A Coruña, sábado, 2 de noviembre de 2024.
Palacio de la Ópera. Ian Bostridge, tenor; Nicolás Gómez Naval, trompa. Orquesta Sinfónica de Galicia. Roberto González-Monjas, director. Benjamin Britten: Serenata para tenor, trompa y cuerdas, op. 31; Ludwig van Beethoven: Sinfonía nº 6 en Fa mayor, op. 68 “Pastoral”. Ocupación: 70%
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“Come un lamento” es la única indicación de tiempo y dinámica que consta en la partitura de “Dirge”, una suerte de música fúnebre que constituye la tercera de las canciones de la Serenata para tenor, trompa y cuerdas de Benjamin Britten, obra de 1943 escrita para y estrenada por Peter Pears –pareja de toda la vida del autor- y Dennis Brain –trompista mayúsculo que vio truncada su carrera a los 36 años en un accidente de automóvil-. Imposible olvidar a las víctimas de la catástrofe de Valencia mientras la escuchaba, y en cuya memoria se ofreció un minuto de silencio antes de comenzar el concierto.
Benjamin Britten y Richard Strauss son los más grandes compositores de ópera del siglo XX: si el primero fue el mejor en escribir para voz de tenor, el segundo lo fue para la de soprano; y ambos dominaban como nadie los recursos de la orquesta. Esta Serenata es una de las más irrefutables demostraciones de las mencionadas habilidades del autor inglés; lo mismo que la interpretación que de ella se disfrutó esta noche puso de manifiesto la exquisita pericia de quienes la ofrecieron.
Ian Bostridge (Londres, 1964) ya va teniendo una edad, y sin embargo parece que los años apenas se notan en su instrumento; al contrario, su voz suena poderosa y no ha perdido color, la proyección es clara, y sobre todo se nota que el lenguaje de Britten le resulta íntimo. Tan íntimo como las referencias a la noche –expresas o veladas- en las seis canciones que componen la pieza. La voz sale grande en la “Pastoral”, ágil en el “Nocturno”, o serena en la “Elegía”; y siempre con ese carácter independiente que Britten le da al elemento humano, diga lo que diga el texto y suene como suene la orquesta.
Por su parte, si el joven Nicolás Gómez Naval (natural de la preciosa villa costera de Viveiro) se ha ganado la plaza de trompa principal de la Sinfónica de Galicia es por su capacidad para enfrentarse a una pieza tan difícil como ésta y salir más que airoso del empeño. Britten –con la ayuda de Brain- no escatima ninguna dificultad al instrumentista: ya el prólogo, tocado en soledad y empleando únicamente los armónicos naturales de la trompa (igual que el epílogo que se toca entre bambalinas), es un trance que pone al límite el fuelle y la templanza de cualquiera que tenga esa partitura delante. Por no hablar del virtuosismo exigido en mentado “Nocturno” o en el “Himno” a Diana cazadora, y la sutileza para dialogar con el tenor en las canciones más ensimismadas. A pesar de todo, la seguridad de Gómez Naval le permitió exhibir un sonido grande y redondo.
Pero es que, además, Roberto González-Monjas y la cuerda de la orquesta (reducida a la justa medida de 12.10.8.6.4) también comprendieron la escritura limpísima de Britten, y no dejaron un solo compás sin atender en el intrincado juego de voces –en arco y en “pizzicato”- que tenían en atriles, que no es, ni de lejos, un mero acompañamiento sino verdadero encaje de bolillos. Con toda justicia el público llamó a saludar a todo el mundo en repetidas y ruidosas ocasiones.
Y de una “Pastoral” nocturna a otra diurna: la interpretación que dieron hoy González-Monjas y la Sinfónica de Galicia de la Sexta Sinfonía de Ludwig van Beethoven me la llevaré a la tumba. No es que todo saliera bien, sino que todo salió de ensueño. González-Monjas acertó con unos tiempos bastante ligeros, en el punto justo para no perder el pulso y a la vez sin dejar de cantar de principio a fin (seguramente por ese motivo, y a pesar de dar todas las repeticiones, la cosa se me pasó en un suspiro). Me quedo con la emocionante regulación de las dinámicas al comienzo del desarrollo del primer movimiento; con el inefable balanceo de violas y violonchelos en el segundo; con la impecable articulación del baile campesino; con la tormenta rotunda pero no apabullante; y con una acción de gracias que llegó al clímax de la obra con total naturalidad.
Me quedo también con el empaste maravilloso de la cuerda, y con las intervenciones impecables de los primeros (y segundos) atriles de las maderas y las trompas. Me quedo con la inteligencia de González-Monjas para hacer caso omiso de cualquier veleidad historicista, mientras estaba atento a los detalles y a subrayar las segundas voces para acentuar el canto sinfónico. Me quedo con la concertino invitada esta noche, Olatz Ruiz de Gordejuela (que ha trabajado en instituciones de primer nivel como la Sinfónica de Londres, el Concertgebouw de Amsterdam y la Gewandhaus de Leipzig, y que es de las que se sienta mirando a la orquesta). Y me quedo con el pataleo de los músicos a su maestro, porque ellos saben mejor que el público cuándo una cosa ha salido magníficamente bien.
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