España - Galicia
Escalada colectiva
Alfredo López-Vivié Palencia

No es habitual que se
registre un lleno hasta la bandera en un sábado de la temporada de abono de la
Sinfónica de Galicia. Por supuesto, el programa era más que atractivo, pero la
razón del aforo completo estaba en que esta noche, además de la orquesta de la
casa, participaban también numerosos miembros la Orquesta Joven de la OSG. De
ahí que sus compañeros, familiares y amigos no quisieran perderse la función.
Incluso vi algún niño en edad de cursar el parvulario (lo cual me pareció una
crueldad por parte de sus padres). El caso es que daba gusto ver la sala
abarrotada, y más gusto aún certificar un comportamiento ejemplar traducido en
un silencio entusiasta y participativo, y en unas ovaciones atronadoras cuando
tocaba.
Porque tocaba aplaudir, y
mucho, la versión del Concierto en Sol
mayor de Ravel que dieron Fazil
Por ejemplo, en el arranque
del primer movimiento Say se dejó tapar por la orquesta, y no por falta de
potencia, que demostró que la tiene sobradamente; aunque la agilidad de su
toque sea pasmosa. Por el contrario, en el Finale Say sí exhibió toda la fuerza
de que es capaz. En el Adagio Say pudo permitirse jugar con su instrumento, e
hizo bien: más que magia, transmitió imaginación en su extensa gama dinámica y
en un fraseo variado. La magia la puso la solista de corno inglés, Carolina
Rodíguez, como antes la había puesto la arpista Céline Landelle en el
movimiento inicial. Dos ejemplos de que González-Monjas entendió el carácter de
la obra, y de que la OSG atendió con frescura y limpieza las instrucciones de
la batuta.
Gestos aparte, Say se mereció
la ovación del público y no se hizo de rogar para corresponderla con una suerte
de variaciones sobre la célebre Summertime de George
Montar la Sinfonía alpina de Richard Strauss (lo
mismo con cien que con ciento treinta instrumentistas) comporta un presupuesto
considerable, rayano en el dispendio, y más en la actual coyuntura financiera
de la Sinfónica de Galicia. Por eso fue una feliz idea recurrir a los servicios
de los músicos de su Orquesta Joven, quienes demostraron un desempeño
admirable, además de dejar constancia de un futuro esperanzador para la
institución. Otro reto no menos importante era el artístico, porque hace siete
años aquí mismo Jesús
González-Monjas dirigió con
seguridad, sin miedo a la inmensa partitura que tenía en el atril, lo cual da
garantías a sus músicos y al público. Eso me quedó claro ya en la salida del
sol, que sonó grande pero con naturalidad; o en el episodio de contemplación
antes de llegar a la cima (González-Monjas dejó que David Villa tocase a su
aire el precioso solo de oboe); o en la propia cumbre, en la que el maestro no
necesitó de gestos grandilocuentes para sacar su majestuosidad; o en la
tormenta, con extrema atención al detalle en un número técnicamente
complicadísimo; o en la serenidad de la plegaria antes de regresar a la noche
(un lujo contar con Fernando Buide al órgano). Quizás noté algo de
desorientación en pequeños episodios de transición (el paseo por los prados al
subir, la aparición de la niebla en el descenso), pero nada que empañase un
concepto general acertado, basado en la inteligente alternancia straussiana del
caminar y la contemplación.
El rendimiento de la orquesta
(las orquestas) fue el de las grandes noches, porque desde el patio de butacas
se veía que estaban disfrutando de su trabajo. Imposible nombrar uno por uno a
todos los solistas de cuerda, madera, metal y percusión, todos ellos
excelentes. Pero sí quiero recalcar el trabajo de maestro y orquesta en el
logro de un empaste magnífico y de un sonido grande pero no exagerado; del
mismo modo, no quiero dejar de mencionar el empeño que puso González-Monjas en
subrayar todas y cada una de las notas de apoyo de la sección de contrabajos,
fundamental para cimentar cada paso de esta excursión extraordinaria de la que
participamos todos quienes estábamos a uno y otro lado del escenario. Por eso
el público supo respetar los quince segundos de silencio que impuso
González-Monjas antes de recibir la salva de aplausos.
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