Austria
Otoño dorado en el Palacio Esterházy
Agustín Blanco Bazán
Esterházy es hoy no solo
un nombre históricamente principesco sino la marca de una fundación que acaba
de cumplir 30 años. El origen de esta poderosa empresa que incluye desde
negocios inmobiliarios hasta el comercio de buenos vinos está en los dominios
de Paul Ezterházy, el príncipe terrateniente que lo perdió todo después de la
primera guerra mundial y se casó durante la segunda en Budapest con la burguesa
prima ballerina assoluta Melinda Ottrubay.
Ambos sobrevivieron el
régimen pro nazi en un pequeño piso de la capital húngara, pero el régimen
estalinista impuesto por los soviéticos le condenó a una prisión de la cual
logró escaparse durante el levantamiento revolucionario húngaro de 1956. A
partir de allí la mala suerte de este genuino matrimonio por amor alcanzó un
final feliz de cuento de hadas: las tropas soviéticas se retiraron de la zona
de ocupación de Burgenland, la provincia austríaca que incluía el famoso palacio
donde sirvió Haydn, y Paul recuperó este y todas las tierras que habían quedado
bajo la jurisdicción de la flamante segunda república austríaca.
Luego de la muerte del ex-príncipe -la posesión de títulos de nobleza está prohibida para los
ciudadanos austríacos- una serie de fidecomisos fueron finalmente unificados como
una enorme corporación bajo el mando de un sobrino de su viuda (fallecida en el
2014).
Y el palacio, con su
enorme Sala Haydn, es hoy un centro cultural de importancia, donde anualmente
se celebran dos semanas de Herbstgold
(en español: “otoño dorado”) un festival musical bajo la dirección artística de
Julian Rachlin que a lo largo de dos semanas incluyó este año consagrados como
Martha Argerich y Bryn Terfel y agrupaciones tan disímiles como la Orquesta de
Cámara de Europa y la de Cien violines gitanos, seguramente en su casa en esta
región de folklore eminentemente Ungárico.
Rachlin, un talentoso
violinista y director de orquesta, es actualmente titular de dos orquestas
polarmente disímiles: la sinfónica de Kristiansand reside en uno de esos
paraísos noruegos donde los instrumentistas viven sin preocupaciones políticas
o de presupuesto. En cambio, los integrantes de la Sinfónica de Jerusalén tocan
en medio de un cotidiano sobresalto bélico.
“¡Niño prodigio era
Mozart!” me contestó Julian Rachlin cuando el año pasado le pregunté sobre su
carrera de violinista infantil que despertó la admiración de muchos públicos. Y
sin embargo, su actuación en el Herbsgold
de este año como director y solista al frente de la Philarmonia de Londres en
la Sala Haydn me impresionó por un virtuosismo que advertí como de larga data.
Seguramente, el Concierto
para violín de Mendelsohn es una pieza que puede interpretar como si fuera
un reflejo, pero lo cierto es que pocos pueden hacerlo con una sensibilidad tan
calma y profunda, y ese objetivo distanciamiento de quién sabe que esta obra
está más cerca del clasicismo que del periodo romántico. La melodía inicial se
desarrolló como una reflexión sin patetismo y, a lo largo de toda la obra el
detenimiento en el detalle fue modélico por su precisión y sobriedad. La
orquesta londinense lo acompañó con similar idoneidad en una versión sólo
malograda por alguna falta de balance sonoro. Porque en esta sala legendaria,
las orquestas suenan demasiado fuerte (¡toquen lo que toquen!) y en este caso la
acústica atentó contra la moderada exposición de dinámicas elegida por el
solista como un ingrediente esencial de su interpretación.
El Mendelssohn de la Sinfonía
Escocesa sonó diferente porque Rachlin sabe que no hay compositor que pueda
encasillarse de la A a la Z en un estilo definido y esta sí es una obra en la
antesala del romanticismo por su densidad de texturas y un dramatismo compacto
que el director acentuó al pasar sin pausa del primer al segundo movimiento. La
Philharmonia respondió con incisiva precisión y contraste a los abruptos 'attaca'
que definen la cambiante riqueza de tiempos y matices.
La acústica de la sala
permitió una obertura de Las Bodas de
Figaro desarrollada sin estridencias y, como bis, una Pizzicato Polka de J.
Strauss que seguramente siguió timbreando en los tímpanos de los espectadores
en medio de la cálida primera noche otoñal que los esperaba a la salida.
En una breve entrevista
este año Rachlin se refirió a la Sinfónica de Jerusalén no como una orquesta
israelí sino más bien como la de una ciudad cuya presencia cultural excede
cualquier nacionalidad definida. La agrupación nació antes que Israel para
conciertos radiales en 1936, cuando la ambición de un estado judío era una
utopía de colonos europeos en continua convivencia y discordia con los nativos
de religiones diferentes.
“Es una orquesta de sonido denso, jugoso, demostrativo de una tradición musical establecida a pesar de todos los dilemas y contradicciones de una vida diaria complicada. En Jerusalén se encuentran no sólo tres religiones sino miles de posiciones políticas contradictorias. ¡Todos parecieran tener puntos de vistas diferentes sobre todo! Pero es una experiencia única el hacer música en un lugar y en un momento como éste, en que las emociones de los músicos y su público son extremas. Yo estaba con la orquesta en Tel Aviv el 7 de octubre pasado y el conflicto nos impidió llevar a cabo nuestra planeada gira por el sur. Pero dimos en otros lados conciertos a salas llenas, y con un público que incluía familiares de rehenes.”
En la Sala Haydn, la Sinfónica de Jerusalén inició su concierto con la Sinfonietta nº 1 sobre temas judíos de Mieczyslaw Weinberg, que Rachlin quiere publicitar como la carta de presentación de esta orquesta en el extranjero. El primer movimiento (Allegro risoluto) es una agitada fanfarria emparentada con un movimiento final Vivace. Ambos hacen recordar a las piezas más populares de Shostakovich … pero también de Jatchaturian. En contraste, el segundo movimiento es un elusivo Lento lleno de poesía y maravillosos comentarios de vientos apoyados en un sugestivo acompañamientos de cuerdas.
Luego de esta vibrante
pieza sinfónica del siglo XX soviético, el chelista Gautier Capuçon se unió a
la orquesta en una expresiva versión del Concierto para chelo nº 1 de
Haydn. Y en la segunda parte la orquesta lo dio todo en una Sinfonía nº 1
de Brahms que Rachlin dirigió tal vez con
demasiada prisa y ciertamente sin esas
pausas que le hubieran permitido explorar un poco más detenidamente cromatismos
y detalles interpretativos que esta excelente orquesta puede seguramente
destacar. Pero, de todas maneras, la urgencia y la entrega superaron cualquier
reparo. Y, como bis, la más famosa de
las danzas húngaras brahmsianas salió como conclusión apropiada para esta
velada de irresistible vitalidad.
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