Austria
‘Del amor captativo al oblativo’
Jorge Binaghi
‘Porque el amor existe, e incluso una Manon puede encontrarlo’. Así concluye el capítulo dedicado a la ópera más célebre de Massenet en el único libro que tengo a mano sobre el autor aunque dista de gustarme, sea por el lenguaje, sea por la idea. (Brigitte Olivier, Massenet, Actes Sud, 1996, pág. 80). O sea, que la protagonista pasaría del amor que ‘capta’ al que ‘se da’. Y resulta que ‘hasta’ alguien como ella puede encontrarlo. Vamos, que una frívola tirando a prostituta puede sentir el ‘verdadero’ amor, del que se da por sentado que existe. Esta sería una versión correcta si fuera contemporánea de la obra o de La Traviata, de la que se diferencia mucho más que lo que semeja.
Cualquiera sea la noción que se aplique al personaje la
obra continúa siendo imbatible, incluso con los cortes que le han inferido las
tijeras de la producción que, con alguna modificación, es la misma que vi hace
trece años aquí mismo, ahora en su 61ª representación. Sería hora de cambiarla.
Me voy a repetir un poco:
“Realmente no encontraba a faltar para nada alguna de las genialidades de Serban […]. Uno podría dedicar páginas a analizar esta producción, pero no hay que perder tiempo cuando no vale la pena. Me limitaré a algunos aspectos. Se puede entender que no haya pausa tras cada uno de los actos, pero es absolutamente impensable desde el punto de vista teatral la idea de que el único intervalo tenga lugar tras la primera escena del tercer acto con una orquesta que apenas marca unos acordes tras el ‘A Saint-Sulpice!’ de la protagonista, para colmo tras la supresión íntegra del ballet (obviamente no ‘encajaba’ en la idea de Serban. Massenet es un molesto que escribe cosas que no condicen con nuestra genial concepción, por supuesto). Que ese mismo cuadro transcurra entre macarras, horteras y mujeres fáciles en Pigalle y el Moulin Rouge a los pies de un inmenso cartel de La condesa descalza de Mankiewicz sólo es congruente -en parte- con la versión del acto segundo de los protagonistas como una suerte de Arletty y Jean Gabin de fines de los años treinta del siglo pasado. No estaría bien eso ni siquiera en una versión ‘imaginativa’ de La Gran Vía (espero no inspirar a nadie) donde al fin de cuentas se canta aquello de ‘Yo soy un baile de criadas y de horteras./[….].’ Pues para el Cours-la-Reine… no, verá usted…”.
Había olvidado señalar otros cortes (¿o no estaban?) como
la amputación del inicio de la obra que prácticamente arranca con la
conversación de Lescaut y sus camaradas y produce una alteración de la
estructura dramática de toda la obra, no sólo por las tres ‘chicas’, sino sobre
todo por Brétigny, y ni qué decir, por Guillot (que aquí se limita más que nada
a hablar con voz áspera, no recuerdo si por exigencias de la régie o hay que
cargarlo en el debe de Ebenstein). Hay algún otro pequeño corte, pero ninguno
tan brutal como éste.
Villeneuve me defraudó lo suyo… Empezó como si hubiera
llegado tarde y tenido que recuperar, y en algunos momentos, entre ese foso
abierto y la orquestación de Massenet puso en apuro a los dos protagonistas por
su tendencia al forte. La orquesta parecía en parte distinta a la del
día anterior, lo que se advertía no en los primeros atriles, pero sí en el
sonido de las cuerdas, por ejemplo, que eran más sordas y menos tersas. Muy
bien el coro, aunque colocado casi siempre a los lados del foso no podía hacer
mucho más que cantar.
Debutaba como protagonista Mkhitaryan, que es una buena
cantante y actriz, y sobre todo exhibe un registro agudo y sobreagudo
solidísimo. Como suele ocurrir con las lírico-ligeras eso aquí se paga con
menos volumen y color en centro y grave, y así el personaje pierde en seducción
(y a veces en audibilidad).
Grigolo conoce el personaje y respecto de su prestación
en Londres pareció menos ‘extrovertido’ (por fortuna) y más en estilo. Esto se
pudo apreciar en las medias voces (con más fortuna en el primer acto que en el
‘Sueño’ del segundo, que de todos modos fue muy loable). A partir del tercer
acto -no sé si tenía mucha alternativa- decidió priorizar el volumen y su Des
Grieux estuvo más cerca de Puccini que de Massenet. La voz continúa bellísima,
aunque algo más oscura.
También Lescaut era un debutante. Olivieri resulta ideal
para el papel y es lástima que no lo haya hecho antes, porque imagino que en el
futuro no ocupará lugar relevante en su repertorio y compromisos. Tuvo un
excelente francés (también sus compañeros principales no francófonos), un
fraseo cincelado (las frases que tiene que cantar son importantes) y un canto
que dio toda la ambigüedad del personaje (que no tiene por qué ser el primero
en manosear a su prima, pero no fue culpa suya) desde ‘Ne bronchez pas!’ en el
primer acto hasta, sobre todo, su canción a Rosalinda del tercero, dechado de
irónica galantería.
Del resto destacó el Brétigny de Hässler, más por
material interesante que por canto apropiado. Correctas las tres
‘démimondaines’. Dimitrescu había ya cantado el Conde Des Grieux hace once años
y el tiempo ha pasado; en muchos momentos se limita a hablar, pero como es una
institución hubo aplauso.
En general el público parecía desganado y sólo se despertó un tanto para los aplausos finales. Las entradas estaban agotadas y había gente en busca de localidades. Se me hace difícil de entender la reacción. Ni siquiera los fans de Grigolo, que aquí son muchos, lograron comunicar su euforia a los demás.
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