España - Madrid
Teatro RealEl reino de las voces
Germán García Tomás
El polémico reinado de Isabel I de Inglaterra ha despertado un importante grado de fascinación en el arte operístico. Si a mediados del siglo XX Benjamin Britten contribuyó a las celebraciones de la coronación de Isabel II por medio de la memoria de su antepasada en una sensacional ópera como es Gloriana, que alaba las virtudes y no se arredra en resaltar también los defectos de la vanidosa soberana, 120 años antes, en el siglo XIX, el belcantista Gaetano Donizetti se propuso en su trilogía Tudor (Anna Bolena, Maria Stuarda y Roberto Devereux) glosar para el teatro cantado un largo capítulo de la historia de las islas británicas en el que la reina Isabel I tenía un amplísimo rango de protagonismo. En el caso de la segunda haciéndolo desde el papel de antagonista frente a su prima Maria Estuardo, al situar a ésta como la víctima propiciatoria de la tiranía política y la intolerancia religiosa representadas por la monarca inglesa.
Porque Maria Stuarda, que el Teatro Real en una
nueva y alabable apuesta en coproducción con Barcelona, Bérgamo, Bruselas y
Helsinki ha subido a su escenario por primera vez, al margen del triángulo
amoroso que forman las dos mujeres y el noble Roberto Leicester -una componenda
amorosa menos acusada en esta ópera que en Roberto
Devereux-, es básicamente eso, la rivalidad de dos mujeres aspirantes a la
corona inglesa, una, pese a la ejecución de su madre Ana Bolena, está
convencida de ser la reina legítima y de pleno derecho de la Inglaterra
protestante, la otra, monarca de credo católico que se vio obligada a renunciar
al reino de Escocia, prisionera de su pariente por el misterioso asesinato de
su esposo y por su insostenible defensa del Catolicismo.
El caldo de cultivo para
una ópera romántica estaba servido, máxime cuando fue alimentado por la
inspiración literaria de Friedrich von Schiller. Donizetti, por medio del
libreto elaborado por Giuseppe Bardari, no busca acción en esta singular ópera,
sino la situación de tensión dramática entre dos mujeres enfrentadas que supone
la crónica de una muerte anunciada, la crónica de una ejecución anunciada -la
de María-, como el director artístico del Teatro Real, Joan Matabosch, explica
con otras palabras en su prolijo ensayo del programa de mano.
David McVicar, director que precisamente ya ofreció su propuesta de Gloriana en este mismo coliseo, vuelve a plasmar en escena toda la imaginería asociada a la reina Isabel en un montaje que se erige con poderosa fuerza visual y escénica por medio del vestuario de época, como en la ópera de Britten, de una asombrosa fidelidad a los retratos pictóricos y cuidadísimo estéticamente, a cargo de su habitual colaboradora Brigitte Reiffenstuel.
McVicar consigue la
creación de ambientes íntimos con el apoyo de una escenografía de Hannath
Postlethwaite sobria y elemental, al igual que en Gloriana, huyendo del aparato y andamiaje mucho más elaborado de su
Adriana Lecouvreur que abrió la
temporada madrileña: aquí una mesa que preside todo el acto primero hundiéndose
en el suelo cuando es necesario para el movimiento escénico y esa figura
esférica de la corona inglesa que va bajando en cada escena hasta aparecer
ajada y arrinconada en el suelo en la ejecución pública de María, con la cruz
erigiéndose torcida, sobreviviendo simbólicamente a la pugna política y
religiosa. El trasfondo colectivo es igualmente fundamental, pues en esta
visión lóbrega y tenebrosa, quizá demasiado oscuramente iluminada por Lizzie
Powell, McVicar utiliza al coro al modo de la tragedia griega.
De los dos elencos, en el
segundo el trío protagonista estuvo protagonizado por cantantes españoles, algo
que nos congratula tal y como está la situación de reivindicación de voces
patrias en las producciones de nuestros teatros. Las dos mujeres, por sus
diferentes y contrastantes cualidades vocales, pudieron lucirse en sus
respectivos cometidos, de una dificultad pareja, pues más que la pura agilidad
y el ascenso a notas altas, que lo poseen en este título, y en gran abundancia,
se requiere de ellas un gran dominio de la recitación y la musicalidad asociada
al texto dramático.
De un lado, Silvia Tro
Santafé compone una memorable Elisabetta, de las que se recordarán por mucho
tiempo, tal es su altura y dignidad vocal, y su regia presencia teatral. Su
canto, siempre afinado, no pierde nunca la ortodoxia de la línea vocal y delinea
el canto melismático con una intachable limpieza. Si son robustos sus agudos,
la valenciana acomete los graves con no menor vigorosidad. No sabríamos decir
con qué momento de su vibrante papel nos quedaríamos, pues demostró ser una
mezzo con agilidades a la Rossini en la escena inicial, y demostró gran
personalidad y dotes para demostrar la altivez y el desdén en el enfrentamiento
con su pariente, donde sobresalió aún más si cabe su rival, por el protagonismo
que Donizetti da a Maria Stuarda en ese final del acto primero. También reservó
una actitud de auténtica soberana a la hora de firmar la sentencia de muerte de
la protagonista en su dúo con Roberto del segundo acto.
Y es que otra de nuestras más extraordinarias artistas, la soprano Yolanda Auyanet, ha vuelto a sobrecogernos con una nueva recreación de gran hondura de un personaje belcantista, tras disfrutarla en el inolvidable Il pirata de Bellini en 2019, aunque el que esto escribe no pudo escucharla en la Norma de 2021. La canaria brilla en solitario o en grupo en el personaje titular de la malograda reina de Escocia, exhibiendo el acostumbrado canto de gran pureza, aterciopelado y terso, de técnica tan depurada, con filados y medias voces marca de la casa -tan cercanos al estilo de Caballé-, que llega a extremos de profunda emoción en su gran escena del acto segundo, esas confesiones que en arioso y en aria dirige al personaje de Giorgio Talbot. Su personaje es el más extenso, pero sus cualidades vocales no decayeron en toda la función, luciendo siempre ese reconocible timbre y su esmalte tan característico, con la fortaleza y la proyección adecuadas para afrontar la aludida escena de la prisión y el agitado final de la ópera, con una sensible y entregada preghiera con acompañamiento coral.
Otro cantante de las
islas, el tenor Airam Hernández, todo un valor en alza y excelente en roles
mozartianos, se metió en la piel del arriesgado papel de Roberto Leicester, tal
es la exigente tesitura en la zona superior que Donizetti escribe para él, siendo
el compositor hasta bastante despiadado en momentos con su personaje como el
dúo con Elisabetta. Si bien se percibió ligeras tiranteces a la hora de llegar
a algunos agudos, que tienen que emitirse con voz plena, el tinerfeño hizo
correr con holgura y facilidad, y con un sobresaliente arrojo y poderío vocal,
su hermosa voz de tenor lírico, en la que no se aprecia discontinuidad entre
registros.
Por fin, las dos voces
graves masculinas, ambas oriundas de Polonia, poseen sendas participaciones de
gran relevancia: el bajo Krzystof Baczyk dando vida a un Giorgio Talbot de gran
presencia, y de timbrado y cálido instrumento, y el barítono Simon Mechlinski
como el noble confidente de la reina, cantante de línea exquisita y firmes
agudos, que se destaca en el dúo con Isabel y posterior terceto junto a
Roberto. Esta ópera de Donizetti no
posee el tradicional barítono villano y aquí el pérfido Lord Guglielmo adopta
un perfil bajo, espléndidamente defendido por Mechlinski.
José Miguel Pérez-Sierra,
un director de orquesta muy solicitado en los últimos meses en teatros de toda
España, ejerce de auténtico concertador huyendo del puro efectismo orquestal
-ofreciendo una magnífica obertura, de gran ligereza y muy contrastada dinámicamente
-, dando siempre protagonismo a los cantantes y equilibrando fuerzas para que
instantes como el concertante del acto primero sea una espectacular y ordenada
conjunción de canto y orquesta.
En ese puzle juega un papel fundamental el coro titular del teatro preparado por José Luis Basso: al margen de sus diversas intervenciones como parte integrante y comentarista de la trama, sus siempre diferenciadas secciones vocales brindaron en solitario el número coral que abre la escena final de Maria Stuarda, y que ya quiere anunciarnos el Nabucco verdiano.
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