Italia
Una audiencia no demasiado nutrida
Jorge Binaghi
La tercera de las cuatro óperas serias y última escrita para el teatro milanés no digo que sea un misterio, pero casi. Tras reescribir el último acto de Mosè y la creación en Nápoles de dos títulos fundamentales como Ermione y La donna del lago, uno no pensaría en un salto hacia atrás tan asombroso en forma de tema y partitura tan ‘conservadores’, donde incluso se recuperó el recitativo secco. Pero, se sabe, Rossini a uno siempre lo pilla desprevenido.
Se trató de un buen éxito de público pero no de crítica y
su estrella se apagó pero no de inmediato aunque fue sufriendo mutilaciones y
desapareció hasta la edición crítica de 1986 aquí mismo (no es raro que no
reciba ninguna atención de todo un Fedele D’Amico en Il teatro di Rossini, Il
Mulino, 1992).
Hoy parece difícil encontrarlo si no es en festivales
especializados, sobre todo este, en el que tiene toda su razón de ser… para
confirmar que seguirá siendo un título de circulación restringida que no
entrará nunca en repertorio por varias razones antes que por su música (en
muchos momentos inspirada, en otros -como el final- retomando el rondó final de
su hermana contemporánea La donna del
lago, siempre con una escritura orquestal notable); las partes vocales
dificilísimas -aquí tres en particular- y el libreto, aunque lo firme un
maestro como Romani, no tiene demasiado interés, como tampoco el argumento en
sí, con sus largos recitativos.
Los dos jóvenes protagonistas contrastados en su amor por
el padre de ella (todavía con registro de tenor, como quería la tradición) y
tardíamente ayudados por el pretendiente oficial (Capellio, un personaje
desperdiciado totalmente) van y vienen en medio de arias (las primeras de
Bianca y Falliero no demasiado interesantes pero sí de gran virtuosismo), dúos,
números de conjunto, un cuarteto fantástico en el último acto, comprimarios
puestos allí para que los principales puedan dar rienda suelta a sus habilidades,
y más bien pocos, pocas y monótonas las situaciones dramáticas.
Se requeriría una puesta en escena casi imposible de
pensar, que animara el conjunto sin exagerar o desnaturalizar. El tibio aplauso
que recibió al equipo de la nueva producción demostró que la misma no había
molestado, pero tampoco convencido y sí aburrido.
Al margen de ramos de rosas abrazados y pateados según
los acontecimientos, movimientos convencionales, había un personaje mudo que
circulaba por allí sin mayor explicación ni necesidad: una señora mayor ciega
(representada por un hombre, ya se sabe lo de la fluidez) que acompañaba cada
presentación de Bianca, a veces en desacuerdo con ella, otras no. Las apuestas
llegaban a imaginar una aparición ante litteram de la Cieca de La Gioconda, pero entonces habría que
transformar a Bianca en la cantante callejera (claro que si el final es una
especie de ensoñación de la protagonista ante una situación imposible…). Más
probable que se trate simplemente de una abuela un tanto pesada.
Como la acción transcurre en la Venecia del Setecientos
hay bellos telones que la representan, vestidos vagamente de época, luces
convencionales… y poco más. Ninguno de los personajes cobra un mínimo de vida.
En la parte musical las cosas fueron mejor. En el nuevo
auditorio (el antiguo Palafestival) en medio de la ciudad, para alegría de
todos, renovado, cómodo y de buena acústica no le costó a Roberto Abbado
imponer una concepción adecuadamente enfática de la partitura a la que
respondió muy bien la orquesta y asimismo el coro, de excelente nivel, que
interviene en ocho de los once números de la partitura. Pero el ‘coturno
constante’ o bien la aristocracia algo apabullante y bien distante no ayudó al
público. Seguramente el maestro lleva razón en su planteamiento, pero eso mismo
indicaría que no es una de las grandes obras de Rossini.
Si Pratt fue una extraordinaria Bianca (agudos,
sobreagudos, messe di voce, piani, agilidades y adornos, fantástica
técnica y estilo) que no debería insistir tanto en prolongar las notas (así fue
como la final de la ópera no resultó tan lucida como se esperaba), la elección
de Wakizono en Falliero deja algo perplejos. Ni por figura ni por vocalidad es
la voz adecuada. Ciertamente lo primero no sería relevante sin lo segundo, pero
es lástima que el amante parezca el hermano menor de la amada, que sí cante con
musicalidad y buenas herramientas, pero con poco volumen que en centro y grave casi
desaparece. Lo mejor es el agudo, pero en los dúos se oía a Pratt y a una
especie de eco que era -con suerte- Falliero, inaudible totalmente en cuanto
cantaban tres o más, o coro y orquesta se unían a su voz. Tal vez lo mejor haya
sido su escena de la prisión (‘Alma, ben mio, sì pura) pero no la cabaletta
conclusiva.
Buena la labor de Korchak en el ingrato papel del padre
despótico. Él también es un excelente rossiniano y no tiene problemas con la
extensión ni, incluso, con los graves, pero tal vez por eso mismo, si no hubo
casi nasalidad tampoco la voz pareció muy brillante sino homogénea pero opaca
(habiéndolo visto hace poco en el Tell
de la Scala me ha llamado la atención).
El joven y talentoso Manoshvili, que por momentos parecía
una voz oscura importante y se oyó mucho en el célebre cuarteto del último acto
(‘Cielo, il mio labbro ispira’), en otros momentos pareció perder volumen
aunque su presencia escénica lo salvó siempre. En el rol de Priuli, el dogo,
tuvo una buena intervención Donini. La confidente de Bianca, una Costanza que
entre libreto y dirección escénica parecía un tanto lela y de no mucha ayuda o
confianza, fue una muy correcta Carmen Buendía. Los otros comprimarios, Claudio
Zazzaro y Dangelo Díaz, parecieron funcionales a sus respectivos roles.
Se aplaudieron varios números y al final una audiencia no
demasiado nutrida para el día de la inauguración del Festival celebró a los
artistas y, como queda dicho, fue mucho más discreta en su recepción al equipo
escénico
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