wally no es en balde. Musicalmente -aunque por desgracia la versión que
servidor de ustedes pudo escuchar no fue más que una versión canto y piano,
habiéndose perdido, como decimos, la partitura para orquesta- la influencia de
Catalani parece grande, y se deja sentir también, como en la citada ópera de
Puccini, la influencia del Debussy sinfónico. No estamos, por momentos, lejos
de Zandonai (aunque es preciso recordar que Ottolenghi había concebido ya su Pamperos
en 1911, y que el primer gran éxito de Zandonai, Conchita, fue estrenada
en 1911 también, con lo cual es posible que Ottolenghi no tuviera aún
conocimiento de las óperas de Zandonai). En algún momento da la impresión de
que estamos ante una escritura realmente personal (ese diálogo entre Hermano y
Manuela levemente puntuado por el piano, cercano casi a la música repetitiva)
pero también puede tratarse de un espejismo debido a la sobriedad de la
versión o a las ganas que tiene todo auditor de asistir a un acontecimiento.
De cualquier forma, Ottolenghi es, como mínimo
un músico de su tiempo (algún periodista de la época lo calificaba de músico ‘vanguardista’),
un músico cuya obra puede tener más valor que el de simple referencia como
oscuro músico regional en una enciclopedia sesuda. Personalmente seguí toda la
obra con atención -y el interés no decayó-. Con sus momentos de lirismo, sus
momentos de bravura, sus momentos de intensidad dramática, o aquéllos en que la
Naturaleza toma el poder, bien reflejados y bien agenciados. Muchas coqueterías
armónicas, muchos cambios de ritmo, una línea melódica atractiva pero no
vulgar, ciertos atrevimientos... Sí, volvería a escuchar con gusto música de
Aldo Ottolenghi. Si alguna vez se presenta la ocasión...
Bravo a los coros, bravo a las asociaciones,
bravo al re-descubridor Stelio Carnevali, bravo a los intérpretes, bravo a
todos aquellos que, dejando de lado caminos trillados, se dedican, más con
energía y buena voluntad que con dinero, a darnos la ocasión de conocer lo que
no conocemos (en vez de una enésima Madame Butterfly) y a resucitar
obras que tal vez merezcan la pena. Y que sea el auditor quien juzgue.
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