Italia
Ravenna 2024 (I): Armonia e histrionismo con Pizzi y Dantone
Agustín Blanco Bazán
La tradicional trilogía de espectáculos que tiene lugar todos los años en el teatro Alighieri de Ravena, comenzó este noviembre con un Ritorno di Ulisse in Patria con regie, escenografía y vestuario de Pier Luigi Pizzi (Milán, 1930) acompañada por la orquesta de la Academia Bizantina dirigida por Ottavio Dantone. Al día siguiente, los mismos artistas unieron en un original espectáculo de alguna forma en pendant con la obra de Monteverdi, la Oda a Santa Cecilia y Dido y Eneas de Henry Purcell. El tercer espectáculo fue un idiosincrático recital del contratenor Jakub Józef Orliński que por la importancia mediática de este artista será comentado aparte.
Un
ejemplo de la experiencia concertadora de Pizzi y Dantone fue la decisión de
combinar una orquesta sin foso y a nivel de la platea con escenario elevado
sobre una tarima blanca. Fue así que la acción teatral, desarrollada sobre un
tablado alto de contornos simples y precisos, pudo ser apreciada sin el
obstáculo visual de una orquesta, que, sin foso, se benefició de una acústica
de cromatismos redondamente oxigenados y texturas nítidamente diferenciadas.
En estos tiempos de producciones escénicamente intrusivas y antojadizas, el trabajo de Pizzi fue un bálsamo de claridad cuya filosofía él mismo comenta en una breve introducción en el programa de mano: no se trata de violentar una obra con confrontaciones que nublen su valor intrínseco sino de resaltar este último con una visualización que no debe necesitar explicaciones para que el público comprenda su significado. Por lo demás, agrega, es imposible explicar antes de una representación cual será el resultado final de una colaboración entre el regisseur, el director musical y los cantantes que inevitablemente implica una adaptación recíproca y cambiante a través del período de ensayos.
Con esta
actitud Pizzi rechaza la pedantería de imponer ideas previas y por el
contrario, resalta la genuina magia de cualquier experimento teatral, a saber:
la vitalidad de un intercambio, primeramente entre artífices escénicos y
musicales, y luego con el público.
En este caso, se trató de una vivencia intensa y directa primeramente posibilitada por la nitidez de esta plataforma blanca donde las escenas de palacio se desarrollaron contra un panel de tres grandes portales que abarcó todo el fondo, ocasionalmente elevado para las escenas exteriores, por ejemplo, la playa de Ítaca a donde finalmente llega el protagonista. Los decorados, también blancos y de un minimalismo extremo (un telar, un lecho nupcial y un trono) fueron utilizados en estricta sincronización con una regie de personas a su vez prolijamente engranada en la poesía del texto.
Los vestuarios, simples y también estrictamente adaptados a la
personalidad de quienes se cubren con ellos, combinaron el pasado y el presente
con túnicas y chitones en negro, blanco, azul, violeta y ocasionalmente rojo,
que no desentonaron con algunas caracterizaciones en cuero negro decididamente
contemporáneas. En esta efectiva simpleza Pizzi admitió como única pomposidad
la de los pretendientes, que fueron presentados con capas y golillas evocativas
del barroco español.
Y todo
ello en la atmósfera de un sugestivo cambio de luces para un firmamento algunas
veces ocre y otras de un celeste fuerte y luminoso y algunos detalles que
sirvieron para resaltar la épica trascendental de la obra Un ejemplo fue el
contraste de un Giove majestuoso y escoltado por una enorme águila “de verdad”,
con el expresivo y patético raquitismo de L’umana fragilitá, interpretada con
una mímica de intenso patetismo por Danilo Pastore que también reapareció como
un efectivo Pisandro.
El
reparto de cantantes fue de alto nivel, con una descollante Penélope interpretada
por Delphine Galou con voz brillante y exquisitamente filigranada a través de trinos
nunca exagerados y un fraseo claro y penetrante. También se destacó Gianluca
Margheri, un Giove de magistral mordente y solidez de legato. Mauro Borgioni cantó
un recatado y sensible Ulisse, y como los amantes Melanto y Eurymaco, Charlotte
Bowen y Žiga Čopi combinaron frescura vocal con una sensualidad de arrebato y
delicadeza ejemplarmente demostrativas de un regisseur que sabe seguir texto y
música sin calenturas innecesarias.
En
contraste con esta severamente refinada estática general, el talentoso cantante
de carácter Robert Burt fue importado de Gran Bretaña para interpretar un Iro
desopilante en su comicidad y desparpajo. Pero en este caso no pude menos que
comparar el rigor de esta producción con la inolvidable de Jean Pierre Ponelle
y Nikolaus Hanoncourt, que sazonaban toda la obra con varias transgresiones
humorísticas, no solo con Iro sino también con Neptuno, un gruñón que en
Ravenna salió un poco acartonado.
Dido y Eneas y la Oda a Santa Cecilia
Al día
siguiente Pizzi, Dantone y el mismo equipo de cantantes volvieron a la tarima
blanca, esta vez encerrada en un ciclorama con un órgano al fondo. Dentro de este
cuadro escénico la Dido y Eneas fue
enmarcada por una Oda a Santa Cecilia que
inició el espectáculo como prólogo y lo cerró en un epílogo que contrastó el
lamento final de Dido con la triunfante y célebre invocación de: “Hail! Bright Cecilia, Hail to
thee! Great Patroness of Us and Harmony!”
La idea
central de este collage fue evocar la
primera representación de la ópera que, explica el programa de mano con lujo de
detalle, habría tenido lugar en una escuela de danzas londinense. En este caso,
los alumnos fueron los mismos solistas de Ulisse,
que vestidos en negro como estatistas contemporáneos en un ensayo de
bambalinas, comienzan ensayando con espontánea informalidad una Oda cuyo
pathos termina apoderándose de ellos mientras llega el momento de
confrontar la ópera. Ésta fue presentada como un “teatro dentro del teatro”
concebido por Pizzi con efectiva simplicidad: un enorme telón azul que ha
venido flanqueando la escena durante toda la obra súbitamente se cierra para volver
a descorrerse mostrando una acción teatral en trajes de época que hemos visto
probarse a los alumnos. La iluminación es diáfana en el reino de Dido y de una
siniestra penumbra rojo oscuro en el de unas brujas sensualmente vampirescas.
La interpretación de Adriana Venditelli (Dido) sobresalió junto al vibrante Eneas
de Maurio Borgioni. El espectáculo fue realzado por la intervención del coro de
la Catedral de Siena Guido Chigi Saracini cuya proyección brillante y bien
contorneada combinó con la variedad cromática lograda por la orquesta de la
Academia Bizantina, que este año cumple cuarenta años desde su fundación.
Como en el caso del Monteverdi de la noche anterior, Dantone dirigió con un virtuosismo similar al de Pizzi para la escena, ésto es, con sobriedad y sin pretensiones de exhibicionismo. Fue gracias a ambos que dos estilos poético-musicales diferentes confluyeron en una simplicidad armónica y vivificante, digna del mejor teatro musical.
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