Francia
Gran triunfo de Rameau/Carsen/Christie
Francisco Leonarte

Cuando muere Luis XIV, dejando una corte envejecida y muerta de aburrimiento, una población que detesta a su difunto rey y un país en la ruina más completa, su sucesor y bisnieto, Luis XV, es un niño de cinco años. El regente, tío del nuevo rey, es Philippe d'Orléans, con quien Luis XIV nunca hizo buenas migas tal vez porque encontraba que su sobrino era demasiado inteligente.
Philippe d'Orleans se instala en el llamado Palais Royal, en París, huyendo del enrarecido clima de la corte versallesca. Comienza así un movimiento político, pero sobre todo artístico y cultural, hacia la capital de Francia. Es el verdadero inicio del mito parisino como capital de las Artes, la Moda, el Lujo y tutti quanti. A pesar de que, en 1722, poco antes de alcanzar la mayoría de edad regal (13 años) Luis XV manifiesta su deseo de volver a instalarse en el palacio de su bisabuelo y que Philippe d'Orléans (harto de la antipatía que le muestra el pueblo parisino1) así lo decide también, el movimiento será irreversible: el centro de los placeres y diversiones ya no será Versalles sino París.
De hecho, el propio Luis XV, algunos años más tarde, cuando su mujer, después de 10 embarazos seguidos, le cierre la puerta de su dormitorio, también multiplicará sus escapadas hacia París, encontrando más placeres en la capital que en Versalles...
Les
fêtes d'Hébé (1739) con su loa a los bordes del Sena,
forma parte de dicho movimiento pro París. Forma parte también de una serie de Fêtes
y Carnavals diecicochescas, nacidas al amparo del Carnaval de
Venise (1699) de André Campra, obras que en el título mismo contienen todas
sus pretensiones resumidas en una sola: divertir.
Pero Les fêtes d'Hébé, con su sucesión
de (muy) hermosas melodías, constituye una trampa para todo aquel que la quiera
montar: ¿Cómo interesar al público del siglo XXI cuando se trata de una obra de
puro divertimento, con una trama ligerísima y un concepto de la diversión que
puede parecer anticuado, véase polvoriento, a nuestros contemporáneos?
Actualizando, estableciendo correspondencias y
equivalencias entre pasado y presente que faciliten la comprensión de las
situaciones y la identificación con los personajes, introduciendo aquí y allá
pequeñas anécdotas dentro de la anécdota del libreto...
Es lo que, con mucha inteligencia, ha entendido Robert Carsen (que personalmente considero como uno de los escasos directores de escena que suelen hacer propuestas coherentes y que ponen el interés libretístico y musical de la obra por encima de su ego o de sus preocupaciones de carrera). El regocijo del público así lo confirmó a cada instante.
Por ejemplo, nada más empezar, un doble del
actual presidente de la República Francesa, acompañado de una mujer cuyo
peinado recuerda indudablemente al de su señora esposa la Primera Dama de
Francia, levanta risas, sonrisas, comentarios: el tono está dado. En vez del
pesado prólogo a la Lully, dedicado a lamerle las botas al soberano (el
famoso Luis XIV para Lully), Rameau y Gautier de Montdorge
proclaman en efecto que Hébé, la escanciera de los dioses y diosa ella misma de
la Juventud, va a irse del «Olimpo» (léase en el siglo XVIII «Versalles» y en
la versión Carsen «el Palacio Presidencial del Elíseo») para irse a «los bordes
del Sena» (léase en el siglo XVIII «París» y en la versión de Carsen, más
concretamente, «el París popular del Paris-Plage, de los eventos deportivos, de
las fiestas y verbenas en la calle y de los bateaux-mouche»). La metáfora Olimpo-Versalles
y Bordes del Sena-París que en el momento de la creación todo el mundo
entendía, queda así perfectamente clara para el público actual.
De suerte que los distintos argumentos (uno por acto)2 tomarán referencias actuales para explicar emociones pasadas: el primero ocurre entre jóvenes que trabajan en Paris-Plage (la playa artificial que todos los veranos instala en los muelles del Sena el ayuntamiento de la capital francesa); en el segundo el ambiente guerrero del libreto original es reemplazado por un ambiente de competición deportiva; y en el tercero, la fiesta pastoril en que aparece Mercurio es transmutada en fiesta al borde del mismo río con la llegada de un disc-jokey estrella. Transposiciones todas que funcionan -porque fuerza es reconocer que, fuera del monólogo de «Ô mort» que Léa Desandre encarna con auténtica convicción trágica- ni el libreto de Gautier de Montdorge ni la música de Rameau llaman realmente a la tragedia ni a la desesperación.
Como decorados, Gideon Davey realiza una
mezcla entre los elementos corpóreos (sillas de playa, garito del disc-jockey,
muelles de piedra...), de proyecciones (el citado Palacio del Elíseo, los
bordes del Sena, la torre Eiffel...) a las que los vídeos de René Rubiano dan
vida por momentos, y algún elemento que hace referencia a los decorados
dieciochescos (telón de columnas). Todo con intención de apelar a la memoria
del público parisino que se divierte reconociendo los lugares concretos, sin
eludir en ocasiones un cierto aspecto naif que agrega regocijo a la cosa.
Los trajes también juegan con la mezcla entre
estilos: en general todos son vestimentas actuales (a cada cual según su
categoría social, desde las élites en traje de cocktail hasta la mezcla de
clase media, clases populares y estudiantes que pueden frecuentar las verbenas
parisinas del tipo «bal des pompiers»), pero en ocasiones recurre el mismo Gideon
Daveya un estilo más a la antigua (los trajes de río, ninfa y arroyo,
compuestos de algas).
Los movimientos escénicos quedan también
perfectamente resueltos, tanto los corales como los de los distintos
personajes, movimientos que siempre tienen sentido.
Si a todo esto añadimos una cuidada dirección
de actores que permite que los personajes asuman con sinceridad los
sentimientos evocados en el libreto y en la partitura, entenderán ustedes que
nos hallamos ante una de las mejores puestas en escena de la temporada.
En cuanto a la danza, que como en toda
opera-ballet tiene una importancia capital, el vocabulario gestual de base de
Nicholas Paul no es de los más sorprendentes, pero tiene la inteligencia de
partir de situaciones actuales, con gestos perfectamente identificables por el
espectador, situaciones que varían según los actos. Así, si en el prólogo el
ballet gira en torno a las copas de champán, los brindis y los selfies en una
lujosa recepción, en el primer acto es el elemento acuático el que aporta
material gestual, en el segundo es el elemento deportivo (bonito ese partido de
fútbol bailado) y en el tercero el baile en fiestas y verbenas. Y funciona. Hay
suficiente diversidad como para sostener el interés del espectador y realzar la
música. Bravo.
Plantel de solistas
Entre los solistas encontramos un problema
habitual en el repertorio barroco francés, la escasez de voces graves
masculinas. Porque si Lisandro Abadie tiene un muy bonito fraseo y una
inteligibilidad más que aceptable -cualidades ambas fundamentales en este
repertorio-, pena para restituir los inclementes graves de Alceo. No obstante,
su dúo con Desandre resulta conmovedor, y en el menos comprometido papel de
Eurilas, Abadie sabe componer un personaje totalmente distinto de amante a la
vez despreocupado y seguro de sí mismo.
Más facilidad en los graves muestra Renato
Dolcini, que tiene un bonito material sonoro. Pero, tal vez por nervios de
estreno, su emisión es más irregular, con ciertos problemas de pasaje o de fiato
y cierta tendencia a la exageración en el canto que le restan elegancia.
De nuevo, en el más episódico papel de Río, Matthieu
Walendzik, a pesar de su buen estilo, encontrará problemas en las notas más
bajas de su particela.
En cuanto a los tenores, Antonin Rondepierre, como Thélème,
muestra también su buen estilo, pero es sobre todo Cyril Auvity quien da una
lección de fraseo, de elegancia, de dominio del repertorio, de sabiduría del
canto.
¿Y qué decir entonces de Marc Mauillon? Pues que es un
fenómeno. Mauillon ha conseguido crear un estilo vocal, impostando la voz de
manera natural, sin que nos dé la impresión de haber pasado por una escuela de
canto. Algo así como una mezcla entre la impostación del cantante lírico (que
le permite llegar con soltura a todas las notas), la utilización de la voz por
los cantantes de pop (su momento como estrella del rock en la puesta en escena
de Carsen, de hecho, resulta especialmente adecuado) y la utilización de la voz
en el canto popular tradicional (por eso sus interpretaciones del repertorio
medieval son magníficas). Brilla como Momus en el prólogo, con un gran sentido
del humor, y como Mercurio en la última entrée (el último cuadro) está
que se sale, apabullante. Y una inteligibilidad pasmosa. Con él no son nunca
necesarios los sobretítulos.
Menor es la inteligibilidad de Ana Vieira Leite, a pesar de
su muy bonito material canoro y su facilidad en todo el registro. Y su físico
de top model (impresionante su entrada como Amor). Mientras que en Emmanuelle
de Negri la inteligibilidad es muy buena, el timbre delicioso, la musicalidad
ejemplar. Tal vez estuviera nuestra admirada de Negri un punto corta de fiato
por momentos, muy probablemente debido a los nervios del estreno. Su dúo con
Cyril Auvitiy, éste como arroyo y aquélla como náyade, de pasmosa delicadeza,
sutil como encaje de Venecia, quedará en el recuerdo como un momento de
suspensión en el tiempo.
Por último, entre los cantantes, resaltar las tres
intervenciones de Léa Desandre, aplaudidísima, … y no es para menos. Perfecta
dicción, fraseo elegantísimo, gran capacidad de emoción (el citado monólogo «Ô
mort» fue uno de los momentos álgidos de la representación), gran capacidad
para componer tres personajes completamente distintos (la joven trabajadora, la
amante trágica, la muchacha que se divierte en la fiesta). Olé.
Les
arts Florissants
Coro y orquesta eran los de Les Arts Florissants, la
formación fundada en 1979 por William Christie que tantas alegrías ha dado a
los amateurs de barroco en general y sobre todo de barroco francés.
Un coro con empaste, con una inteligibilidad notable, con
una soltura envidiable, con una complicidad escénica sobresaliente, plegándose
a las divertidas ocurrencias de Carsen (como ese cambio de ropa, de ropa de
cocktail a ropa de playa durante una de las danzas de la primera entrada) y a
las del coreógrafo (participando en los movimientos coreográficos,
especialmente en el último acto).
En cuanto a la orquesta, uno no sabe qué admirar más, si el
bonito sonido, si la precisión atacando los pasajes prestissimo con una nitidez
epatante,si la capacidad expresiva, si la ductilidad y la variedad de colores.
No hay lugar para la monotonía, y cada danza, cada comentario orquestal de las
melodías cantadas, son puras joyas.
Y es que al frente de todo está un octogenario de leyenda,
el propio William Christie, que ataca la obertura con una fuga que para sí la
quisieran muchos veinteañeros. El gran Christie que sabe entender la música de
Rameau con toda su diversidad. El mismo que por momentos deja que los
instrumentos del continuo trabajen solos, porque la complicidad entre ellos no
necesita que nadie, ni siquiera el propio Christie, les marque los tiempos; el
mismo que sonríe y disfruta con el trabajo de todos los músicos, en el foso o
sobre el escenario; el mismo que, al salir a saludar al final, salta como un
gamo para recibir la ovación unánime de la sala.
Si es cierto que «C'est où l'on aime que sont les cieux» («El cielo se halla allá donde se ama»), como cantan los personajes del último acto, entonces, con estas Fêtes d'Hébé de Rameau en la producción Carsen/Christie debemos de estar muy cerca del cielo.
Notas
1. Podríamos decir que el balance total de la regencia fue más que positivo, pero el Regente se veía entachado por las calumnias que la alta nobleza y el clero difundían sobre él y su familia. En este sentido, el desastroso final del experimento Law no vino a arreglar las cosas...
2. Cosa que diferencia lo que hoy llamamos opera-ballet de la tragédie lyrique, en que el asunto es siempre trágico, los personajes y el tono más «elevados» y el argumento uno solo para toda la obra, respetando las tres unidades aristotélicas, la de acción, la de lugar y la de tiempo.
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