España - Andalucía
(Re)presentaciones que dejan huella
Pedro Coco
Si hace poco celebrábamos el centenario del fallecimiento de Giacomo Puccini con la imponente gala de Sondra Radvanovsky y Piotr Beczala -seguida de las funciones de Turandot-, el septuagésimo quinto aniversario de la desaparición de Richard Strauss ha traído al Teatro de la Maestranza, por primera vez en su historia, Ariadne auf Naxos. Un título tan representativo del repertorio, con escenas emblemáticas para la historia de la ópera, ha llegado en unas condiciones óptimas, tanto desde el foso como desde las tablas.
La
altísima calidad musical se debe a la precisa e imaginativa dirección de
Guillermo García Calvo, que expuso la obra con toda su riqueza y variedad
tímbrica. Culminó con un arrebatador dúo final que permitió a la entregada -y,
esta vez, reducida- Sinfónica de Sevilla demostrar su solidez y su versatilidad.
Impecables.
Un reparto ideado con inteligencia -y
mejor dirigido- brilló desde los primeros compases gracias al gran barítono
José Antonio López, profesional intachable de estupendos medios, como maestro
de música y la sensible y de homogéneo instrumento Cecelia Hall como
compositor. Es el suyo el tipo de voz que suele imaginarse el aficionado cuando
piensa en el rol, a caballo entre dos cuerdas.
El trío protagonista estuvo encabezado por la Ariadna de Lianna Haroutunian, una soprano aplaudida por sus incursiones en el repertorio italiano del XIX pero que con la asunción de este rol deja clara su capacidad para adentrarse con éxito en otros universos. No asombraron, porque suelen ser firma de la casa, aunque sí maravillaron su opulencia de mimbres y su sólida técnica. Agudos timbrados, graves perfectos y audibles y una implicación narrativa absoluta en sus dos escenas solistas: bravísima desde cualquier óptica.
Igualmente adecuado para el peliagudo Baco fue el tenor Gustavo López Manzitti, todo un acierto en la elección por su seguridad en el registro más agudo, su desenvoltura en un papel heroico nada sencillo y sus dotes dramáticas.
Por último, la de Elena Sancho fue una Zerbinetta ligera y
flexible, muy comprometida en lo escénico, como también lo fueron sus cuatro
compañeros; en particular, el barítono Carlos Daza, que con su buena línea supo
aprovechar sus mejores momentos en la partitura.
Artífice del milagro escénico fue el
director Joan Anton Rechi, trasladando la acción a finales de los años treinta
del pasado siglo -las fotos de los dos dictadores que viajan de una punta al
otro del escenario lo dejaron claro al inicio- y recreando una recepción
hispano-germana donde la troupe de Zerbinetta representa a una compañía
folclórica, mientras que la ópera seria la llevan a cabo rubios cantantes
centroeuropeos. El tópico en este caso resulta el vehículo perfecto para
contrastar temperamentos que libreto y música tan bien marcan. El guiño
cinematográfico, el tempo escénico bien entendido, la atención al detalle y el
homenaje -diríamos “final”, pero fue palpable a lo largo de toda la función- al
mundo del teatro emocionó incluso al espectador más frío y escéptico.
Ha sido toda una suerte poder disfrutar de una producción tan cuidada en unas latitudes donde tan poco se programa al genio muniqués.
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