Alemania
La música gana la partida
J.G. Messerschmidt
Al contrario de lo que ocurre con los buenos vinos y con los buenos
recuerdos, con el paso del tiempo esta puesta en escena no mejora, sino que se
percibe como cada vez más fastidiosa. Al cabo de sólo cinco meses de su estreno
la experiencia de verla por segunda vez resulta fatigosa y molesta. Si no fuera
por la música, resultaría difícil permanecer sentado en la butaca hasta la
llegada del primer entreacto. No comentaremos más, para los pormenores nos
remitimos a la crítica del pasado 9 de febrero.
En el aspecto musical, sin embargo, esta función del Festival de Ópera de Múnich ofrecía el gran aliciente de presentar a Lise Davidsen en el papel de Lisa, que en el estreno de febrero había estado a cargo de una muy acertada Asmik Grigorian. Lise Davidsen posee una voz de gran potencia y amplio registro. Pero evidentemente ni éstas ni muchas otras cualidades bastan si el intérprete no es el adecuado para un papel. Lo primero que desconcierta en la Lisa de su homónima Davidsen son ciertos intempestivos cambios de color. Siguen una emisión demasiado contundente y una tendencia a cargar las tintas y a elevar innecesariamente el volumen, lo que da como resultado un canto a veces estridente, gruesamente patético, psicológicamente poco matizado, falto de lirismo y melódicamente pobre.
Precisamente estos dos últimos déficits chocan frontalmente no sólo con este personaje, sino con todo el universo musical de Chaikovsky. Lisa no es ninguna walkiria ni heroína wagneriana. Y lo que aquí oímos es mucho más un Wagner algo tosco que un auténtico Chaikovsky. El problema reside, posiblemente, en un enfoque erróneo del personaje y de su parte musical. A pesar de sus evidentes diferencias, la parte de Lisa tiene un cierto paralelismo, también musical, con la de Tatiana en Oneguin, que es su inmediato antecedente histórico. Si no se tiene en cuenta esta “genealogía” del personaje, es fácil extraviarse.
Una indisposición de Brandon Jovanovich hizo que a último momento el papel de Hermann debiera ser asumido por Mikhail Pirogov. Aquí estamos ante un tenor muy vigoroso, de voz voluminosa y amplio fiato. No es un intérprete que se detenga a bordar las frases ni se demore en sutilezas, a veces cae incluso en excesos expresivos, sobre todo en alguna exageración “verismo-tremendista”. Sin embargo su interpretación tiene una continuidad y una coherencia indiscutibles. Su canto surge como una corriente imparable y fluída, avasalladora. Mikhail Pigorov encarna a un Hermann torturado, plagado de contradicciones a las que no se busca explicación, pero consecuente en sus incongruencias, un personaje musical y dramatúrgicamente unitario, de una pieza, al que el tenor se entrega sin reservas ni cautelas.
Más que una figura de Pushkin, estamos ante una de Dostoyevsky, cuyos antihéroes sin duda influyeron en la configuración del personaje por parte de Piotr y Modest Chaikovsky en la misma medida en que se alejaron de Pushkin. No es ésta una versión analítica o intelectual, sino arrebatada y a menudo también arrebatadora. Su mérito no está en la elegancia o la perfección formal, sino en su delirante apasionamiento expresado por medio de una musicalidad siempre enfática, emocional y sincera. Hermann es un poseso y Pigorov, a su vez, está poseído por el personaje. Todo ello tiene sus desventajas, es discutible, es “cuestión de gustos”, pero no se puede negar que llega a ser seductor, es muy auténtico y muy ruso...
El resto del reparto es muy eficiente. No podemos añadir nada a lo que escribimos en febrero sobre los demás intérpretes, que realizan una labor excelente. Diríamos que la dirección orquestal de Aziz Shokhakimov ha ganado desde entonces en hondura y comprensión de esta ópera. El colorido orquestal es excepcionalmente rico, al igual que la muy matizada dinámica. También la ductilidad en el fraseo es muy notable. Pero lo que más satisface es la estupenda configuración dramatúrgica que el director y la orquesta consiguen, superando de este modo las deficiencias de la puesta en escena.
Lo demoníaco, la desesperación, los delicados pasajes líricos, la nostalgia, el delirio... Todos estos aspectos se hacen sonido en la orquesta. Si se quiere aprehender el drama desatado en el escenario, lo mejor es cerrar los ojos y dejarse llevar por esta música. El coro, por su parte, ofrece una interpretación monumental y precisa al mismo tiempo.
En resumen, la parte musical, si exceptuamos la poco convincente interpretación de Lise Davidsen, es como el tres y el siete con los que Hermann gana dos partidas. La puesta en escena, ay, es la dama de picas que echa a perder una gran jugada.
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