España - Madrid
El poder de la colectividad
Germán García Tomás

En una suerte de preludio a las fiestas navideñas, y en las mismas fechas que la Compañía Nacional de Danza de Muriel Romero ofrecía el ballet clásico La Sylphide en el Teatro de la Zarzuela, el Ballet Malandain Biarritz visitaba los Teatros del Canal para presentar sendas propuestas coreográficas de los dos ballets más representativos de Ígor Stravinski: El pájaro de fuego y La consagración de la primavera. No es habitual presenciar en Madrid la representación escénica de estas dos obras maestras de su autor, ya que es mucho más común que sean ofrecidas en los programas sinfónicos de las grandes orquestas, por lo que esta cita poseía una poderosa atracción, aunque la música se nos brindara grabada.
Esta compañía hispano-francesa, tan vinculada por otro lado a Donostia-San Sebastián por proximidad geográfica, está liderada por el que fuera bailarín del Ballet Théâtre Français de Nancy, Thierry Malandain, destacado profesional de la danza con un destacado número de proyectos coreográficos a sus espaldas. La génesis de la formación de danza que lleva su nombre surgió en 1997 a través de una iniciativa del Ministerio de Cultura y Comunicación francés y de la ciudad de Biarritz, los cuales le ofrecían fundar el primer centro coreográfico de estilo clásico contemporáneo en la estación balnearia vasca. Así, al año siguiente se creó lo que es el Centro Coreográfico Nacional-Ballet Biarritz, actual compañía de ballet, un proyecto artístico que desde entonces dinamiza la actividad de esta cantera de versátiles y sensacionales bailarines, como pudimos comprobar en esta función.
Especialmente centrado en el ballet clásico de finales del siglo XIX y del ballet vanguardista de la primera mitad del XX -ellos mismos dan en llamar muy discutiblemente ballet neoclásico a ambas partituras de Stravinski, siendo Pulcinella el ballet que más podría adscribirse a tal denominación-, el Ballet Biarritz estrenó en 2021, concretamente en la Scène nationale Le Cratère de Alès y en el Chaillot-Théâtre National de la Danse de París, estas dos coreografías que han sido revividas a finales de 2024 en la Sala Roja de los teatros de la Comunidad de Madrid.
La primera de ellas está firmada por el propio Malandain, que opta por una visión renovada de la historia del príncipe Iván Tsarévich y el pájaro de fuego, sin recrear en ningún caso en escena el ambiente de cuento ni el realismo del palacio del malvado mago Kaschéi -y haciendo uso de vestiduras funcionales de Jorge Gallardo-, siendo la colectividad de bailarines la que vehicula el movimiento mediante evoluciones estilizadas y pases de baile de una simetría perfecta, a los que sirve una grabación que nos pareció percibir que no era la versión íntegra del ballet.
El componente mágico es por tanto conseguido por medio de la fascinante y vertiginosa combinación de entrecruzamientos, movimientos oscilatorios y formación de hileras del cuerpo de baile de 22 bailarines, casi todo realizado a ras de suelo sin necesidad de piruetas ni saltos, con un punto de ballet clásico ortodoxo en cuanto al breve diálogo coreográfico del príncipe con el dorado animal, que nunca llega a intimidad. Una propuesta de resultados sumamente poéticos, de un innegable poder de seducción y hermosa en lo estético, pero que en su exceso de abstracción y su escasez de gestualidad pantomímica carece del nivel de comprensibilidad adecuado, rompiendo con los postulados originales de Michel Fokine para los Ballets Rusos de Diaghilev en el estreno de 1910, y acercándola por ello mucho más al terreno de la creación balletística contemporánea.
En abrupto contraste, la que consideramos mucho más imaginativa coreografía de Martin Harriague para La consagración de la primavera parte de la inherente visceralidad del movimiento rítmico del ballet stravinskiano. Concebida para 18 bailarines, en su comienzo se nos presenta como una película de terror: pseudo zombies u hombres primitivos surgen del interior de un solitario piano (¿quizá una simbología del nacimiento desde lo más profundo de la tierra?) cuyo elegante pianista (¿un retrato del propio compositor ruso?) toca la escala inicial, o sea, los primeros acordes asociados al contrafagot, antes de que la grabación de la orquesta reproducida en la sala se apodere del discurso, y los protohombres asolen al ejecutante sin tregua al salir de su instrumento uno por uno, dejándole inconsciente.
Es entonces cuando, dispersados por el escenario y al empezar a sonar los “Augurios primaverales”, los miembros de esa turba andrajosa y satánica, bajo el mandato de su draculino líder, se adentran en un tremebundo torbellino de espasmos y convulsiones de coordinación asombrosa, para luego adorar al sol representado en un foco gigante, y por último realizar un cuasi orgiástico sacrificio en círculo que lleva a la elevación de carácter sobrenatural de la Elegida, la cual ha bailado antes delante de esas mentes primitivas, y lo ha hecho con ribetes de ballet romántico, en lo que adivinamos un trasunto de la pureza.
Cada uno de los episodios sonoros de estas hipnóticas “Escenas de la Rusia pagana” de Stravinski adquiere una singularidad visual en el escenario, una especie de crescendo escénico que acompaña los clímax y contraclímax rítmicos de esta música que por sus brutales disonancias y asincronía rítmica resultó tan transgresora y provocadora en su estreno parisino de 1913 con la troupe de Diaghilev y la rectoría coreográfica de Nijinski, y que aún hoy, con propuestas alternativas como la del Ballet de Biarritz, despierta en nosotros un extraño poder de fascinación y logra que nos recorra un escalofrío en esta muy conseguida recreación de Harriague, donde alabamos tal manifestación escénica de tribalismo y primitivismo exacerbado.
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