Francia
Olimpiadas, bacanales y saturnales
Francisco Leonarte
La Opera Real de
Versalles tiene sin lugar a dudas una de las programaciones más inquietas e
interesantes de la región parisina y puede que de Francia. En su filosofía, no
sólo caben las estrellas mediáticas que se ocupan de obras atractivas para el
gran público (vamos, las de siempre ), sino que sobre todo hay un
buen porcentaje de obras poco conocidas de autores poco frecuentados que a
menudo son auténticas resurrecciones. El mérito es aún mayor si tenemos
en cuenta que se trata de una gestión privada y que por regla general consiguen
que la sala esté llena o casi.
Le tocaba esta vez el
turno a Las fiestas griegas y romanas, del sobreintendente de la música
del rey Luis XV (a la sazón un adolescente) y compositor François Colin de
Blamont (1690-1760). Su libretista en este caso fue Louis Fuzelier, autor prolífico y
polifacético que supo escribir tanto para las instancias oficiales (Académie
Royale de Musique, la Comédie Française) como para el muy popular teatro de
feria...
Fue denominada por sus
autores «ballet heroico» (hoy hablaríamos de «ópera-ballet», o simplemente de «ópera»)
pues estaba dividida en tres entradas con tres argumentos distintos, y
se estrenó en 1723 con gran éxito: éxito que será renovado durante todo el
siglo XVIII en Francia.
Colin de Blamont ha
pasado a la historia por el éxito citado así como por el follón que se organizó
en torno a un Te Deum en el que Bernier y Blanchard se habían saltado el
estricto sistema de jerarquías (aún para los músicos) que regía en la corte
francesa. Pero hoy en día pocas ocasiones hay de escuchar su música.
Así que teníamos mucha
curiosidad por estas Fiestas griegas y romanas. Desde un punto de vista
literario, en 1723 este ballet se presentaba como la primera vez en que,
en vez de personajes mitológicos, los protagonistas eran personajes históricos
(primera vez en Francia, por supuesto, porque en Italia hacía tiempo que
Monteverdi había abordado la historia con -por ejemplo- la famosa Coronación
de Poppea o Cavalli con Eliogabalo). Por supuesto, como en el actual
cine de Hollywood, el rigor histórico era lo de menos, lo que importaba y
todavía importa es el espectáculo.
Tomando como lejano
pretexto tres grandes fiestas de la antigüedad (los Juegos Olímpicos, las
Bacanales y las Saturnales) en cada una de estas entradas los personajes
históricos (Alcibiades, Aspasia, Marco Antonio, Cleopatra, Tibulo)
protagonizan tres intrigas amorosas independientes y cercanas al diálogo pastoril.
En la primera entrada (Olimpiadas), Alcibiades deja a Aspasia por otra; en la
segunda (Bacanales), Marco Antonio es seducido por una burlona Cleopatra; y en
la tercera (Saturniales) Delia fuerza al tímido Tibulio a confesar su amor por
ella. Tres diálogos ligeros entreverados de bailes con la excusa de las grandes
fiestas citadas, siguiendo la estela de Les fêtes vénitiennes de Campra.
La partitura sigue
también el modelo de Lully y Campra. Una base de prosodia (ya se sabe lo
importante que era y es el texto en el teatro lírico francés) trufada de
arietas y danzas. Las melodías de Colin de Blamont para tales arietas y danzas
son a menudo atractivas y bastante variadas, perfumadas de italianismo. Su
prosodia es expresiva, con algún momento sobresaliente como la entrada de
Tibulio sostenida por las cuerdas.
En realidad no hay que
buscar grandes pretensiones intelectuales, sino sobre todo la intención de
divertir.
¿Intérpretes
adecuados ?
Quien esto escribe tiene
para sí que, cuando se recupera una obra, la recuperación ha de hacerse con
todos los honores, cuidando que las condiciones sean óptimas para que los
espectadores actuales la aprecien. Es la mejor forma de evitar que el público
(tanto en directo como después a través de retransmisiones, captaciones, etc.)
relegue definitivamente la obra pretextando que «no está a la altura». En
efecto, cuando una obra no tiene los intérpretes adecuados, se corre el riesgo
de pensar que la obra no merece ser escuchada.
La Chapelle Harmonique,
de creación relativamente reciente (2017), no es considerada como una de las
orquestas barrocas de ringo-rango. Sin embargo se notan el rigor y el buen
hacer. Las cuerdas suenan bien y son expresivas, sus vientos también, con
solistas muy notables al oboe, el fagot, la trompeta (olé Bruno Fernandez) o la
flauta. Su percusionista es eficaz y sin demostraciones innecesarias.
En cuanto al coro, que
forma parte también de La Chapelle Harmonique, va ganando en cohesión según va
avanzando la velada y su inteligibilidad es bastante buena, en particular la de
las sopranos (dessus). El continuo (violonchelo, contrabajo, clave) realiza
también un buen trabajo aunque tal vez falte en general una mayor búsqueda de
matices...
El joven Valentin
Tournet, dirige con gesto expresivo. Está atento a sus profesores. Y atento a
las elegantes líneas que introducen variaciones en el da capo.
Entre los cantantes,
sobresale a gran altura Cyrille Dubois. Por volumen, por expresividad, por
inteligibilidad. En este caso le son atribuidos papeles bastante agudos para su
voz, pero se las apaña estupendamente. Todos estamos esperando a que intervenga
para disfrutar de verdad y su aria con trompeta obligada es, sin lugar a
dudas, uno de los momentos cumbres del concierto.
A su lado, todos los
otros cantantes brillan muy poquito. Voces bonitas y cuidadas, pero de escaso
volumen y de expresividad limitada. De Chappuis podemos alabar su fino sentido
del humor como Cleopatra, de Amzal el bonito timbre de voz aunque esté falto de
graves y de squillo... La de Achille es una voz bien hecha pero pequeña,
fácilmente en apuros ante la orquesta. La de Carpentier es más dramática, pero
su volumen no es mucho mayor. En cuanto a Witczak, a menudo le son atribuidos
papeles que le vienen grandes, pues le falta todavía volumen, squillo,
graves... Tiene además tendencia a mirar su atril, proyectando casi siempre
hacia abajo, lo cual no facilita la transmisión del sonido...
Cantantes pues correctos
sin más (salvo el estupendo Dubois) para una obra que tal vez hubiese
necesitado de voces con más seguridad, más expresividad y más carísma. De
suerte que, a pesar de los aplausos, no era difícil escuchar, entre el público
que dejaba la sala, algún que otro comentario de espectadores «cansados», véase
«aburridos»...
Creo que la obra de
Colin de Blamont y Fuzilier nos hubiera gustado muchísimo más si hubiera tenido
una interpretación con más imaginación. Espero que se le den nuevas
oportunidades.
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