España - Cantabria
Festival de SantanderQuince años después
Roberto Blanco
El 25 de agosto de 2009, en el marco de la 58 edición del F.I.S., se presentaron en la sala Argenta del Palacio de Festivales de Santander el director húngaro Iván Fischer y su Budapest Festival Orchestra con un concierto cuya reseña publicó en su momento Mundoclasico.
Hoy, quince años
después, lo vuelven a hacer con exactamente el mismo programa de otrora, pero
con la presencia de la violinista Patricia Kopatchinskaja en lugar del griego Leónidas
Kavacos.
A Prokofiev le correspondió abrir la velada con su Obertura sobre temas hebreos. Es ésta una obra de circunstancia, escrita inicialmente para cuarteto de cuerda, piano y clarinete, que era la plantilla de un grupo de músicos judíos de origen ruso, compañeros de Prokofiev en el Conservatorio de San Petersburgo y exiliados en Nueva York tras la Revolución Soviética. Posteriormente la obra se orquestó como Op. 34b. La obra se estructura sobre dos cantos tradicionales hebreos, el primero una danza introducida por el clarinete; el segundo una melodía presentada por el violonchelo. La versión de Fischer fue muy atractiva, muy movida, con esa mezcla del deje popular hebreo, la ironía de Prokofiev y una concepción estructural muy clásica, cercana a la forma sonata.
La primera parte continuó con el Concierto para violín y orquesta nº 2 BB 117 de Béla Bartók poniendo en el centro de atención a la violinista moldava Patricia Kopatchinskaja. La emisión de su instrumento cautivó inmediatamente el oído del oyente por su apretado sonido, produciendo un timbre muy poderoso. La técnica de la instrumentista no se reduce a la presión de su arco sobre las cuerdas -constante y perfectamente dominado- sino también de los dedos de su mano izquierda, que incluso se los escuchaba a veces golpear las cuerdas con seguridad y determinación. Musicalmente, este primer movimiento ‘Allegro non troppo’ sonó con el rigor y la densidad de sonido que uno podría esperar de esta obra, amén del agitado y a veces convulso y, en ocasiones, espasmódico desempeño de la moldava.
La ejecución musical y física de la solista contrastó con la
calma del experimentado Iván Fischer, con movimientos seguros y a veces
suavemente danzados en su podio. El sonido de la Orquesta es también muy
diferente: lejos del sonido resuelto de Kopatchinskaja, el suyo posee más
redondez, aunque no contrario a la inspiración húngara. Tal diferencia se
diluye sin embargo a lo largo del movimiento, mostrándonos pasajes totalmente
fascinantes. La cadencia de la violinista supo retener toda la atención del público,
impresionado por su impecable técnica, que se hubiese apreciado más sin duda si
no partiésemos con la concepción previa del aspecto de “máquina virtuosa” con
que se suele asociar la prestación de la solista.
Este mismo aspecto se confirmó durante el segundo movimiento:
si las emociones de la violinista fueron visibles y su actuación fue
innegablemente histriónica, hubiese sido más deseable una transmisión de
intenciones más evidente, más realmente compartida con el público. La dirección
de Fischer se mostró siempre flexible, acariciando el sonido con sus manos en
una interpretación de altos vuelos y delicioso aroma folklórico. También supo
desplegar texturas de gran sutileza tímbrica que incluyeron veladuras fascinantes
y auténtica magia sonora. Nos sorprendió también la propina ofrecida al término
de su actuación: Una trivial conversación en pizzicati entre su violín y el
primer violonchelo de un arreglo del Presto en do menor Wq 114/3 para
teclado de Carl Philip Emmanuel Bach.
Especialmente brillante fue la concepción de Fischer y su
orquesta de la Sinfonía nº 7 de Dvorak, sobre todo en dos aspectos
concretos: En primer lugar, no especuló con la orquesta en la poderosa coda del
final o en la contraposición fortissimo del tema inicial del primer movimiento.
Sorprendentemente, en este último pasaje la sección de viento atraviesa la
textura con perfecta claridad, lo que demuestra la minuciosa preparación de los
intérpretes y la atención a los detalles en el equilibrio del conjunto. En
segundo lugar, su ‘Scherzo’ es asombroso, veloz, magníficamente ligero y
simplemente emocionante; épico en sus acentos repetidos y en sus súbitos
crescendos que sumergieron al oyente en una especie de frenesí.
El fascinante ‘Allegro final’, que parte de un delicado y travieso solo de clarinete para alcanzar un fortissimo aplastante en los tutti fue ejecutado impecablemente por el rutilante metal y una cuerda incisiva, casi agresiva. Imposible quedarse de piedra ante tal demostración de fuerza. Y nuevamente nos sorprendió la propina elegida: Las instrumentistas mutaron a coro femenino y acompañadas por un sexteto de cuerda entonaron con humilde convicción el ‘Hore’ (Dolor) de Dvorak, el último de sus Dúos moravos Op. 38. ¿Ironizaba Fischer sobre la pertinaz catarata de aplausos tras la conclusión de cada movimiento del concierto y la sinfonía?
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