Reino Unido
Verismo y nada más, en un magistral tríptico pucciniano
Agustín Blanco Bazán
Aquí no se incluyeron esas notas en el programa de mano donde
el regisseur explica su concepto, a ver
si el público entiende algo de lo que está viendo en escena. No hubo necesidad,
porque esta excelente producción de David McVicar simplemente se explica por sí
sola, como corresponde al verismo consumado de estas tres obras de arte.
No hizo falta más que una barca con la misteriosa bruma emergiendo
del Sena contra el fondo de sombrío del Quai parisino para ir cargando progresivamente la atmósfera que llevará al brutal
asesinato en Il tabarro.
Y también la puesta de Suor Angelica fue tan simple
como bien perfilada psicológicamente: el hall de entrada del convento, con una escalera
que conduce a las celdas, está dominado por dos puertas respectivamente coronadas
en la parte superior por la foto de Pio XII y una pequeña estatua de la virgen.
También es un orfanato, porque al abrirse el telón vemos como un niño recién nacido
es separado de una madre desconsolada. Gracias a este agregado, el niño que al final
aparece a través de la puerta de la virgen podría ser uno de los pequeños que habita
este espacio conventual.
Sólo un elemento de transcendencia mítica altera la estricta
visión neorrealista de este tríptico: sobre el final de Gianni Schicchi la pared trasera de la enorme y desordenada habitación-biblioteca
de sombrío color sepia desaparece para enceguecernos con una soleada vista de Florencia.
A diferencia de la producción de Barry Kosky para Ámsterdam,
McVicar evita enfatizar su regie de personas
con actitudes teatrales extremas. En este Tríptico todos aman, mueren y viven
con intensa pero cotidiana naturalidad. Y el público los acompaña sin interferencias
de una señora o un señor empeñados en mostrar su concepto o sus ocurrencias. Esta
regie hace recordar al mejor Luchino Visconti.
O a Vittorio De Sica que eran lo suficientemente maduros para no querer pasar como
co-creadores. La reposición de este Tríptico en el próximo otoño justifica
una visita al Wales Millenium Theatre, la mejor sala del Gran Bretaña para ver ópera
cómodamente sentados y con una excelente acústica.
En la cumbre de un elenco entre bueno y excelente se ubica
Roland Wood, el gran barítono inglés capaz de rivalizar internacionalmente con los
mejores de su cuerda. Aquí lo demostró no solo con un formidable passaggio en el final de “Nulla!, silenzio!”,
sino con un fraseo, palpitante y claro, y reafirmado por un squillo de cortante
intensidad. Y como Schicchi estuvo sensacional: convincente y asertivo en su presentación
inicial con jeans y chaqueta de cuero
al comienzo, y espetando cada frase imitativa de la voz de Donati desde el gran
camastro al fondo de la escena con una claridad, doble sentido e ironía similar
a la de Renato Capecchi o Fernando Corena.
Con un similarmente efectivo O mio babino caro Haegee Lee presentó una Lauretta capaz de seducir y controlar con risueño
desparpajo a su papá; y a su novio, un Rinuccio risueñamente tímido y asustado por
su familia cantado con voz liviana pero firme por Oleksiy Palchykov.
Tichina Vaughn dobló una siniestra tía princesa y una cómicamente
avasalladora Zita. Ambas parecieron curiosamente emparentadas en sus prejuicios,
destructivos en el caso de la primera y cómicos en la segunda.
Alexia Voulgaridou, una soprano lírico-dramática de timbre
incisivo y amplia extensión registral interpretó una Giorgetta irresistible por
su exaltación en su dúo de amor con el Luigi algo estridente pero de voz sólidamente
proyectada de Leonardo Calmi; y, como Angelica, Voulgaridou cantó su Senza Mama
con un agudo descomunal, primero a plena voz, después filado y finalmente con un
seguro diminuendo al pianísimo. Todo ello sin el menor quiebre de la línea
legato.
En la antítesis al elaborado juego de recuerdos y cenizas
del hijo muerto presentado por Christof Loy en Salzburg en 2022 y este año por Barrie
Kosky en Ámsterdam, el final de la Suor Angelica
en Gales fue simplísimo: un niño, cruza la puerta presidida por la Virgen y con
una curiosa solidaridad decide acostarse sobre el piso junto a la Angelica expirante.
Tal vez ella lo reconoce como su hijo o simplemente se consuela al morir viendo
un huérfano que ha conseguido sobrevivir. Nada más.
El resto, gracias a Dios, queda a cargo de lo que cada espectador
decida imaginar, sin maestros ciruela que traten de llevarnos hacia lo que se les
ocurre pensar a ellos. Por una vez, el espectador es libre de guiarse por su propio
criterio, sin confrontaciones innecesarias diseñadas por ansiosos de imponer sus
propias fantasías a los demás.
El Tríptico es una colección de cameos que en este
caso fueron mostrados, cada uno de ellos con una personalidad bien definida y espontáneamente
actuada. Sobre el final de Gianni Schicchi, todos ellos saludaron sin dejar
de interpretar su carácter ante la algarabía de un público que, bien al estilo de
las pantomimas de fin de año supo agregar junto a aplausos algunos “buh!” para la
Zita que le excelente Tichina Vaughn respondió con tanta gracia como lo había hecho
con la tía princesa de Suor Angelica. Mientras cada cameo avanzaba de a tres, la
pantalla de sobretítulos indicaba el nombre de cada artista. Cuando terminó la presentación
de los personajes de Gianni Schicchi, público y actores fueron sorprendidos
por enérgicos golpes dentro de un armario. Es que nos habíamos olvidado que allí
habían colocado el cuerpo de Buoso Donati, que salió saltando ágilmente para recibir
con su nombre y apellido el aplauso del público.
Carlo Rizzi dirigió
maravillosamente con un romanticismo tardío oscuro y arrollador en Il tabarro,
apasionadamente conmovedor en Suor Angelica y brillantemente diferenciado
en un Gianni Schicchi luminoso y detallado. Y en todos los casos la excelente
orquesta de la casa respondió con virtuosismo preciso y decantado.
Como bien saben quienes me leen, acostumbro a elogiar las
puestas en escena sofisticadas y aún iconoclastas, siempre y cuando logren descubrir
o resaltar aspectos interesantes de las obras interpretadas. Ello no obsta al elogio
de producciones como esta, en las cuales el director de escena decide, simple y
magistralmente, dejar que hablen los verdaderos creadores. ¡Que alivio, pues, este
Tríptico: tan directo, veraz y sobrio en su ambientación! ¡Y en la humanidad
de personajes que pueden hablar y cantar sin la ayuda de elaboraciones escénicas
aparatosas!
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