Memoria viva

Bruckner 200

Santa paciencia

Alfredo López-Vivié Palencia
martes, 31 de diciembre de 2024
Anton Bruckner © 2024 by Bruckner Projekt Anton Bruckner © 2024 by Bruckner Projekt
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Todo empezó un día a finales de los años setenta, todavía época del disco de vinilo, cuando en cierta ocasión me acerqué a Discos Castelló –benemérito establecimiento de la calle Tallers de Barcelona que durante tantos y tantos años surtió a profesionales y aficionados con la mayor variedad de grabaciones que se podía encontrar en la ciudad- y encontré algo que me llamó la atención. 

Repárese en que entonces no existía Internet y por tanto la única forma de saber qué había en el mercado eran los catálogos impresos en papel de las diferentes compañías discográficas: salir de la tienda sin comprar nada pero con un catálogo nuevo bajo el brazo ya suponía una alegría.

Pues bien, ese buen día estaba revolviendo elepés en Castelló y me topé con uno, editado por Deutsche Grammophon, que presentaba la Sinfonía nº 4 de Anton Bruckner -un nombre que entonces ignoraba- en interpretación de Herbert von Karajan y la Filarmónica de Berlín. La carátula era extraña, se veía el ala de un ave en medio de la nieve. Eché un vistazo a la contraportada, vi que Bruckner era un compositor del siglo XIX, y que además la sinfonía llevaba por título “Romántica”. A la vista de esos datos del autor y los intérpretes, pensé que la cosa me podía gustar y compré el disco. Y me gustó, pero sólo a ratos: sólo aquéllos en los que el metal de la orquesta sonaba a todo vapor, que al final de la hora larga que duraba la sinfonía tampoco eran tantos.

Desde entonces hasta hoy han pasado muchísimos años, y basado en las múltiples audiciones discográficas y los múltiples conciertos en los que he escuchado la música de Bruckner, ahora que acaban las conmemoraciones del bicentenario de su nacimiento me gustaría compartir con ustedes algunos pensamientos sobre sus sinfonías relativos a mi percepción. Desde que conocí por primera vez su obra, siempre –hoy también- escuchar estas piezas me resulta trabajoso, y me requiere un esfuerzo mental superior al empleado en escuchar a la mayoría de sus contemporáneos.

No es infrecuente que muchos melómanos conspicuos reconozcan que las sinfonías de Bruckner se les antojan pesadas y aburridas. Y largas; sobre todo largas. No es de extrañar, porque esto ha sucedido así desde el propio estreno de estas obras. Aquí es obligado citar a Eduard Hanslick, quien el 23 de diciembre de 1892 escribía en el diario vienés Neue Freie Presse lo siguiente: 

Interminable, desorganizada y violenta, la Octava Sinfonía de Bruckner se estira hasta una longitud horrible. 

Ya sabemos los motivos que tenía el célebre crítico para oponerse a la música de Bruckner, y por ello su opinión hay que tomarla a beneficio de inventario. Pero hay que reconocer que parte de ese inventario se mantiene a día de hoy. Tratemos de buscar el motivo.

Para empezar, Bruckner no era un compositor de segunda división, por más que consuetudinariamente se aluda de forma denigrante a sus orígenes provincianos, a su carácter introvertido y a sus vaivenes creativos con las continuas revisiones de sus sinfonías. 

Si lo hubiera sido, estas obras no habrían sido defendidas por figuras como Gustav Mahler –que fue su alumno- ni estrenadas por las mejores orquestas y directores de la época (por ejemplo, la Filarmónica de Viena estrenó la Segunda Sinfonía en 1873; la misma orquesta hizo lo propio con la Cuarta Sinfonía en 1881 bajo la dirección de Hans Richter, quienes también se hicieron cargo de la primera audición de la Octava Sinfonía en 1892; la Séptima se dio por primera vez en los atriles de la Gewandhaus de Leipzig y Arthur Nikisch en 1884).

De manera que debemos descartar la calidad de estas obras como causa de su cautelosa recepción. Es cierto que las sinfonías brucknerianas, si bien se han tocado de manera ininterrumpida en la Europa de habla alemana, su incursión en los programas de las orquestas norteamericanas y mediterráneas ha sido mucho más paulatina (sobre todo en estas últimas, dado que las americanas nacieron y crecieron con músicos germanófonos). 

Pero en la actualidad forman parte del repertorio habitual en cualquier parte. Baste citar el caso de España, donde ya han pasado casi cuarenta años desde que Jesús López Cobos emprendió su apostolado bruckneriano con la Orquesta Nacional (y no sólo: recuerdo vivamente un concierto que dio en el Palau de la Música de Barcelona con la Filarmónica de Londres, tocando Muerte y Transfiguración de Richard Strauss y la Séptima Sinfonía de Bruckner, sin solución de continuidad y pidiendo al público que no aplaudiese hasta el final del programa). El caso es que en este año del bicentenario su música ha sido interpretada por prácticamente todas las orquestas estatales y regionales.

Tampoco, a mi juicio, el elemento religioso tiene nada que ver con la costosa recepción de estas sinfonías, y por ello rechazo la común apelación de “catedrales sinfónicas”. Mucho se ha escrito sobre cómo ha permeado en sus obras orquestales la profunda fe católica de Bruckner, aunque me atrevo a decir que ese factor ni atrae al creyente ni repele al ateo. 

En mi caso, como agnóstico, me atengo a la práctica: nunca he sido capaz de percibir ese sustrato religioso en la audición de las sinfonías brucknerianas –ni siquiera en la Novena-, y ello no me ha impedido –con el paso de los años- su disfrute. De la misma opinión es Herbert Blomstedt, cristiano devotísimo y bruckneriano fervoroso, de modo que creo no estar perdiéndome nada por mi falta de fe. Otra cosa es que su música no transmita una innegable espiritualidad, cuya trascendencia queda para la intimidad de cada oyente.

Por el contrario, uno de los factores que sí influyen en la dificultad de la escucha es la falta de melodías. Bruckner, como buen profesional, sabía cómo construir una sinfonía ateniéndose a la llamada “forma sonata”; pero ni el primer tema ni el segundo (y a veces ni en el tercero) de sus primeros movimientos contiene una melodía que el público pueda retener, entre otras cosas porque esos temas son larguísimos (y en consecuencia, los desarrollos son proporcionalmente extensos), y porque los tiempos son moderados. 

Los Adagios –normalmente el meollo de sus sinfonías- presentan también temas interminables que tampoco calan en el oyente. En los Scherzos predomina como es lógico el elemento rítmico, y los Finales –como los arranques- son más de lo mismo. Nadie sale de un concierto bruckneriano tarareando nada. “Lo mismo sucede con Brahms”, dirán ustedes y con razón. La diferencia es que las sinfonías de Brahms duran la mitad que las de Bruckner.

Otro factor que debe tomarse en consideración es el aspecto visual, que en la música orquestal siempre reside en la percusión. En Bruckner no hay nada de eso: únicamente dos platillazos en el Adagio de la Octava Sinfonía y uno más –que algunos todavía discuten- en el de la Séptima. Aunque este elemento sólo es el aperitivo de lo más importante en el asunto que trato: en las sinfonías de Bruckner no hay drama. 

Contrariamente a lo que sucede con las sinfonías de Mahler –en las que cada compás es un apocalipsis-, en Bruckner no hay el menor atisbo de desgarro emocional; salvo en el Adagio de la Novena Sinfonía y porque a Bruckner no le dio tiempo a terminarla: de haber completado el Finale, estoy seguro de que las terribles disonancias de ese momento quedarían apartadas de la impresión que causa esta sinfonía en el público.

Seguramente por eso –en mi personalísima opinión- la música de Mahler, como la de Mozart, es más fácilmente atractiva para el oyente en general y para el oyente joven en particular: en ambos el drama está servido más o menos explícitamente. Por la misma razón, Bruckner -como Haydn- no goza de ese atractivo y sus bondades se aprecian tras muchos años de acercamiento a sus músicas. Y en ello tiene mucho que ver también la edad de los directores que se ponen ante esas partituras: en mi experiencia, sólo he escuchado buen Haydn y buen Bruckner en la batuta de maestros veteranos.

Ellos son quienes han comprendido que el ingrediente principal para hacer digerible la interpretación de una sinfonía bruckneriana, además del pulso para que el discurso fluya aunque el tiempo sea lento, es la tensión. Tensión en las transiciones de un tema a otro, y tensión en las subidas a las cimas sonoras de las sinfonías. 

Todas las sinfonías de Bruckner acaban de manera triunfal, conclusión que carecería de sentido si antes no se ha sabido gestionar la tensión (también es verdad que, a veces, Bruckner llega a ese final de manera un tanto abrupta –la Séptima Sinfonía, por ejemplo-). 

Y como los temas, las transiciones y las subidas son tan largos, la acumulación de tensión debe dosificarse -por parte de los intérpretes y por parte del público- con paciencia, virtud más propia –no siempre- de quienes tenemos cierta edad, que ayuda a que el esfuerzo mental requerido por la música de Bruckner se vea recompensado.

De todos modos, el dato de los finales triunfales también es un factor que influye de manera contraproducente en la escucha de las sinfonías, porque en ocasiones, por muy triunfales que sean, resultan decepcionantes. No hay duda de que en la Quinta o en la Octava la conclusión es el momento álgido. Pero en alguna otra –pienso en la Tercera o la Cuarta- la conclusión del primer tiempo tiene la misma fortaleza que la del último. 

Más aún, la conclusión del primer movimiento de las sinfonías Sexta y Séptima es mucho más grandiosa que la de los respectivos Finales. Dejo aparte la Novena por razones obvias, si bien para mí la coda de su primer movimiento es de lo mejor que escribió Bruckner, precisamente porque representa un altísimo grado de tensión. En cualquier caso, la necesidad de paciencia se acrecienta en estas tres obras.

Aunque para ejemplo de paciencia, nada como la Quinta Sinfonía, una obra que, según otro gran bruckneriano –Günter Wand-, el autor escribió para demostrar su maestría formal ante el mundo académico. Y lo consiguió, porque no es más que una sinfonía clásica perfectamente estructurada; el problema es que dura el triple de una sinfonía clásica. 

Aquí la paciencia es más necesaria que nunca, y aquí es donde los germanoparlantes nos llevan ventaja: la gramática de su lengua ordena que en una oración con subordinadas el verbo principal va al final. Y esta sinfonía contiene tantas frases subordinadas que hemos de esperar hora y cuarto para llegar al verbo principal y comprender todo lo que ha venido antes. Pero qué enorme satisfacción da llegar y comprender.  

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