España - Madrid
Bayadera de mi amor
Germán García Tomás

El mundo occidental tiende a idealizar Oriente y sus
prácticas rituales. De eso no se sustrae el universo artístico, ya que multitud
de obras literarias, pictóricas o musicales se han concebido desde la óptica de
los países desarrollados. El XIX es el siglo de la fascinación oriental por
antonomasia, y el campo del ballet encuentra uno de sus mayores exponentes en La bayadera, con música del austriaco
naturalizado ruso Ludwig (o León) Minkus, antecesor casi directo de los ballets
de Chaikovski, pieza en origen en tres actos estrenada en San Petersburgo el 4
de febrero de 1877, el mismo año que El
lago de los cisnes. Al igual que el primer título para la danza del autor
de Eugen Onegin -ópera salpicada
también de mucho baile- nos hallamos ante un clásico del ballet blanco. En él se
nos da a conocer en este arte del movimiento -en el de la ópera Léo Delibes
haría lo propio desde otra óptica unos años más tarde con Lakmé- la figura cuasi desconocida en la época de las devadasis, sirvientas consagradas al
culto divino en los templos de la India, práctica que pervivió hasta mediados
del siglo XX.
Como ha recordado el Teatro Real de Madrid, la obra fue prácticamente desconocida fuera de Rusia hasta la década de los 80, y el montaje que ha vuelto a recuperar el coliseo de la Plaza de Oriente es el que estrenó en 1998 el Ballet de la Ópera de Munich, el primero visto en Alemania, con la coreografía de Patrice Bart basada en la primigenia de Marius Petipa, una versión en dos actos con decorados de Tomio Mohri que se ha visto por segunda vez en el teatro madrileño tras su estreno en 2008 (en la versión de Natalia Makarova).
Una Bayadera con una ambientación exótica y un planteamiento escénico de cuento fantástico en cada uno de los cuadros como no podía ser de otra forma, por los cuales transpira la fascinación del escenógrafo por la estética oriental, pero más que por lo hindú, por el arte del que forman parte sus orígenes, el japonés, hasta la hierática escena final, donde tres idealizados Solor, Nikiya y Gamzatti dirigen de espaldas sus miradas hacia el firmamento, con vestiduras de blanco purísimo que sugieren kimonos, y lo que viene a ser una gigantesca y multicolor flor de loto por encima de sus cabezas.
Deslumbrante belleza estética la que nos inunda por doquier, no sólo en lo que atañe a los interiores del palacio con sus lujosas galerías, simbología ritual y esas columnatas que en la penúltima escena se derrumbarán en un impactante efecto escénico y sonoro, sino en lo que respecta a la escena de las sombras en el bosque que abre el acto segundo -un clarísimo guiño en narración argumental a la precursora Giselle de Adolphe Adam-, donde se une la coreografía de Patrice Bart para ayudar a generar la magia al hacer desfilar paulatinamente en doble pendiente al cuerpo de baile femenino desde las profundidades boscosas y colocándose en dos hileras milimétricamente dispuestas a ambos lados del escenario. Sin duda, se trata de uno de los momentos de carácter onírico y de más pura fantasía en los que encontramos más hermanamiento entre la música de Minkus y el planteamiento coreográfico, que es capaz de crear auténtica fascinación. El corps femenino se lanza con entrega y refinamiento para lucirse en una mágica y encantadora escena, a través de movimientos gráciles y delicados, una sucesión de port de bras que desembocan en la exhibición individual de cada una de las tres sombras, cuyas tres magníficas integrantes de la agrupación dirigida por Laurent Hilaire ayudan en sus pasos ligeros a consolidar el clima de ensoñación y de cuento de hadas.
La espectacularidad de la sucesión de danzas de carácter durante los esponsales de Solor y Gamzatti es una muestra más del canon balletístico que es extensible a otras obras coetáneas, y aquí en esta propuesta impresiona el conjunto y la realista diversidad del vestuario. Convencen ampliamente las caracterizaciones de personajes, como las más exageradas del Gran Brahmán o el Rajá, mientras que Solor bien podría ser un remedo de Simbad, y Nikiya una Scheherezade, tal son los códigos compartidos con el universo de los cuentos orientales de Las mil y una noches, y que el Bayerisches Staatsballett ha conseguido situar como uno de los referentes actuales.
Las dos féminas protagonistas en la última de las cinco
funciones ofrecidas compitieron en niveles de calidad interpretativa con sus
actuaciones de enormes quilates artísticos. Como Nikiya, Laurreta Summerscales
es una sensible bailarina que se maneja muy bien en puntas y pese a no poseer
gran esbeltez corporal se mueve con ligereza y rapidez por todo el escenario. Es
de agradecer que ponga en todo momento su actuación al servicio de la
expresión, como demostró especialmente en la escena final del primer acto, un
soliloquio suplicante delante de la multitud donde confirió un carácter
doliente al personaje titular y luego un impulso obsesivo tras la picadura
mortal.
Sobresaliente actuación la suya que choca con la pose de dignidad que Maria Baranova destina al rol de Gamzatti. Regaló la rusa espléndidos en tournant en la mencionada escena de los esponsales, y se adecuó al movimiento de su amante Solor en la de los votos matrimoniales en el templo, cuando el guerrero ve la visión de la fantasmagórica Nikiya, que viene del reino de las sombras -cuántas alusiones a Giselle en La bayadera-.
Jinhao Zhang es un bailarín muy competente que defiende con aplomo su Solor -aplomb dicen los franceses en esto del ballet- pero su fuerte no es la magnificencia en piruetas y saltos, y mucho menos en el grand jeté, siendo un buen partenaire de Summerscales cuando apoyaba los giros de la bailarina sobre una pierna. Aun así, fue de los más aplaudidos por el público en la postrera función de este título.
Pero aún lo fue mucho más la anecdótica aportación de Shale Wagman como
el Ídolo Dorado, que deslumbró al respetable, ya que éste por lo común resulta
más impresionable a la hora de ver vertiginosos saltos en el aire que por emocionarse
con el dramatismo de sus bailarines.
Esta Bayadera fue dirigida musicalmente por el estadounidense Kevin Rhodes, un maestro que lleva la música de ballet en las venas y que brindó una excelente interpretación al frente de la Orquesta Titular del Teatro Real, conduciendo la obra con hilo narrativo, tensión y hondura dramática libre de efectismos, y haciendo destacar a sus atriles, en particular la fineza del arpa en sus intervenciones, así como toda la madera, de un empaste exquisito. Pudimos escuchar íntegra la partitura de fuerte inspiración francesa y de esencias chaikovskianas que a través de la batuta de Rhodes revivió todo el encanto de las intuitivas y sencillas melodías de omnipresentes ritmos valseados, construidas con magistral oficio por León Minkus en uno de sus mayores hitos, en este caso con la adaptación y arreglos musicales de Maria Babanina, que incluye una reconstrucción del ya extinto tercer acto.
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