España - Madrid
Teatro de la ZarzuelaSolo Teatro Musical: Por fin una Verbena sin caspa
Germán García Tomás

Por su explícita denominación, quizá la más evidente peculiaridad de los títulos de género chico que nos puede venir inmediatamente a la cabeza es su escasa duración, de poco más de una hora, por lo que cuando se programan en los teatros líricos siempre es común, por lo general, hacerlo junto a otra obra de similar minutaje, lo que son los conocidos como programas dobles, que se han estilado bastante durante los últimos años en el Teatro de la Zarzuela. En Italia, algo que se ha extendido a otros muchos teatros del mundo, es costumbre programar dos títulos tan estrechamente ligados al establecimiento de la estética verista como son Cavalleria rusticana e I pagliacci, que comparten similar duración, por lo que resultan idóneas para una misma producción operística.
En el caso de la lírica española, icónicos emblemas del teatro por horas en sus diversas denominaciones literarias como la revista cómico-lírico-fantástico-callejera La Gran Vía, los sainetes líricos La verbena de la Paloma y La revoltosa o el pasillo veraniego Agua, azucarillos y aguardiente, por citar las cuatro zarzuelas en un acto más representativas por gozar de una ininterrumpida popularidad desde su estreno, han convivido en programa doble entre ellas mismas o junto a otros títulos menos conocidos de género chico, todo ello al margen de las contadas innovaciones escénicas o de los –afortunadamente- más comunes planteamientos escenográficos tradicionales que las han sustentado.
Una opción empleada en las decenas de Verbenas que se montan hoy en día en nuestros teatros es la de incluir fragmentos de otras obras contemporáneas o no dentro de la trama de las aludidas zarzuelas para alargar el tiempo de representación, opción cuanto menos discutible y que siempre debe poner en guardia al espectador porque el director de escena que la emprenda tiene que saber mucho de nuestro teatro lírico para que tenga sentido sacrificar la continuidad teatral ideada por los libretistas de la pieza original y que las adiciones no sean simples pegotes.
La fórmula quizá más lograda para revestir de entidad y redimensionar el significado en la historia del teatro musical español de cualquiera de estos cuatro títulos señeros de la zarzuela en un acto de corte costumbrista madrileño, es acompañarlos de un prólogo músico-teatral ideado ad hoc para el montaje. Eso es lo que ha querido presentarse en la sexta producción de la era moderna en el coliseo de la calle Jovellanos para La verbena de la Paloma, la obra que dio gloria inmortal al compositor salmantino Tomás Bretón por encima de sus sesudos dramas operísticos de vocación wagneriana y que acaba de cumplir 130 años desde su estreno en el Teatro Apolo de la capital el 17 de febrero de 1894.
Y es que, más allá de los inmortales personajes del sainete de Ricardo de la Vega gracias a los cuales se recorre de forma vívida y realista el tipismo y el casticismo madrileño, el histórico coliseo ubicado en la calle Alcalá al lado de la iglesia de San José, donde hoy empieza la Gran Vía, una arteria vital que aún no existía en la época, es el cuasi absoluto protagonismo en esta novedosa propuesta teatral firmada escénica y bailablemente -desde el amor, el respeto y el pleno entendimiento del género lírico español- por la coreógrafa Nuria Castejón, hija de la insigne saga de actores-cantantes iniciada por los entrañables Rafael Castejón y Pepa Rosado, dos de los más dignos defensores de esta obra en sus emblemáticas caracterizaciones de Don Hilarión y la Tía Antonia.
El prólogo cómico-lírico en un acto y un soneto Adiós, Apolo debido al dramaturgo Álvaro Tato para esta producción de la Verbena se erige como todo un homenaje sincero, nostálgico, con su punto de histrionismo y comicidad castiza, desde una visión muy inteligente y conocedora de los entresijos de nuestra lírica, a la “catedral del género chico” como era considerado popularmente el mítico teatro que albergó los estrenos de decenas de títulos –como el triunvirato La verbena de la Paloma (1894), La revoltosa (1897) y Agua, azucarillos y aguardiente (1897)-, mayormente de obras en un acto aunque igualmente de género grande, desde su apertura a comienzos de la década de los 70 del siglo XIX hasta su cierre y desaparición en 1929 para ser reemplazado por las oficinas del Banco Vizcaya.
Es precisamente esta última la circunstancia particular, la contingencia que acontece en ese peculiar e hilarante ensayo de la obra de Bretón que el esforzado Director de la compañía teatral –un lejano Querubini de El dúo de la Africana (otra obra estrenada en Apolo)- prepara e intenta llevar a buen término con desesperación y auxilio de petaca con unos actores repletos de manías y divismos: el primer actor, un remedo del propio Emilio Mesejo, el primer Julián de la historia, que evoca los años gloriosos del teatro y que no soporta moderneces en vestuario y escena; la primera tiple y sus ínfulas republicanas y reivindicaciones sufragistas con su estética a lo garçon; la chulería del barítono; la característica con su obsesión por hacer gárgaras; la actriz que encarnará a la señá Rita y su frescura; el apuntador y su fijación por corregir las palabras dichas erróneamente en los números musicales; el despistado sereno que pregunta continuamente sobre su indumentaria cuando ya la lleva puesta, etc.
Todo se complica cuando reciben la noticia de que la compañía ha quebrado y por ello el Apolo tiene que cerrar, con lo que esta será su última representación de La verbena de la Paloma. Y Tato, como buen comediante y experto zarzuelero, sabe hilvanar la acción con música. Las situaciones que a través de los diálogos, repletos de alusiones a la política y al público de la época, frescos, ligeros y acordes con los códigos del lenguaje sainetero –y por extensión, zarzuelero-, se generan entre los personajes del ensayo, le sirven para incluir cinco números pertenecientes a las siguientes obras: la revista El sobre verde de Jacinto Guerrero; otras dos revistas, pero de otra subclasificación, la de la revista de actualidad, La Gran Vía y El año pasado por agua de Federico Chueca y Joaquín Valverde –donde se asiste a un admirable ejercicio musical y teatral (de auténtico music hall) de combinar armónica y rítmicamente los valses del Caballero de Gracia y de Neptuno-, La gente seria de José Serrano, El pobre Valbuena de Tomás López Torregrosa y Quinito Valverde y volviendo finalmente a Chueca con El bateo.
Este prólogo de Álvaro Tato nos ha hecho recordar lejanamente ese otro montaje de Luis Olmos a modo de antología lírica que subió a escena hace ya quince años en el Teatro de la Zarzuela bajo el título de ¡Una noche de Zarzuela...!, una mucho más nostálgica y cruda visión de una representación de zarzuela, y que al igual que Adiós, Apolo, es otro magnífico y bien entendido ejemplo de teatro dentro del teatro.
De todo este planteamiento deriva la ambientación posterior de la obra de Bretón y de la Vega, que nos sitúa en los felices años 20 –separados 35 años de la acción original de la Verbena, ese Madrid finisecular que no ha cambiado tanto en 1929- con una cuidada y esmerada escenografía a cargo de Nicolás
que revive con auténtico realismo de postal la fachada de la botica de Don Hilarión y la taberna de la señá Rita, además de los miradores de la calle madrileña en la que se desarrolla la acción.La botica se transmutará en el flamenco Café de Melilla para la escena de la cantaora, y con la decoración urbana de abundante cartelería publicitaria de la época en las fachadas de los edificios que hacen de este montaje uno de los más logrados en lo que podríamos calificar como concepto “a pie de calle” que se han podido ver en los últimos años en este teatro, con la única salvedad de que quizá no abunde demasiado la iluminación por parte de Albert Faura, sobre todo en el último cuadro de la verbena propiamente dicha, donde una guirnalda de luces multicolores atraviesa el escenario, que queda más abierto en el centro. Para el prólogo, el escenógrafo nos sitúa entre cajas con un gran cartel que anuncia la última función de La verbena de la Paloma en el Teatro Apolo, la del 30 de junio de 1929.
Lejos y olvidada queda la anterior producción sufrida en este teatro de esta pieza clave del género chico, la lectura ñoña y desvirtuadora que el
perpetró en 2019. Menos mal que nos quedaba el buen precedente, sin remontarnos a la ya histórica visión de José Luis , de en 2013 junto a la exhumación de Los amores de la Inés de Falla, un muy digno montaje, pero que el de Nuria supera con creces. No solo por el elaborado trabajo escenográfico, sino por la propia propuesta coreográfica de la directora de escena. En todos los números escogidos, el prólogo de Tato le facilita continuamente situaciones y oportunidades a la hija de la saga Castejón de dar rienda suelta a su excelente, planificada y coherente danza.Es un lujo disfrutar de las coreografías de auténtico musical que prepara para la pequeña antología de la primera parte: viendo al Caballero de Gracia y al dios Neptuno bailar con el cuerpo de baile y el imaginativo aporte de unas telas a modo de olas, a la garsón y su cohorte en su chotis de El sobre verde, al grupo numeroso en el tango del cinematógrafo de La gente seria o en la polca del fotógrafo de El bateo, y al Director de la compañía en la descacharrante polca japonesa de El pobre Valbuena junto a las bailarinas en coordinados movimientos pseudo orientalizantes. Todo es un derroche de gracia y soltura que sigue apuntalando el continuado y brillante trabajo de Nuria Castejón en pro de la zarzuela en este coliseo como digna heredera de sus padres, con una disciplina tan asociada a la actuación como es el baile.
Y para esta empresa cuenta con un reparto vocal y actoral de, en general, habituales artistas en estas tablas que responde como un solo resorte.
-más habitual en los Teatros del Canal-, en una nueva recreación que engrosa su sensacional catálogo como actor-cantante, es un Don Hilarión ligero, alejado del histrión y la exageración, muy de music hall, un maduro boticario más que un viejo verde, que salta y brinca como un Gene Kelly o un Maurice Chevalier que podrá gustar más o menos pero que no desvirtúa en absoluto respecto al carácter que tradicionalmente se asocia a este personaje.En la primera parte Comas interpreta a ese actor a la antigua usanza que no es otro que el mismísimo Emilio
. Para carácter el de la característica, pues Gurutze defiende su papel de Tía Antonia con la hipérbole que se le debe exigir siempre.declama el texto con pasión y canta con no menos énfasis, pero a su voz de potente emisión le falta variedad expresiva, matizar mucho más ese lírico canto que Bretón le destina. , espléndida soprano de acentos graves, destila frescura y sensualidad en su garsón, y convence vocalmente en Susana, pero se echa en falta más descaro y chulería madrileña. aporta buen complemento como Casta.
El resto de comprimarios ayudan a redondear la función, con ciertos matices: un correcto inspector de
, la chulería, aquí sí, de como el portero y antes un obsesionado regidor de teatro, el sereno algo desinflado de o la pareja de guardias urbanos con nulo acento gallego formada por Adrián Quiñones y Ricardo .Hay que destacar asimismo a la cantaora Sara El pianista la acompaña pero tiene mayor mérito a la hora de ejecutar entrecruzados los mencionados valses de Chueca.
, en esa práctica que algunos registas siguen de encomendar la escena que abre el cuadro segundo a cantantes puramente flamencos y dejar de hacerlo a mezzosopranos.El coro titular del teatro desborda lucimiento en sus salidas y en este espectáculo se estrena en el foso como director musical del Teatro de la Zarzuela el madrileño José Miguel -anteriormente invitado con frecuencia-, reputada batuta de ópera que concibe a la zarzuela de Tomás Bretón desde su lado más operístico, haciendo sonar con empaque y sacando lustre tímbrico a la Orquesta de la Comunidad de Madrid, que llega a perder algo de ligereza rítmica.
Una Verbena para el recuerdo, como lo será siempre el extinto coliseo que la vio nacer, y que Álvaro Tato y Nuria Castejón han vuelto a erigir con magistral empeño.
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