Italia
Brillante recreación de Purcell
Jorge Binaghi
Qué pena. Una sola función dentro de un abono de
conciertos para la undécima edición del Jardín des Voix, o sea la Academia de
Les Arts Florissants para jóvenes cantantes. Nada menos que con uno de los
trabajos mayores de Purcell, y uno de los caballos de batalla de Christie y su
conjunto. Se podría escribir “memorable” y terminar aquí. Pero ya se sabe que
no, que no es posible.
El foso de la Scala lo ocupa la relativamente pequeña
formación: cada instrumentista un solista y un colega en el arte de hacer
música, como pasará en el escenario con la ‘troupe’ de ocho cantantes y seis
bailarines que se desdoblarán, se sumarán, los cantantes harán al unísono de
coro, terminarán bailando mientras los bailarines si hace falta cantarán y, en
ocasiones, los instrumentistas subirán del foso al escenario.
¿Quién dijo que esta forma ‘semiescénica’ es menos
interesante que la complicada puesta de, por ejemplo, la Turandot que acabo de ver el día anterior y seguirá hasta pasado
mediados de mes? Es, sí, más simple (y barata), pero en el fondo quizá más
completa y se adhiere mejor al texto anónimo sobre El sueño de una noche de verano (con sus variaciones, y a lo mejor
no es tan anónimo porque algunos señalan a Thomas Betterton, otras veces
colaborador del compositor).
Ver evolucionar a estos jóvenes cantantes y bailarines en
los cinco breves actos (un solo intervalo y escasas dos horas de duración) sin
ningún diálogo o recitativo en momentos patéticos, dramáticos, líricos,
melancólicos, cómicos (el cambio de estaciones, el brillo del Sol, el descenso
de los dioses, las hadas pícaras que atormentan a un pobre poeta borracho -una
escena magistral que recreará a su modo y probablemente sin conocer ésta casi
con las mismas palabras pero sus propias notas el anciano Verdi en su última
fatiga lírica-, los amores felices, los mal avenidos, y el no correspondido en
ese lamento maravilloso del quinto acto que tanto recuerda a la despedida de la
reina Dido escrito poco antes, y que sigue siendo el fragmento más conocido, ‘O
let me weep’), vaya, la historia de nosotros, mortales adorables y detestables,
fue un auténtico placer no exento de punzadas.
Y cómo recrean voces y orquesta -y hacen evidente los
bailarines- ese estilo basado en la insistencia y fijación en una palabra o una
frase (ese ‘pinch’ tan de Purcell cuando las hadas castigan y pellizcan al
poeta). ¿Tiene sentido decir qué cantante es mejor o tiene mejor voz o mejor técnica,
qué bailarín es más atlético o más expresivo? No lo tiene porque todos cumplen,
independientemente de que a algunos les toque algún caramelo más goloso o
logren ponerse más de relieve, o que la articulación sea más clara (de todos
modos, extraordinaria tarea la de Sophie Daneman, la asesora o consejera
lingüística).
¿Y qué decir del jovencito Christie, cada vez más joven y
entusiasta, capaz de subirse al escenario no sólo a saludar sino también a
cantar y bailar? Porque el público que se mantuvo atentísimo (y colmaba la sala
del Piermarini en su totalidad) no dejó de marcar su satisfacción en algún
momento de ambas partes, y si ya aplaudió mucho al final de la primera parte,
se desató literalmente en ovaciones y bravos que duraron su buen cuarto de hora
o más y obligó -con gran placer de los solicitados y su director- a la
repetición de dos números acogidos si cabe con más delirio, tanto que al final
el jovial Christie nos mostró el reloj.
Recuerdo siempre el irónico final de Contrapunto, del gran Aldous Huxley, que dice (cito de memoria, y
hace demasiado calor como para ponerme a controlar, de modo que si baila alguna
preposición me disculpo por anticipado) con esa ironía tan suya: ‘Of such is
the kingdom of heaven’. Bueno, esta vez lo habría dicho (o tendríamos que
apropiárnoslo) sin el menor asomo de sarcasmo o crítica, porque de veras
gracias a todos estos artistas pasamos una velada paradisíaca, con o sin
evangelio de por medio.
Comentarios