España - Madrid
Italia en Madrid, o resucitando a Corselli
Germán García Tomás
A la par que con su labor de recuperación de las obras escénicas del zaragozano José de Nebra, el joven contratenor Alberto Miguélez Rouco (A Coruña, 1994), director del conjunto de música antigua Los Elementos, ha querido reivindicar ahora la figura de uno de los menos divulgados pero más importantes compositores de la Ilustración, el italiano Francesco Corselli (1705-1778) -españolizado Francisco- maestro de la Real Capilla española quien durante cuatro décadas suministró ingentes cantidades de música religiosa de muy variada índole a la corte madrileña.
Pero como en el caso de Nebra -quien ostentó el cargo de
vicemaestro de capilla con Corselli- de nuevo el interés se ha centrado en su
corpus escénico, con la recuperación histórica y lo que ahora se da en llamar
estreno en tiempos modernos de un título operístico que sigue el modelo de la
música teatral española en dos actos: La
cautela en la amistad y robo de las sabinas, que se ha enmarcado dentro de
la siempre atractiva programación del ciclo Universo Barroco del Centro
Nacional de Difusión Nacional, sumando así una nueva exhumación del patrimonio
musical del Setecientos, en esta ocasión genuinamente española pero con ribetes
de italianismo.
La ópera fue estrenada en el Teatro de los Caños del Peral
en 1735, en pleno reinado de Felipe V, y nos dice Miguélez Rouco en sus notas
que fue dedicada por Corselli a la infanta María Teresa, que era alumna suya. Para
exhumar esta obra, reconstruirla e interpretarla en tiempos modernos, es digno
de alabar el trabajo de edición del propio cantante y director coruñés, que se
ha basado en un manuscrito de la partitura conservado en el Santuario de Lluc
en Mallorca, y ha partido de cuatro arias que se hallaban en la Catedral
Metropolitana de Santiago de Guatemala. El conjunto de esta ópera barroca
española muestra una alternancia de gran continuidad teatral entre recitativos
y arias, con inclusión de algún dúo o cuarteto, y números corales, que
sostienen una trama histórica muy libre en el contexto de la Antigua Roma que
narra enredos amorosos entre diversos personajes, todos encarnados en esta
interpretación por cantantes femeninas, los que ahora dan vida mezzosopranos entendemos
que fueron encomendados a castratos en la época de Corselli.
Aunque con la extensión propia de las óperas barrocas pero
no realmente excesiva, complace la escucha de la obra por la belleza de las
melodías de Corselli, cadenciosas, dramáticas o contemplativas, y con colores
individualizados, así como por su fino sentido de la teatralidad, consiguiendo
dotar de un ritmo fluido a las situaciones escénicas, que no escasean en el
terreno cómico tan caro al teatro hispano, aquí representado en los personajes
de Julieta y Pastelón. Fue especialmente grato como ocurre en otras ocasiones
de este ciclo barroco del CNDM en el Auditorio Nacional disfrutar -en pequeñas
dosis, eso sí- de una semi teatralización que rompía con el rígido esquema de
la más pura versión de concierto.
Si bien resultó enormemente complicada la inteligibilidad de
la trama, ajena al espectador en la recepción de una obra que está descubriendo
en ese momento, ponen todo su empeño en esa conjunción de elementos, y nunca
mejor dicho, los instrumentistas liderados por Miguélez Rouco al clave, cuyo
pulso ágil y atento en la ejecución imprime la argamasa armónica a la acción
teatral en los recitativos y marca el ritmo en las arias, y no se resiste a
hacer sonar las castañuelas en un aria de mimbres típicamente españoles que
remite a la escuela bolera.
El director gallego se rodea de estupendos colaboradores en
cuerdas y vientos, para lograr una sonoridad contrastada y perfectamente
empastada entre todas las secciones. Sin desmerecer a ninguno de los
integrantes, destaquemos las flautas de aterciopelado sonido de Pablo Gigosos y
Luis Martínez Pueyo -director a su vez del conjunto La Guirlande, cuyo último
trabajo discográfico ha apuntado precisamente a la música sacra de Corselli-, a
Pablo Fitzgerald como parte esencial en el bajo continuo y por su continuidad
de colorido en los recitativos, tanto al archilaúd como a la guitarra barroca,
y al percusionista Philipp Tarr, que con la vehemencia de su toque en el timbal
y el tambor hace destacar las páginas solemnes y militares de batalla.
Las siete cantantes convocadas, todas ellas ampliamente
especializadas en este repertorio de los siglos XVII y XVIII, brindaron
elevadas dosis de elocuencia en el plano de los afectos y la retórica en sus
diversos cometidos, siendo loable el esfuerzo en las múltiples exigencias
vocales -con la excepción del personaje gracioso de Pastelón, más relajado
vocalmente - y en conseguir mantener la atención y el seguimiento dramático en este
rescate operístico de Corselli. Sería injusto destacar a unas por encimas de
otras, ya que estas sensacionales intérpretes supieron aprovechar con honda y
fina musicalidad el buen puñado de arias que les son encomendadas para desplegar
sus habilidades vocales y sus facultades teatrales.
Como el rey fundador Rómulo la mezzo Natalie Pérez y la
soprano Jone Martínez dando vida al rey sabino Tacio compiten en sentido de la
dignidad, siendo algo más exigente el canto de la segunda, resaltándose en la
primera la ortodoxia de su registro. La soprano italiana Carlotta Colombo
exhibió un instrumento de límpida belleza, frescura y pureza vocal en el preponderante
personaje de Eresilea, que tiene el privilegio de cerrar la obra antes del
exultante coro final con una reposada aria de agradecimiento al dios de la
guerra Neptuno.
Fue un acierto contar con la experimentada soprano María
Espada, que como Elicia, papel no excesivamente abundante, vuelve una vez más a
mostrar sus garantías de inmensa intérprete, expresiva e introspectiva, de
cuidada línea vocal, en arias como “Copia bella”, y nos sorprendió el
interesante temperamento canoro de la mezzo Lucía Caihuela, de timbre cuasi de
contralto, que sustituía a la inicialmente prevista Carol García en el nada
fácil papel de Camilo -tan complejo como el de Tacio-, quizá la de mayor
autoridad y proyección de todo el reparto en páginas en solitario como “Sube el
fuego a su elemento” y “Aquella barquilla”.
Pero, para ser honestos, las verdaderas delicias de la noche
las brindaron dos cantantes que ya han incursionado en el terreno de la
comedia, la soprano Aurora Peña -junto a otros dos pequeños papeles- y la mezzo
Judit Subirana, quienes como la preceptiva pareja de graciosos Julieta y Pastelón,
a dúo y en solitario, escenificaron en la sala -mucho más la siempre
extrovertida Peña- los pormenores cómicos del estado matrimonial y sobre todo, el
hecho de acunar y cuidar a un bebé (“Un niño es fortuna”), con onomatopeyas
asociadas a las agilidades vocales, sobresalientes en ambas artistas. El aria
“Casarse, ¡ay qué gusto!”, cantada por el travestido papel de Pastelón con sus
continuas y veloces repeticiones de palabras, es una muestra inequívoca de ese
estilo de ópera bufa que cultivaron Pergolesi o Cimarosa y que llega hasta el
Leporello del Don Giovanni
mozartiano.
Gran éxito el que cosechó esta nueva recuperación barroca que engrosa la aún joven nómina de interpretaciones y descubrimientos de música escénica por parte de Los Elementos, pero que consolida ya la madurez del grupo instrumental de música antigua de Miguélez Rouco.
Comentarios