Hungría
Una velada encantadora y deliciosa
Josep Mª. Rota
“Parece
que el señor Donizetti nos quiere tratar como a un país conquistado; la suya es
una auténtica guerra de conquista. No podemos hablar ya de los teatros líricos
de París, sino de los teatros de Donizetti”. Así se expresaba Berlioz ante la llegada de Donizetti a
París. Y no le faltaba razón: en el Théâtre de la Renaissance presentó la Lucie
de Lammermoor y L'ange de Nisida; en el Théâtre des Italiens, Roberto
Devereux y L'elisir d'amore; en la Opéra, Les martyrs y Le
Duc d'Albe. ¡Ahí es nada! Para rematar la faena, Donizetti compuso para la Opéra
Comique La fille du régiment, con la que pretendía complacer al público
francés.
¿Se
imaginan ustedes un argumento en el que un joven judío del gueto de Varsovia se
enamora de una administrativa nazi y se alista a las SS para poder casarse con
ella? Ese es el argumento de La fille du régiment, en el que un tirolés
renegado se alista a las fuerzas de ocupación francesas para casarse con la
cantinera del regimiento. Claro que la distancia en el tiempo (guerras
napoleónicas) y lugar (Tirol, Suiza o el “Tirol suizo” sic) hacen que
pase desapercibido lo inverosímil y deleznable del argumento.
Hay
que agradecer a la dirección escénica de Csaba Polgár que la acción se ubicara de
manera imprecisa y que se prescindiera de elementos patrioteros. Despojada de
chovinismos, La fille du régiment es una divertida historia de amor
entre dos jóvenes simples e inocentes. Con una música verdaderamente inspirada.
La
escenografía del acto primero, un espacio cerrado de tonos verdes, evocaba vagamente
la naturaleza bucólica que indica el libreto y describe la orquesta (trompas y
maderas en la obertura). En el acto segundo, el mismo espacio cerrado, de color
ocre, sí daba una mejor impresión de un salón de palacio. Los aldeanos y
aldeanas del coro inicial vestían los tradicionales Lederhosen y Dirndl
tiroleses; los soldados de Sulpice vestían variados uniformes caqui y de
camuflaje, que recordaban al ejército de Fidel Castro, pasando por Vietnam y la
Guerra del Yom Kippur. En conjunto, nada ofensivo o estrafalario; al contrario,
todo eficaz desde el punto de vista dramático.
El
movimiento escénico, debido a Ármin Szabó-Székely, estuvo cuidadísimo, aunque
el exceso de acción, como pasa en estos casos, a menudo distrae al publico de
la atención central, es decir, de los cantantes.
El
papel de Marie es un caramelo para cualquier soprano ligera coloratura. Pero
las notas hay que darlas todas; además, el papel exige actuar como una muchacha
ruda, criada entre soldados con los cañones como sonajeros. Ruda pero también
enamorada. Zita Szemere compuso una Marie muy acertada tanto en el aspecto
vocal como en el dramático. Fácil y segura en los agudos, enérgica en las
arengas militares y divertidísima en sus intentos de parecer una dama elegante
en el acto segundo. En ese coup de théâtre que representa su súbito
ennoblecimiento, cantó con sentida emoción su romanza Il faut partir!.
István
Horváth (Tonio) superó con brillantez la temible aria de los nueve contre-ut.
Como muy bien sabrá el lector, los ocho agudos vienen de dos en dos, para lo
que Horváth apuntaló con firmeza el primero de cada par y clavó el segundo con
seguridad. El noveno y último (Milit-ai-re!) lo alargó
cuanto quiso con aparente facilidad. Pero no fue solo un alarde de agudos su
interpretación; también cantó con pasión el dúo con Marie: Quoi! vous
m'aimez? y con lirismo su romanza Pour me rapprocher de Marie. Como
actor, encarnó a la perfección el papel del rústico y simplón enamorado.
Atala
Schöck (Marquise de Berkenfield) dominó la escena en todo momento y mostró una
bella voz grave, equilibrada y aterciopelada. Fue un servidor, al alimón con
otros entusiastas, quien arrancó del resto del respetable un merecido aplauso para
ella después de su cavatina Pour une femme de mon nom. András Palerdi demostró
muchas tablas en su papel de Sulpice. Además, cantó con una poderosa voz y una
emisión impecable, sin caer en vicios histriónicos. Ambos estuvieron muy
divertidos en el terceto con Marie Le jour naissant dans le bocage.
El
coro de aldeanos me causó una magnífica impresión en su plegaria del primer
acto (Sainte Madone!). La orquesta, bajo la batuta de un eficiente
Róbert Farkas, sonó poderosa en
el amplio foso del teatro, recientemente remodelado. Pero también sonó
diferenciada, como la trompa en la obertura, el corno inglés en la introducción
de Il faut partir o los trombones en los tutti. En conjunto, una
velada encantadora y deliciosa.
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