España - Valencia
La fraternidad como necesidad inteligente
Rafael Díaz Gómez
Vuelvo a hablar de mi alumnado. Intento
convencerlo de que las funciones (los ensayos generales) para menores de 28
años a 10 euros que organiza Les Arts merecen realmente la pena. La verdad es
que tengo suerte y no he de insistir demasiado. Lo cuento ahora porque, entre
los míos, quienes asistieron a la representación de esta Flauta mágica
reservada a los jóvenes me asaltaron al día siguiente con una alegría
desbordante, quitándose la palabra para tratar de comunicarme su entusiasmo
ante lo que habían vivido. Y aunque quisieron mantener el misterio de lo
escenificado para que yo también me sorprendiera, he de confesar que no pude
evitar cubrirme con un velo de prevención soberbia y viejuna: intuía un
frenético ritmo tiktokero, atractivo, pero quizás insustancial. Craso
error.
O no tan craso. O no tan error. Pero, en
definitiva, qué lo mismo da. Si el poder del teatro te subyuga, ¿para qué
resistirse? Simon McBurney y su equipo saben cómo cautivar con esta
coproducción del singspiel mozartiano que lleva más de una década sobre los
escenarios. Es cierto que en ella los acontecimientos visuales (¡y sonoros!) se
suceden con rapidez y en ocasiones con una simultaneidad de espectáculo
circense en varias pistas y, por lo tanto, no fácil de seguir. También es
verdad que hay mucho lugar común entre las soluciones que propone.
Sin embargo, bien con delicadeza, bien con
cierta tosquedad, encaja de manera convincente cada efecto en la línea
argumental (la línea argumental del teatro popular, que nunca es una línea
cerrada). Lo elemental, primario o arcaico, que no sé cómo decirlo, se conjuga
perfectamente con la tecnología más moderna. El público ríe, se despreocupa, se
queda atónito, goza con la implicación entre todas las fuerzas creativas, se
siente partícipe de la fiesta (porque es una fiesta teatral a la que ha sido
invitado) y finalmente aplaude entregado en pie. Esto sí que es un cierre de
temporada. Iglesias (Jesús, el director artístico del teatro) también sabe lo
que se hace.
Gaffigan y la orquesta parecieron pasárselo
en grande. Con profesionalidad y entrega, que eso no se duda. Me gustó la
lectura del director norteamericano, nada pesada a pesar de tener cuerpo,
esencialmente resuelto el compromiso entre línea y volumen, entre sonido “de
época” y romántico, de tiempos ajustados al respirar del drama, sin aparentes
caprichos y al servicio de las voces, nunca tapadas a pesar de estar el foso un
tanto elevado sobre la práctica habitual (también a la orquesta le tocó ser
parte escénicamente activa de la representación). Por su parte el coro, una vez
más, impecable.
De entre las voces solistas, obligado me
parece comenzar con la de otra joven con un instrumento y una musicalidad de
muchísimos quilates. El canto de la catalana Serena Sáenz es limpio,
equilibrado, rico, homogéneo, fraseado y regulado persuasivamente, emitido con
naturalidad. Su Pamina fue un placer para el oído y su forma de desenvolverse
en el escenario un alarde de espontaneidad. Espero que se conduzca en su
carrera con tiento e inteligencia y que pueda regresar a menudo a Les Arts.
Mientras, Giovanni Sala fue el que actuaba en
este teatro por tercer año consecutivo. Quizás el lirismo de este tenor
italiano no sea el que más se adapte al papel de Tamino, que parece precisar de
más complexión canora, pero, en cualquier caso, volvió a dejar constancia de
muy buenos detalles, un centro luminosamente asentado y una línea sutil, aunque
nada quebradiza.
Gyula Orendt emplumó a Papageno desde la más
terrestre de las materias, como ha de ser, para lanzarlo a volar con seguridad
y desparpajo, dejándonos a nosotros enjaulados en su zafio encanto. Por su
parte, Matthew Rose compuso un Sarastro de impresionante presencia física y
autoridad vocal, a la que, en cualquier caso, no le habría venido nada mal un
punto de mayor rotundidad en los graves. Su oponente, y a la postre no tan
rival, Reina de la Noche (todo acaba en esta versión en una concordia que ya
quisiéramos en otros escenarios), superó, en la voz de Rainelle Krause, sus dos
escollos con franqueza apabullante, aún mejor en su segunda aria a pesar de la
silla de ruedas desde la que se la hizo actuar.
Monostatos tuvo en Brenton Ryan un discreto representante, no sé si porque al pobre le habían hecho perder la fuerza en regocijos de manualidad onírica con inspiración paminiana. Muy bien la Papagena de Iria Goti, las tres damas, los sacerdotes y hombres armados, el orador, y destempladillos los niños del Trinity Boys Choir, puede que arrastrados por la caracterización, que los había convertido en infantes ancianos.
Sin embargo, no estábamos para lanzar reproches. Todo lo contrario. Así, uncidos por un buen rollo universal, liberados por la fuerza del teatro, tuvimos que agradecer con atronadores aplausos el esfuerzo que lo había hecho posible. Y digo yo que lo inteligente quizás sería que no nos apeáramos de esta sensación. Vamos, que no se acabara la fiesta.
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