España - Asturias
Muerte por kitsch
Samuel González Casado
Que Arabella, la última ópera en la que Strauss colaboró con su libretista favorito, Hugo von
, se represente en España es una alegría para todos los que disfrutamos con la perspicacia, los personajes bien delineados, las historias sin fisuras y el mejor canto.Parece difícil, por tanto, que pueda darse un concepto escénico que interprete la obra como si fuera su némesis, es decir, la apoteosis de lo vulgar, y hasta tal punto que convierta a esta obra en algo irreconocible. Pues aquí está, gracias a Guy
La escena no merece mucho comentario, porque esta especie de vodevil sexual procedente de Essen tampoco presenta ideas demasiado novedosas. Lo chabacano y cutre, las actitudes zafias, todo este kitsch capaz de entrar en la misma habitación, es algo que ya se ha visto.
Los personajes secundarios son los que más sufren este proceso de negación (padres, pretendientes, la Fiakermilli), caricaturizados hasta el punto de que nada es creíble. No se libra Mandryka, que luce toscas pieles y una tremenda herida en la cara por el narrado ataque de una osa.
Sí, en cierta medida, Arabella y Zdenka, las angustiadas hermanas acusadas por ese mundo deformado y cruel; de hecho, se cambiará el final de la obra en consideración a ellas, pues huyen juntas lejos de sus pretendientes.
El problema, en el fondo, no es el feísmo, sino que no se adapte a lo que la ópera pretende. Arabella tampoco es una ópera que tenga muchas melodías pegadizas, y la gracia está en lo bien hecha que está y en las sutiles relaciones entre personajes, que se justifican entre sí.
Cuando la sutileza se convierte en otro orden, ajeno a lo que se escucha, esta comedia lírica, repleta de dobles fondos, ternura, amargura y calibrada denuncia, puede considerarse difunta: nada de lo que se pretende está, porque en Strauss y Hoffmansthal el cómo es la obra.
Lo anterior, que es una cuestión de concepto, no incluye algunas chapuzas técnicas que terminaron de redondear el asunto, como la de poner un columpio fragonardiano en el tercer acto que no dejará de moverse de forma residual mientras que la mayoría de la acción transcurre detrás. El columpio está atado a un árbol caído que solo se muestra al final (sí se veía una tétrica raíz), cuya interpretación puede ser una o trina.
Su segundo acto, el de la fiesta, fue inenarrable. Para muestra: la Fiakermilli sale de una tarta artificial adornada con luces parpadeantes y se pone a gritar (su canto en ese momento se puede definir muy precisamente como aproximativo).
Ya en el primer acto se había podido disfrutar de bonitas metáforas, como la del pretendiente Elemer moviendo un sable en su entrepierna, o un frustrado intento de coito de los padres de Arabella.
Solo una idea decente pululó por los tres actos: la del jardín de rosas que Arabella y Zdenka van construyendo en el proscenio con los numerosos ramos de los pretendientes, y donde ellas crean una especie de mundo personal al que acceden en los momentos más íntimos. Y, ya que menciono los actos: que el primero y el segundo se ofrecieran antes del único descanso fue un error mayúsculo, porque soportar esa corriente de aguas tóxicas durante hora y media es un acto de fe.
Desgraciadamente en cuanto al canto, gran parte del elenco, sobre todo los secundarios, no llegó a unos niveles más o menos dignos. Destacó, en este sentido, la escena con la echadora de cartas, desde luego la peor cantada que yo he escuchado. Christoph
(conde Waldner) mostró algunas buenas maneras, lo mismo que, en ciertas ocasiones, el desaforado (Matteo).Aceptable el Mandryka de Heiko
La protagonista, Jessica
Desde mi posición, por primera vez en la zona de entresuelo, las proporciones sonaron algo distintas. La dinámica de la orquesta me resultó bastante plana. La cuerda me pareció poco unida, quizá porque la percibí directamente; también recuerdo un solo de viola de gran audacia tonal. La dirección de Corrado
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