Francia
Disfrutar de una obra maestra
Francisco Leonarte

Stravinsky, a la manera de Picasso en pintura, fue ese creador genial que dominó musicalmente el siglo XX componiendo obras que, respondiendo a estéticas variadas, siempre resultaban indudablemente stravinskyanas. La carrera del libertino es una de sus obras maestras, aunando su particularísima melodía con la tradición belcantista (con referencias muy claras a la ópera dieciochesca y del primer siglo XIX, hasta Rossini).
La Ópera de París presentó ya el montaje de
Olivier Py en 2008, y desde entonces siempre ha recibido los parabienes de
crítica y público. Lo cierto es que esta puesta en escena tiene lo que bien
puede considerarse una enorme torpeza: durante todo el primer cuadro limita la
escena por arriba con un gran panel, limitando así también la visión de buena
parte del público y -cosa mucho más grave- impidiendo que las voces lleguen
naturalmente hasta la sala (y todo por hacer «bonito» para los espectadores de
platea, de nuevo un director de escena que sólo piensa en los críticos y en el
público que paga más caro).
Pero fuera de este, para servidor de ustedes,
inmenso error que nadie ha tenido a bien corregir, nos hallamos sin duda ante uno
de los mejores trabajos de Py. La acción se sigue sin problemas, cada uno de
los personajes queda perfectamente encarnado, las situaciones tienen
coherencia, los trajes son vistosos (para cierto sector del público es un dato
importante), y encontramos tanto el sentido del humor como el sentido trágico,
ambos presentes ya en la obra de Stravinsky/Auden.
La escenografía de Weitz, al establecer
diversos planos verticales gracias a unos andamios, da diversidad visual: lástima
que ese sistema de planos y andamios a veces limite la posibilidad para los
cantantes de acercarse hasta el público, y es sobre todo Ben Bliss, encarnando
al protagonista, quien más sufre de este condicionante escénico.
El tenor Ben Bliss pertenece a la escuela
inglesa, con un canto alla Peter Pears, aunque de timbre menos ingrato
que el de Pears. Tiene entre sus cualidades una perfecta inteligibilidad y un
bonito fraseo, y si a veces resulta cubre un punto demasiado en la zona aguda,
a lo largo de la representación va ganando en naturalidad hasta realizar un
último cuadro magnífico. Es cierto también que su papel es uno de los más
fatigosos del repertorio, porque está casi constantemente en escena, y por lo
tanto ha de dosificarse. Como cierto es también que la puesta en escena, como
decíamos, le suele impedir acercarse al público, quedando en medio de un
escenario sin fondo que no favorece la llegada de la voz hasta la sala. Realiza
también un notabilísimo trabajo actoral, con una muy bonita evolución, con ese
precioso momento en que Bliss contrahace la forma de cantar del niño,
abandonado sobre el camastro del hospital psiquiátrico.
Tal vez podría haber dado más matices todavía,
pero cuando por ejemplo intentaba apianar en los primeros cuadros, la orquesta
de Mälkki no le dejaba. En cualquier caso el público reconoció su cualidades, y
sobre todo su entrega, y le aplaudió a rabiar en los saludos.
Otra triunfadora de la noche fue sin lugar a dudas, Golda Schultz como Anne Trulove. Belleza de la voz, buen volumen, seguridad de la emisión, matices en la voz, agudos firmes, dominio de la coloratura, expresividad. Su aria recibió aplausos calurosos y en los saludos finales la cantante fue ovacionada.
Ian Patterson, que encarnaba al malvado,
sonaba algo nasal. No se trata de una voz realmente oscura -aunque Patterson se
las componga- y dado su vibrato, bastante acusado, y su silueta más de «bon
vivant» que de «aristócrata», su diablo, más que resultar realmente
inquietante, hace pensar en un perverso colega de trabajo que no habría de
tardar en jubilarse pero que sigue haciéndole a todo el mundo la vida
imposible.
Baba la Turca era interpretada por Jamie
Barton, cuyos registro de pecho, simpatía personal y sentido musical hicieron
las delicias del público.
Como la Tía Gansa y el padre de Anne, Justina
Gringyté y Clive Bayley, respectivamente, aportaron sus muy bonitas voces de
contralto auténtica y de bajo noble, llenas de armónicos. Tal vez un punto
pasado de histrionismo Rupert Charlesworth como Sellem, pero sin duda hay que
achacarlo más a la puesta en escena que a la voluntad personal del cantante.
Al frente del Coro (buen trabajo) y de la siempre notable Orquesta de la Ópera de París (con un formidable lucimiento de todos los vientos, especialmente los solistas de trompeta) estaba Susanna Mälkki, que dirigió los dos primeros actos sin matices y que durante todo el primer cuadro no tuvo en consideración que la torpeza escénica de Py limitaba la llegada de las voces. Poco a poco se fue dejando llevar por la historia y dio más posibilidades de interpretación a los cantantes, dejando que aflorase la emoción.
¿Falta de empatía y de riqueza de
matices de la directora de orquesta? ¿U opción estilística, pensando en la
frialdad y la «objetividad» que Stravinsky parecía reivindicar en la
interpretación de sus obras? Difícil saberlo.
En cualquier caso, al terminar la obra,
gracias a unos cantantes más que sólidos y con madera teatral, gracias a una
puesta en escena inteligente (a pesar de, repetimos, la torpeza del primer
cuadro), gracias a un buen trabajo de orquesta y coro, y gracias sobre todo a
una obra tan hermosa como La carrera del libertino, el público, que
había seguido con interés -léase pasión- las peripecias de los protagonistas,
que había pasado por sus emociones, aplaudió con el mismo calor con que se
aplaude un Verdi o un Rossini.
¿Será que de verdad el aficionado del siglo XXI empieza a hacer suyo el repertorio operístico del XX? Ojalá.
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