Italia
Cadena de maldiciones
Jorge Binaghi

Una nueva Tetralogía en la Scala que procederá por títulos: el prólogo cierra la presente temporada, primera y segunda jornada se verán en la próxima, y la última y dos ciclos completos en la siguiente. A ver si llego a ver todo en el caso de que se llegue a concluir porque estaba prevista la dirección unitaria de Thielemann (que renunció por salud y por considerar que con la partida de Meyer la situación de la Scala era precaria). Se le ha sustituido con Simone Young y Alexander Soddy que conducirán al alimón la nave al puerto y luego cada uno tendrá un ciclo entero a su cargo. Al menos esa es la propuesta.
Un prólogo que se prometía o tranquilo o exitoso terminó
en protestas por la dirección de Young y la puesta de McVicar en el día del
estreno. El día en que debutó Soddy (este que se analiza) no sucedió nada y
hubo muchos aplausos y hasta un grito de ‘bravo Maestro’ (que uno no sabe nunca
si va a favor del director o en contra de algún otro; y lo mismo con los
abucheos).
Tampoco el espectáculo (habrá que ver cómo sigue) fue
para demoler. Seguramente no es lo mejor de McVicar, pero el intento de leerlo
como un tebeo con partes cómicas puede no parecer muy feliz (e irritar a los
fieles wagnerianos para los que nada es nunca menos que trascendente y de
profundidad y seriedad filosóficas que ni los griegos), pero no hay por qué
desgarrarse las vestiduras. El vestuario es, quiero pensar que deliberadamente,
grotesco en muchos casos (el premio se lo lleva Froh), pero los pocos decorados
esenciales no están mal, el fondo del río está bien logrado, la personificación
del oro en un bailarín que de pura belleza y brillo pasa a la mugre, el lodo y
la sangre al final está bien conseguida y el ojo-anillo que preside durante el
preludio y algún otro momento tiene su qué. Muy bien también el envejecimiento
de los dioses cuando quien les proporciona las manzanas de la juventud (a tomar
zumo, mejor sin azúcar, ya saben ustedes) les es -justamente- arrebatada por
los gigantes que sólo pretenden lo que se les ha prometido (igual que ahora,
pero sin los mismos resultados).
Por ahora no parece muy interesante, pero no está mal. Como ha dicho que para él este prólogo y la segunda jornada son las partes líricas y las impares las dramáticas habrá que tener paciencia al menos hasta la primera jornada, aunque ya se ha decretado que es la definitiva conversión de McVicar en un director sin ideas, tradicional y no sé si algo peor. Como se dice en Italia, y nunca mejor que ahora, ‘chi vivrà vedrà’.
La orquesta, que al parecer estaba cansada por su trabajo
en el Rosenkavalier y los ensayos de
esta (¿a quién se le ocurre juntar dos títulos así fuera de Alemania o
Austria?), no lo pareció esta vez. Ni hubo errores materiales en la ejecución
(tal vez un trombón y una trompa no fueron perfectísimos, pero eso ocurre
incluso en el santuario de Bayreuth con directores avezados) ni la
interpretación fue sólo rutina de lujo. Hubo un buen inicio y una gran
afirmación tras la primera escena que llegó al máximo en la profecía de Erda y
la posterior entrada al Walhala mientras la única nota discordante es el llanto
de las ondinas (presentadas como las frívolas que son).
Y aquí debo hacer brevemente referencia al título. Sabido es que la posesión del oro requiere maldecir y rechazar el amor, que es lo hace el enano maléfico (ay, este Don Ricardo, siempre tan supremacista él), y que el anillo con él forjado trae consigo la muerte (el efecto es instantáneo porque se usa para terminar de pagar el precio de Freia que los gigantes -sobre todo Fasolt- insisten en conservar como premio de su trabajo para los dioses- y de inmediato los hermanos se vuelven enemigos y Fafner mata a Fasolt con un seco ‘¡ahí tienes a Freia!’?).
Ahora bien, hay que tener mala fe para convertir en
‘amor’ lo que es claramente un deseo sexual (Alberich lo intenta con las tres
ninfas, que para él son intercambiables ante su deseo de ‘jugar’ con ellas, y
las tres le toman el pelo; Freia es un objeto preciado, pero Fasolt no quiere
renunciar a su belleza sin que ella parezca mínimamente interesada).
Las artimañas y contradicciones de Wotan son tantas ya en
su primera escena que uno se pregunta cómo dura hasta el final del Ocaso antes de que él, su familia
prepotente y ese palacio mal parido desde el inicio, sean abrazados por el
fuego de Loge, que ya se relame desde ahora pensando en la posibilidad, y es el
único simpático, aunque más díscolo y pícaro que Mercurio/Hermes. Sin él, y lo
sabe, Wotan no podría hacerse con las riquezas -a su vez mal habidas- del
Nibelungo, que cuando maldice al anillo y compañía (el yelmo mágico no está
nada mal resuelto aunque sea deliberadamente infantil) no debería tener ninguna
fuerza moral para hacerlo.
De todas estas confusiones y embrollos van a terminar
pagando, como siempre, inocentes como los gemelos divinos (e incestuosos, pero
en la mitología no pasa nada), su hijo, la valquiria díscola y valiente y el
resto del mundo humano y divino que entre fuego y agua queda a la espera de una
nueva pureza inicial (eso de las inundaciones no sé a qué me suena, y por el
caso que se le hace, incluso cuando ocurre muy cerca, parece que vamos derecho
al cumplimiento de la profecía wagneriana -me pregunto sólo si habrá redención
por el amor de quiénes o si esos tendrán también que inmolarse con caballo y
todo, o sólo nos quedaremos asados a la parrilla y pasados por agua como
tenemos merecido mucho más que nibelungos, guibichungos, welsungos, y otros
chungos).
Los pequeños alumnos de la escuela de la Scala hicieron
muy bien de gnomos chillones ma non troppo. Mime fue, como hace tiempo, el
extraordinario Ablinger-Sperrhacke mientras que Alberich estuvo a cargo del no
menos poderoso Sigurdarson (digo yo, ¿no podríamos volver a nombres artísticos
más manejables? Siempre tengo que mirar tres veces dónde pongo las consonantes
y por lo general en algún sitio me equivoco, de puro ‘pig’).
Volle fue un notable Wotan aunque aparte del ojo que dio
por Fricka (pero en realidad por suerte conserva) parece que tiene algún
problema en una pierna que hace temer por su estabilidad y no le permite
siempre tener su aspecto de imponente dios ario. Bien las tres ondinas, en
papeles que se corresponden con sus cualidades. También Bezsmertna como Freia
tuvo buena actuación, y de las mezzos resultó mejor (aunque los graves dejaron
de oírse con Marga Hoeffgen en 1962) la Erda de Mayer que la Fricka de Van der
Damerau quien al parecer no ha salido del todo indemne de su paso por Brunildas
alternando con Ulricas.
De los gigantes tiene delito que el más débil y menos
decidido Fasolt tenga más voz y grave que el queda en vida y se convertirá en
dragón (Park 1- Anger 0). Si el Froh de Maqungo resulta débil vocalmente no sé
qué hay que decir del importante Loge de Ernst, destimbrado y con poco volumen:
¿habrá que recordar que esto lo solían cantar tenores heroicos o lírico spinto
como Svanholm o Uhl? Aquí el color no importa mucho pero la firmeza, la
presencia de un timbre y el squillo y la extensión sí. No puede ser que
Mime resulte más poderoso vocalmente que el dios del fuego. Schuen consiguió
brillar en parte tan ingrata como Donner de la que sacó el máximo partido.
Teatro sin una entrada y mucho aplauso al final. Y colorín colorado, al oro del Rhin se lo han afanado.
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