España - Valencia
Si Thatcher y Reagan mataron el canto lírico, no lo mataron bien
Rafael Díaz Gómez
Si firmara estas
líneas con el seudónimo de Don Dinosaurio, echaría en ellas sulfúreas pestes
sobre la puesta en escena de este Ballo, afirmaría que ya no se canta
como en los antañones tiempos (esos en los que la próstata aún era una
maravilla biológica) y, digno en mi rencor, apuntaría con el mentón al lucero
del alba. Y aunque es una postura tentadora de asumir, por el prestigio que
confiere entre la gente de bien (y que probablemente vote bien), voy a intentar
resistirme un poco a sus encantos.
Y eso que lo de
dinosaurio, por razones laborales más allá de las prostáticas, me podría venir
como de molde. Trabajo de un tiempo a esta parte en un lugar que en mi mundillo
profesional se conoce, con cierta dosis de injusticia, como una reserva de especies
cuanto menos en vías de extinción. Paradojas de la vida, nuestra labor se nutre
de estar en contacto con gente joven, alguna de ella formándose musicalmente
(también cantantes) en las instituciones al uso. Y qué quieren que les diga,
hay ahí mucho talento. Y un aprendizaje bastante más completo que el que uno
pudo recibir hace ya unas cuantas décadas. No sé qué desempeños acabará
alcanzando esa juventud.
Sin embargo, no tengo
más que mirar y escuchar a Marina Monzó para sentir que ahora se canta
magníficamente (y en su caso, además, se actúa). Que Francesco Meli, Anna
Pirozzi y Franco Vassallo no alcancen las glorias del cum laude es una
lástima (de las tres voces, la menos pulida me resultó la del barítono), sobre
todo para quien asiste a la representación pensando en sus ideales
discográficos o en lo que cree recordar de no sé qué versión vivida a saber
dónde. Sin embargo, los tres rindieron a un alto nivel porque tienen sustancia,
se apoyan en una buena técnica y no regatean entrega en unos papeles que
conocen sobradamente. Ahora bien, ese punto de expresividad que te pone el
espíritu en guardia más allá de la complacencia, pues sí, efectivamente, no se
llegó a conquistar.
Si ese plus resulta
verdad que ahora escasea (como un signo de los actuales tiempos canoros), a ver
si vamos a acabar dándole la razón a Rafael R. Villalobos y tal carencia va a
ser otra de las obras del neoliberalismo azuzado por Margaret Thatcher y Ronald
Reagan a partir de los años 80. Bueno, para para ser honestos, el director de
escena no postula eso concretamente. Pero sí sitúa la acción en esa época, como
anticipo de los desequilibrios del mundo actual, y hace de la doctrina de ambos
mandatarios la levadura que fermenta los conflictos que envuelven a los
personajes, amén de los que él quiere encontrar y elevar a categoría social (la
sociedad del mundo occidental capitalista, claro). Entre estos últimos no
faltan, con mayor o menor facilidad de encaje en la historia original, los que
atienden al concepto de la imagen fingida, a la mentira de los medios de
comunicación o a diversos tipos de marginación social: principalmente el
racismo y el provocado por el rechazo de las identidades de género y de las orientaciones
sexuales no normativas. Y, sin embargo, nada, ¡vaya por dios!, acerca de la
refutación, censura y expulsión de lo que por también entonces empezó a dejar
de llamarse clase obrera (la primera y más elemental forma de marginar algo, si
no de anularlo, viene dada por la pérdida de su nombre).
Veremos si cuando esta
coproducción con la Staatsoper Unter den Linden se estrene en Berlín, el regista
se ve en la obligación de contar, como lo hizo en Les Arts (explicatio non
petita, excusatio manifesta), su idea escénica en un artículo que figure en
el programa de mano (en pdf; fácil, por lo tanto, de obtener) o deja al público
alemán a su libre albedrío. No obstante, servidor, heredero de la Movida y no
del famoso underground ochentero berlinés, y sin duda por ello más flojo
en lo intelectual, agradecí la nota, porque de lo contrario habría ido en
algunos momentos bastante perdido. Total, eso sí, para no mucha chicha.
Lo del mundo como gran teatro o lo de pan y circo no es lo que se dice una novedad. Ni siquiera, almodovarianamente hablando, el hecho de que el personaje de Óscar sea el hijo transexual de Amelia y Renato. Por su parte, la dirección actoral oscila entre lo confuso y lo estático (salvo en el caso de Monzó) para tranquilidad y proyección vocal de los cantantes (esa suerte tuvieron). Los objetos y símbolos, manidos. La luz, pobre. El vestuario, mejor cuanto más fantástico.
Y con todo, no creo
que se la pueda considerar una propuesta fallida. Se deja ver e incluso volver
a ver. Además, cuenta con el añadido de que se va a hablar de ella, que incita
al debate. Ni tan mal. Contando con el excelente sustrato orquestal y coral de
la casa y la muy ponderada y a la vez expresiva lectura musical de Antonino
Fogliani, sale uno del teatro más que satisfecho. Y dispuesto a cualquier cosa,
como invitar al director de escena a que explore las responsabilidades de la
socialdemocracia de la tercera vía, que tiende a irse siempre de rositas, en el
desaguisado contemporáneo. O incluso a escribir una crónica como esta.
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