España - Galicia
Todavía no
Alfredo López-Vivié Palencia

La tormenta “Kirk” que azotó
Santiago en el día de ayer se llevó por delante el tejado del Conservatorio
Profesional de Música. Por fortuna, el Auditorio resistió incólume y el segundo
concierto de abono de la Real Filharmonía de Galicia pudo celebrarse con
normalidad, esta noche a cargo del director asistente Sebastian Zinca (Miami,
1994). Como es de ver en la ficha de esta reseña, Zinca tenía en atriles un
programa muy arriesgado, y el resultado no fue todo lo satisfactorio que
debiera.
Para empezar All the echoes listen de Eduardo
Soutullo (Vigo, 1968), pieza firmada en el año 2005 e inspirada –según dice el
autor- en un poema del escritor y galeno norteamericano Oliver Wendell Holmes.
Por una vez me felicité al escuchar una obra actual que no es un Adagio: al
contrario, sus apenas diez minutos transcurren en tiempo de desfile militar que
recordaba mucho al arranque de la Sexta
Sinfonía de Gustav Mahler. Los únicos ecos que percibí fueron los del
vibráfono (apuesta ganadora para las intenciones del compositor), pero me alivió
escuchar música de hoy sin borrones sonoros y sobre todo sin emplear un
lenguaje antipático. Así que me sumé a los (breves) aplausos del público.
La Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis seguramente es la
composición más conocida de Ralph Vaugan Williams. De lo que no hay duda es que
se trata de una pieza que deja al desnudo los arcos de cualquier orquesta (por
ese motivo Herbert von Karajan la interpretó muchas veces a lo largo de su
mandato berlinés). El caso es que la cuerda de la Real Filharmonía salió más
que airosa: Zinca no tuvo ninguna prisa en el deletreo de todas y cada una de
las frases y se preocupó del cuidado de los planos sonoros –aquí sí hay ecos
por doquier-, asegurando un empaste suficiente en sus músicos y un contraste
muy logrado entre la “orquesta grande” y la “orquesta pequeña”. Buen trabajo y
buena recepción del respetable.
Antes de tocar la Cuarta Sinfonía de Jean Sibelius, Zinca
expuso micrófono en ristre sus impresiones sobre esta obra: acertó al describir
su ambiente oscuro; acertó al aludir –respetuosamente- al estado de salud
física y mental del autor; acertó cuando dijo que el clímax del tercer movimiento
es una locura; y acertó cuando dejó a la interpretación de cada cual el
significado de la conclusión de la sinfonía. Al menos en teoría Zinca tenía
claro el concepto. Otra cosa muy distinta fue la realización.
La cosa empezó bien con la
cuerda grave zambulléndose en el hielo y con Plamen Velev defendiendo con honra
su solo de violonchelo (Sibelius no hace concesiones y hay que lograr la
desolación desde el primer compás). Pero a Zinca le costó encontrar el pulso
para mantener esa desolación de manera coherente, y nos perdimos la acumulación
de tensiones sin resolver tanto en la cuerda como en el metal. Mejor traslación
obtuvieron los laberintos en la madera del “Allegro molto vivace”. En el “tempo
largo” al mencionado clímax le faltó ese punto de locura (tiene que haber al
menos un rayo de luz ahí). Y en el Finale Zinca no atinó del todo con la
articulación de la cuerda, por no mencionar que –contradiciéndose a sí mismo-
impuso en la conclusión un significado inequívoco de derrota, cuando en
realidad es un interrogante: no hay en esos últimos quince compases de la
partitura indicación alguna que induzca a ralentizar el tiempo como
deliberadamente hizo Zinca.
No es que la orquesta no
tocase bien, sino que esa deficiente traducción sonora se debió a la
inexperiencia de Zinca (lógica por su edad) para dar cuerpo a la cuerda
–dificilísima misión en un conjunto del tamaño de la Real Filharmonía, pero no
imposible como demostró Paul Daniel cuando interpretó esta sinfonía hace ya
muchos años-, y al consiguiente error de pretender sustituir ese espesor
orquestal con los decibelios de los metales. Tampoco le resto a Zinca un ápice
del mérito que tiene atreverse con una obra tan complicada, pero esta noche
quedó claro que aún no era el momento de hacerlo.
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