España - Galicia

Escalada colectiva

Alfredo López-Vivié Palencia
martes, 14 de enero de 2025
Roberto González-Monjas en un ensayo con la OSG © OSG Roberto González-Monjas en un ensayo con la OSG © OSG
A Coruña, sábado, 11 de enero de 2025. Palacio de la Ópera. Fazil Say, piano. Orquesta Sinfónica de Galicia. Orquesta Joven de la OSG. Roberto González-Monjas, director. Maurice Ravel: Concierto para piano en Sol mayor; Richard Strauss: Una Sinfonía alpina, op. 64. Ocupación: 100%
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No es habitual que se registre un lleno hasta la bandera en un sábado de la temporada de abono de la Sinfónica de Galicia. Por supuesto, el programa era más que atractivo, pero la razón del aforo completo estaba en que esta noche, además de la orquesta de la casa, participaban también numerosos miembros la Orquesta Joven de la OSG. De ahí que sus compañeros, familiares y amigos no quisieran perderse la función. Incluso vi algún niño en edad de cursar el parvulario (lo cual me pareció una crueldad por parte de sus padres). El caso es que daba gusto ver la sala abarrotada, y más gusto aún certificar un comportamiento ejemplar traducido en un silencio entusiasta y participativo, y en unas ovaciones atronadoras cuando tocaba.

Porque tocaba aplaudir, y mucho, la versión del Concierto en Sol mayor de Ravel que dieron Fazil Say, la OSG y Roberto González Monjas. Say (Ankara, 1970) es un pianista de gestos excéntricos, y también de interpretaciones excéntricas en su repertorio igualmente excéntrico. Pero esta noche tenía delante –literalmente, porque leyó la partitura- una obra canónica, cuyos tiempos aparentemente flexibles son en realidad muy rígidos (Ravel era un genio para esas cosas), a los que se atuvieron con rigor orquesta y maestro. De modo que Say hubo de limitar sus excentricidades a los gestos (eso es inevitable) y a las dinámicas (en ocasiones contraproducentes).

Por ejemplo, en el arranque del primer movimiento Say se dejó tapar por la orquesta, y no por falta de potencia, que demostró que la tiene sobradamente; aunque la agilidad de su toque sea pasmosa. Por el contrario, en el Finale Say sí exhibió toda la fuerza de que es capaz. En el Adagio Say pudo permitirse jugar con su instrumento, e hizo bien: más que magia, transmitió imaginación en su extensa gama dinámica y en un fraseo variado. La magia la puso la solista de corno inglés, Carolina Rodíguez, como antes la había puesto la arpista Céline Landelle en el movimiento inicial. Dos ejemplos de que González-Monjas entendió el carácter de la obra, y de que la OSG atendió con frescura y limpieza las instrucciones de la batuta.

Gestos aparte, Say se mereció la ovación del público y no se hizo de rogar para corresponderla con una suerte de variaciones sobre la célebre Summertime de George Gerswhin –imagino que salidas de su propia mano-. Fue una propina larga, con un comienzo lento y tentativo en el que se podía adivinar el tema y con una conclusión de las mismas características. Pero entre uno y otra Say se divirtió de lo lindo primero haciendo como que improvisaba en modo jazzístico y después exhibiendo un virtuosismo sanísimo y una fuerza descomunal. Lógico que el respetable la agradeciese ruidosamente.

Montar la Sinfonía alpina de Richard Strauss (lo mismo con cien que con ciento treinta instrumentistas) comporta un presupuesto considerable, rayano en el dispendio, y más en la actual coyuntura financiera de la Sinfónica de Galicia. Por eso fue una feliz idea recurrir a los servicios de los músicos de su Orquesta Joven, quienes demostraron un desempeño admirable, además de dejar constancia de un futuro esperanzador para la institución. Otro reto no menos importante era el artístico, porque hace siete años aquí mismo Jesús López Cobos dejó una interpretación inolvidable. Pero también en este caso el resultado estuvo a la altura (nunca mejor dicho, porque para tocar bien esta obra mastodóntica hay que subir mucho).

González-Monjas dirigió con seguridad, sin miedo a la inmensa partitura que tenía en el atril, lo cual da garantías a sus músicos y al público. Eso me quedó claro ya en la salida del sol, que sonó grande pero con naturalidad; o en el episodio de contemplación antes de llegar a la cima (González-Monjas dejó que David Villa tocase a su aire el precioso solo de oboe); o en la propia cumbre, en la que el maestro no necesitó de gestos grandilocuentes para sacar su majestuosidad; o en la tormenta, con extrema atención al detalle en un número técnicamente complicadísimo; o en la serenidad de la plegaria antes de regresar a la noche (un lujo contar con Fernando Buide al órgano). Quizás noté algo de desorientación en pequeños episodios de transición (el paseo por los prados al subir, la aparición de la niebla en el descenso), pero nada que empañase un concepto general acertado, basado en la inteligente alternancia straussiana del caminar y la contemplación.

El rendimiento de la orquesta (las orquestas) fue el de las grandes noches, porque desde el patio de butacas se veía que estaban disfrutando de su trabajo. Imposible nombrar uno por uno a todos los solistas de cuerda, madera, metal y percusión, todos ellos excelentes. Pero sí quiero recalcar el trabajo de maestro y orquesta en el logro de un empaste magnífico y de un sonido grande pero no exagerado; del mismo modo, no quiero dejar de mencionar el empeño que puso González-Monjas en subrayar todas y cada una de las notas de apoyo de la sección de contrabajos, fundamental para cimentar cada paso de esta excursión extraordinaria de la que participamos todos quienes estábamos a uno y otro lado del escenario. Por eso el público supo respetar los quince segundos de silencio que impuso González-Monjas antes de recibir la salva de aplausos.

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