Reino Unido
Vibrante y paradójico: el Fidelio de la sordera
Agustín Blanco Bazán
Un DVD documental de hace algunos años
sobre la Novena de Beethoven muestra una pareja de sordomudos
experimentando la Oda a la Alegría en
el Palau de la Música a través de vibraciones, cuya energía al principio inquieta
a la chica. Él la aplaca con un sutil toque de manos. Y, junto a otros oyentes e
intérpretes similarmente minusválidos, ambos tratan de intuir lo que Beethoven
puede haber sentido cuando, ya totalmente sordo, pretendía acompañar al
director de orquesta marcando tiempos y ojeando la partitura en el estreno
vienés de la obra en 1824.
Este Fidelio presentado en Los Ángeles, Barcelona, París y finalmente
Londres también quiere evocar la heroica minusvalía beethoveniana como una fuente
de inspiración para los artistas y los espectadores que no pueden oír. También hacia
ellos debe navegar el arte de Orfeo a través de un Estigia de silencio cruel pero
finalmente superable, aunque más no sea que con la ayuda de vibraciones y
gestos. Porque finalmente Alle Menschen
werden Brüder: Todos somos
hermanos: los que podemos oír y y los que a veces sienten más que los que oyen.
Así entendí yo el mensaje de este complejo experimento, cuya apreciación excede
los límites de una reseña crítica convencional.
Una comparación de las fotos tomadas en el auditorio Walt Disney de Los
Ángeles con las del Barbican londinense traiciona las deficiencias de este
último. Mientras que en el Walt Disney solistas y coros se beneficiaron con un
espacio vasto y abierto, en el Barbican debieron actuar sobre en una tarima
elevada y angosta entre la orquesta y el fondo de maderamen que cierra la sala.
Los cantantes solistas, todos ellos vestidos de blanco, fueron doblados por
artistas sordomudos que desarrollaron una compleja coreografía de gestos con una
expresividad estereotipada pero efectiva por lo afín con la constante alusión en
esta obra a valores similarmente extremos en su radical transcendencia, como lo
son “Libertad”, “Amor” y “Esperanza.”
Algunos momentos me impresionaron como de particular convicción, por
ejemplo, la arrebatadora mímica de la Marcellina de Sophia Morales en el poco piu allegro de su invocación a la
esperanza (“Die Hoffnung schon erfült die Brust,”) o el histriónico nihilismo
actuado por el Pizarro de Giovanni Maucere al imaginar esa sola puñalada con
que espera enmudecer para siempre a Florestan (“Ein Stoss - und er verstummt”). También Daniel
Durant logró convencer con un Florestan actuado con toda la desesperación
extrema de un encarcelado entre la vida y la muerte. Y todo ello no solo en el
alfabeto de signos internacional sino también con una apasionada mímica
coreográfica.
Prefiero no reseñar el aporte
de cantantes, orquesta y coro y ello por una razón obvia: quiero reservar esta
ocasión para artistas, espectadores (y tal vez lectores) sordomudos. Para los
demás baste con decir que, con sus más y sus menos, todos cantaron y tocaron
como para poder vibrar conmovedoramente en la sensibilidad de quienes no pueden
oír.
En varios momentos la regie
impuso alternativas discutibles, como por ejemplo separar cantantes y sus dobles
para ubicarlos en los extremos opuestos de la tarima. Frente a este tipo de complejidades
el trabajo de Gustavo Dudamel fue titánico, no sólo en sus esfuerzos para
instruir las entradas de solistas, coros y orquesta sino también la de actores
que sin poder oír nada, habían estudiado la obra para poder gesticularla en una
lengua de signos universales.
Por supuesto que hubo
desajustes y varias veces se necesitaron tiempos lentos para definir la
instrucción de la batuta al gesticulado. Pero finalmente, el espectáculo venció
por su convicción y por el entusiasmo que supo despertar como un empático
taller de trabajo empecinado en liberarnos a todos de esa eterna cárcel de aprensiones
hacia lo diferente que inevitablemente afecta nuestra rutina de percepción
artística. A esta altura debo confesar mi afición a las funciones de ópera con
intérpretes para sordomudos al costado de la escena. Algunos espectadores se
irritan ante esta distracción marginal, pero en mi caso, esta precisa y
expresiva gesticulación de signos me ha ayudado a veces a aliviar mi irritación
frente al acartonamiento de los cantantes que deberían tomar lecciones con los
sordos para hacerse escénicamente creíbles. Porque soy de los que piensan que
visualizar la música con signos abre una nueva dimensión a la obsoleta expresión
melodramática del género operístico.
Ocasionalmente, los solistas y
sus dobles se unieron en abrazos que no sólo enfatizaron esos maravillosos
instantes de desazón y consuelo en esta obra de encarcelados físicos y morales,
sino que también parecieron trascender la separación impuesta entre los sordos
y los que pueden oír. Y la sordera finalmente palpitó para todos por igual en lo
que normalmente son diálogos “hablados”. En esta ocasión estos diálogos se
desarrollaron en silencio, visualizados en signos a su vez traducidos al
lenguaje escrito con la ayuda de sobretítulos.
Los coros del Liceu y del
Palau cantaron desde el fondo de la escena a través de un “Coro de Manos
Blancas” venezolano. Y aquí los roles se invirtieron porque el blanco reservado
para los cantantes pasó a ser el de coristas que interpretaron a los
prisioneros sin poder oír la partitura cantada en sus espaldas, pero con
entregada atención a las instrucciones del director de orquesta. El Coro de
Manos Blancas es otro ejemplo mas de la capacidad de convocatoria social
venezolana. Es parte del Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e
Infantiles de Venezuela (universalmente conocido como “El Sistema”) y está
relacionado con Asociación de Sordos del Estado de Lara (ASEL) que proclama
desde la capital provincial de Barquisimeto la necesidad de incorporar el
lenguaje de signos en la educación primaria de todos, sordomudos o no. De esta
manera la famosa “inclusividad” pasaría de ser una proclamación propagandística
a nuestra vida cotidiana, normalmente deficiente en materia de comunicatividad
que no sea solamente parlanchina.
Durante un instructivo panel
previo a la función, miembros del coro y el elenco de actores proveyeron información
sobre el Deft West Theatre, la organización californiana detrás de este Fidelio,
y otros importantes proyectos artísticos de incorporación de sordomudos al
teatro hablado y musical. Fue uno de esos típicos encuentros multiculturales
londinenses donde diferentes étnias y géneros lo compartieron todo. La
decisión de traducir los signos de los hombres con voces de mujeres y viceversa
no hizo sino incrementar el motivador sentido paradójico de este encuentro de
silencio y sonido.
Una de las artistas manifestó
su convicción en el sentido de que a los sordos, como a los ciegos, no les
faltaba nada sino que más bien podían desarrollar percepciones inaccesibles al
resto de los mortales y aquí no pude menos que recordar la descripción que me
hizo, ya totalmente ciego, Jorge Luis Borges de la exposición sobre los
vikingos que acababa de ver en el Museo Británico. Tuve que reconocerle que yo
había percibido la mitad y supongo que lo mismo ocurre en el caso de la
sordera. Después de todo paradojas como “¿Oyes la luz?” (Wagner, Tristán e
Isolda) o “Lector cierra los ojos” (Solzhenitsyn, Archiélago Gulag) son invitaciones a
comprender lo incomprensible.
Y a
aceptar lo inaceptable, como en el caso de la artista que durante el panel
constató con calma y fácticamente que “la diferencia entre Beethoven y yo, es
que Beethoven quedó sordo después de haber escuchado música. Yo nunca en mi
vida pude oír un acorde”. Pero, como Borges frente a los “videntes”, tal vez
escuchó lo que muchos no podemos escuchar.
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