Obituario

Muerte de un grande: Tom Johnson

Francisco Leonarte
viernes, 3 de enero de 2025
Tom Johnson y Paco Mir © OCB Tom Johnson y Paco Mir © OCB
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La mañana del 31 de diciembre de 2024, como si el año quisiera regalarnos una última desgracia, moría uno de los mayores compositores vivos, el franco-estadounidense Tom Johnson(Greeley, Colorado, 18 de noviembre de 1939; París, 31 de diciembre de 2024). Hacía ya varios años que Tom no se desplazaba sin su bombona de oxígeno, y se sabía que su enfisema pulmonar era irreversible, pero no por más o menos esperada deja de ser la noticia menos triste.

Algunos apuntes personales 

Tom era fundamentalmente una persona buena. No exento de una ingenuidad auténtica que no siempre le granjeaba amistades. Sobre todo en el muy snob ambiente artístico parisino. Pero él seguía con lo suyo, siempre animado por una fe inquebrantable.

Una fe en Dios – porque Tom, como tántos otros grandes compositores era profundamente religioso, y asistía con placer y devoción a misa en la Catedral Americana de París, donde también tocaba el órgano en ocasiones. Y por ende una fe inquebrantable en la Verdad, así con mayúscula, y en la Historia. No le preocupaba en demasía lo que pudieran decir críticos o programadores – o le preocupaba menos que a otros – porque Tom era lo más lejano que yo conozca a un trepa. Sabía que su música era hermosa, y sabía que tarde o temprano la Historia de la Música así lo reconocería.

Tal vez no fuera ajeno a esta fe en Dios y en la Verdad el amor que Tom sentía por las matemáticas.

La más pura de las ciencias, la más  esencial. 

Las matemáticas, con su fiabilidad, con sus misterios, con sus infinitos para arriba o para abajo y sus problemas insolubles, eran fuente de gozo y de inspiración para Tom.

Recuerdo haber asistido a una conferencia en que Tom había sido invitado por un crítico parisino para que hablase – creo recordar – de algo así como el Caos en la música, la disolución de todo tipo de reglas. Cierto, Tom, testigo privilegiado como artista, como marido de otra grandísima artista, Esther Ferrer, como crítico y como amigo muy cercano a Cage y a tantos otros, había asistido a todos los experimentos de Fluxus, por ejemplo. Así que Tom, en efecto, empezó su conferencia dedicándole cinco minutos a esa época, para ventilarlo con un

Y ahora que os he hablado de la desaparición de las reglas, os voy a hablar de la recomposición de las reglas vía las matemáticas. 

Y acto seguido empezó a hablar, durante el resto de la hora que le había sido impartida, sobre su obra y sus experiencias matemático-musicales – la impaciencia del organizador francés, que no le había llamado para eso, era palpable, pero creo que Tom ni siquiera se dio cuenta.

Como toda persona buena, Tom era persona risueña. Le gustaba hacer bromas, divertirse, reír. Y una de tantas veces en que me arrancó una fuerte risotada, me miró, sorprendido, para decirme que sólo a Cage le había escuchado unas risotadas más fuertes que las mías. Y eso que las del propio Tom no eran moco de pavo...

Amigo de sus amigos, amigo de compartir, a menudo su casa estaba abierta – siempre y cuando los viajes, los compromisos y la salud lo permitiesen.  Recuerdo veladas preciosas en que, tras la cena (era buen cocinero, en especial de cakes y de platos fuertes, tipo roastbeef, alubias, lentejas, aunque sólo los cocinaba cuando tenía invitados, porque todos esos platos eran bombas de relojería para la pobre Esther), tras la cena, Tom invitaba a participar cantando algo, o se sentaba él mismo al piano para interpretar alguna composición en la que estuviera trabajando. Y yo me sentía muy pequeño, muy pequeño ante tanta hermosura.

Y cuando había terminado, se giraba hacia nosotros preguntando : «¿Habéis percibido el principio matemático?». Yo no había percibido ningún principio matemático, yo sólo había percibido la extraña hermosura, extraña y próxima a la vez, que se desprendía de aquellas notas al piano.

Ni qué decir tiene que en el bastante pedante París bouleziano de Ircams y compañía, Tom no pegaba ni con cola, y si le venían encargos era frecuentemente por vía de  sus seguidores sobre todo fuera de Francia, principalmente en Alemania.

Tanto es así que en alguna ocasión me confío – ahora no recuerdo bien si fue Esther o Tom quien me lo dijo – que lo suyo hubiese sido mudarse a Alemania donde su música era mil veces más apreciada, pero que París les parecía una urbe más  humana , más manejable. Y allí era donde estaban instalados.

De hecho, recuerdo su alegría cuando le comunicaron que le habían concedido la nacionalidad francesa (sin deshacerse, por supuesto, de la estadounidense). Porque se sentia parisino, del Colorado, y del Mundo.

Pero aparte de la persona buena que tuve la suerte de conocer...

¿Tom, como compositor ?

El legado de Tom Johnson es importantísimo. Sin duda no es éste el lugar para un estudio profundo de su obra – para eso vale la pena comprarse el libro que le consagró Gilbert Delor, amigo cercanísimo a Tom y estupendo compositor también. Pero tal vez podamos dar dos o tres pistas que le rindan homenaje y de paso tal vez quien no lo conozca se anime a escucharlo.

Discípulo de Morton Feldman (Tom me confesó que cuando empezó a estudiar con él no sabía ni quién era, y que sólo más tarde se dio cuenta de que estaba estudiando con un genio), Tom empezó compaginando su labor de crítico en The Village Voice con su trabajo como compositor. Y saltó a la fama en el mundillo del minimal neoyorkino estrenando en la famosa sala The Kitchen en 1972 su pequeña Ópera de las cuatro notas (Four notes opera), delicioso ejercicio de sencillez que se convirtió en su obra más conocida, representada en todas las capitales del mundo. Tom, que había cedido los derechos de impresión, decidió a partir de entonces crear su propia casa, Éditions 75. Ópera de cámara (tenor, soprano, mezzosoprano, bajo y piano), todavía se me llevan los demonios pensando que no ha habido ni un solo Gran Teatro que no le pidiera una orquestación para presentarla con todos los honores, y no como un mero complemento de sus respectivas programaciones. Eso sin contar con otras obras de teatro musical de Tom que nunca han sido estrenadas.  A veces la ceguera de los adocenados progamadores de ópera me resulta difícil de entender.

Recorre la muy variada obra de Tom el sentido del humor, como en la citada Ópera de las cuatro notas, o como en la muy divertida Fracasando (una obra muy muy difícil para contrabajo) que los solistas de contrabajo temen tanto como admiran, en que el propio Johnson pide al intérprete que termine por equivocarse.

Ya hemos hablado de la influencia de las matemáticas, siempre poniendo al servicio de las mismas materiales como la palabra (Música para contar), los instrumentos, o la combinación de una y otros (Huevos y Cestas; Las vacas de Narayana), músicas a veces simpáticas y otras implacables, como el maravilloso Catálogo de Acordes. En ese sentido, el compositor siempre decía que quería que sus obras tuvieran la belleza del icono : no como obras que reflejan sentimientos o pasiones, sino como momentos de belleza que se encuentran en el mundo (particularmente en el mundo de las matemáticas) y que el artista sólo ha de « recoger ». Algo así como esas obras que no son de la mano del ser humano sino de los ángeles.

Influencia también importante, como se deduce de los recuerdos personales, la de la fé religiosa de Johnson, siendo tal vez su obra de más empaque (por duración y por medios necesarios) su Bonhoeffer oratorium.

Sin olvidar sus obras dedicadas a instrumentos concretos como los Kientzy Loops (traducible com los Bucles Kientzy) por el famoso (e impresionante) virtuoso francés del saxofón Daniel Kientzy.

Pero tal vez lo más importante, técnicas aparte, sea el carácter tan personal de toda la obra de Tom Johnson, que la hace inconfundible.

Porque su mezcla de sencillez y de rigor hace que sus obras suenen distintas de lo que se ha escuchado antes pero a menudo perfectamente accesibles al oído profano. No hace falta ser un melómano sesudo para divertirse con la Ópera de las cuatro notas, para sonreír con Los Huevos y las cestas, para encontrarle la gracia a Música para contar.

Ya ven, se nos ha ido un grandísimo compositor – además de una persona tan buena como divertida, pero eso es casi lo de menos para ustedes que nos leen.

Tal vez sea una buena ocasión para que, si no conocen su obra, le peguen un oidazo

Podría ser también la ocasión para que las salas de concierto incluyesen sus obras – aunque sean pocas las obras para orquesta, nada impide en un concierto programar también músicas para formaciones más pequeñas.

O para que las casas de ópera por fín se tomasen en serio la contribución de Johnson.

Pero eso, me temo, les viene grande a las adocenadas mentes de burócratas que manejan el cotarro operístico...

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