España - Madrid
La sacerdotisa del piano
Pelayo Jardón
Que
Beethoven era un auténtico superviviente lo atestiguan los trabajos de sus
últimos años. En vez de hundirse ante los sinsabores personales y familiares,
arrostrándolos empero con tenacidad, se reinventó mediante creaciones que, a
los ojos de muchos de sus coetáneos, fueron tenidas por los frutos abstrusos de
la sordera, cuando no de la desesperación de un hombre desahuciado. Pero
Beethoven necesitaba tomar distancia y se alejó de los hombres con el fin de acercarse
a lo verdaderamente humano, de expresar, en la misma línea de Schopenhauer,
valores abstractos y atemporales.
En
este contexto se sitúan las Sonatas op. 109, 110 y 111, recientemente interpretadas
por Elizabeth Leonskaja en Madrid, tres sonatas que, a diferencia de otras (Patética, Pastoral, Waldstein, Claro de luna, etc.), no se conocen por ningún sobrenombre. Datan de 1821 (las
dos primeras) y de 1822 (la tercera). Son, pues, del tiempo en que Joseph Karl
Stieler pintó el famoso retrato en el que el compositor sostiene su Missa Solemnis y fueron probablemente
compuestas en el piano Broadwood que a la sazón regalaron a Beethoven.
Dicho
lo cual, y frente a los referidos prejuicios de muchos de sus coetáneos, estas
tres obras ejemplifican el periclitar de la forma clásica de sonata en tres
movimientos y la particular evolución estilística del genio de Bonn. En los
comienzos de las dos primeras, por ejemplo, no hay ya arranques poderosamente
masculinos, sino temas sencillos, como surgidos de la improvisación, melodías que
preludian esas piezas domésticas, puramente íntimas, que surgirán poco después,
como las romanzas sin palabras de
Mendelssohn. De otro lado, en las variaciones de la op. 109 y op. 111, primas
hermanas de las Variaciones Diabelli,
Beethoven da una nueva vuelta de tuerca a esta técnica apostando por soluciones
más organicistas e impredecibles que los de su anterior maniera arquitectónica. Apenas han transcurrido unos lustros, pero
para el explorador infatigable que se asoma a tierras ignotas, la realidad que
vislumbra y los caminos que ahora traza son muy otros. Ha ensanchado los
confines -estructura formal y colorido tonal- del mundo musicalmente conocido. Y
no se arredra ante el abismo de haber sobrevivido al que fue: “aquellos los de
entonces, ya no somos los mismos”, que diría Neruda.
Sentado
lo cual, permítasenos adelantar que pocos como Leonskaja son capaces de expresar
el carácter visionario de estas tres últimas sonatas, su sed de trascendencia
lírica, ese sentido de la introspección subjetiva como espacio de íntima
libertad. Expresivamente declamatoria, pero sin asomo de grandilocuencia, es la
suya una ejecución sugerente, rica en matices. En cada gesto, en cada
respiración, hay además algo metamusical que determina el contenido de su arte
interpretativo: sobria, noble y serena, posee la religiosidad de una
sacerdotisa.
Lo
primero que llama la atención al escuchar a la pianista georgiana es la
extraordinaria calidad de su sonido; un timbre muy cuidado a través de un
magistral uso tanto del peso como del tipo de toque. Posee una amplia gama
dinámica que abarca desde los fortísimos, nunca secos ni excesivos, siempre
bien timbrados, conseguidos a partir del peso del brazo y a veces del cuerpo
entero; hasta una gama inaudita de pianísimos, que son sin duda una de sus
virtudes más destacadas. En los pianísimos, un ataque superficial y un peso
mínimo dan la impresión de que apenas rozara el piano, que simplemente lo
soplara; sus arpegios, glissandos y trémolos no están hechos de frío cristal
sino de cálidas fluctuaciones de luz en el aire.
Resulta asimismo notable su legato, muy aterciopelado, potenciado por un generoso uso del pedal, precisamente como predicaba el propio Beethoven, cual refería Czerny. Súmese a ello el enfoque contrapuntístico que lleva a Leonskaja a destacar la trama y la urdimbre de las texturas polifónicas subyacentes. Particularmente memorable, en fin, fue la interpretación de ciertos pasajes lentos, como el tema del tercer movimiento de la op. 109 o la vagarosa arietta de la op. 111, pasajes a los que la pianista confiere un sentido de la fugacidad que sólo puede experimentarse en directo y que, por ende, apenas traslucen las grabaciones, por excelentes que estas sean. En tales pasajes, tan distantes de ese lugar común de impetuosidad con el que el imaginario colectivo tiende a simplificar la imagen de Beethoven, ya no hay lugar para la coquetería de raigambre mozartiana o la ironía de un Haydn; tan solo queda la ensoñación desinhibida y errante, el alma puesta al desnudo, ese alma que sólo Polimnia, según Schiller, era capaz de expresar.
Los bises de Leonskaja fueron una auténtica sorpresa e igualmente inolvidables. Dos piezas de Debussy, el preludio n.º 12, Feux d’artifice, lleno de destellos lejanos e inquietantes; y La plus que lente, tocada sin prisa alguna, comme il faut, negligente, fatalmente sensual y suntuosa, como una cortesana sabia en el arte de hacerse desear.
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