Francia
Haendel para el gran público
Francisco Leonarte

La pobre reina Ana de Gran Bretaña e Irlanda ha de fallecer en 1714 sin sucesor directo, rodeada de perritos, uno por cada uno de sus múltiples niños fallecidos al nacimiento o a los pocos meses. Bueno, «a rey muerto, rey puesto», dirán ustedes. El problema no lo tiene tanto el pueblo como las élites parlamentarias inglesas (y digo bien «inglesas» y no del Reino Unido en general).
Las élites protestantes inglesas, hartas de las disensiones y guerras civiles que con transfondo religioso han sacudido el reino durante más de siglo y medio, buscan un heredero que sea tan protestante como ellas. El problema es que la familia real inglesa está compuesta mayoritariamente de católicos recalcitrantes...
Así que, ni cortas ni perezosas, las citadas élites rebuscan en el fondo del árbol genealógico y encuentran un pariente lejano sin un solo gramo de catolicismo. «Eureka». Tan sólo hay un problemilla, y es que, aparte de la lejanía parental (tendría como unos 50 herederos católicos por delante según el sistema normal), el candidato en cuestión, Jorge Luis de Brunswick-Luneburgo, príncipe elector de Hannover, no ha sido realmente educado para ser soberano del Reino Unido, y, por ejemplo, su inglés es cuanto menos precario.
Claro que el Reino Unido es bastante más poderoso que Hannover, y estamos en presencia de personas educadas para tener poder, cuanto más poder mejor. Así que, lógicamente, y a pesar de todos los problemas que pudieran nacer, el candidato alemán acepta el trono isleño, siendo coronado como Jorge Primero, primer monarca de la dinastía todavía hoy reinante por aquellas tierras. *
Con lo que las élites protestantes inglesas, felices. No tanto así el resto de los súbditos. En el muy arraigado sistema de elección monárquica «Por la gracia de Dios», un pariente tan lejano, del que nunca antes se había oído hablar, resulta poco creíble. Máxime cuando el menda, amén de no decir una palabra en cristiano (Jorge I manejará alemán y francés antes que inglés), es de carácter poco expansivo...
Durante el reinado del citado Jorge I, habrá muchas tensiones (con los católicos, con los escoceses, con su propio hijo, el mucho más simpático -y angloparlante- futuro Jorge II...).
¿Qué le hace falta al buen monarca para aumentar su popularidad y conseguir asentar su poder? ¡Una operación de marketing! Dejarse ver en plena magnificencia por sus súbditos, ofrecerles una fiesta que suscite la admiración y el contento, sin tampoco acercarse demasiado a ellos porque eso no es del agrado del buen señor...
Así que Jorge I, hacia los tres años después de haber ascendido al trono, monta una operación que se halla entre salir en las revistas del corazón y dar una gran fiesta popular con mucho reggaeton - ¡pero sin dejarse magrear, por supuesto!-. Prepara su galera de los domingos (al parecer con cinco filas de remos) y manda componer a Georg Friedrich Haendel una música que acompañe un real paseo en barca a lo largo del Támesis, de Whitehall a Chelsea.
Haendel no sólo está triunfando con sus óperas italianas en Londres, sino que además es alemán, como el propio monarca, y estuvo un tiempo a su mismísimo servicio en Hannover. Todo cuadra.
Haendel, con mucho oficio, crea una obra simple, pegadiza y bastante repetitiva, digna de lo que un día serán la comedia musical americana o los mix de canciones del verano. De hecho, sigue siendo una de sus más populares partituras.
Tanto es así, que este sábado 11 de enero del 2025, el auditorio de la Casa de la Radio en París estaba lleno hasta los topes. Máxime cuando dirigía una de las figuras históricas de lo que hoy llaman el movimiento Históricamente Informado, el neerlandés Ton .
El concierto
Una vez instalados los profesores de la Orquesta Filarmónica de Radio Francia, entra pues un señor vestido con traje chaqueta gris, un anciano sonriente y sencillo. Ton Koopman es recibido con el cariño debido a quien tantas satisfacciones ha dado, como clavecinista, como organista o como director de orquesta, al aficionado barroquero.
Hay en la orquesta una mezcla de antiguo (metales sin pistones) y de moderno (no creo que las cuerdas sean naturales), pero la dirección de Koopman debiera armonizarlo todo. No estoy seguro de que siempre lo consiga. Por momentos, tal vez para evitar desfases, la cuerda suena voluntariamente apagada. Y con ello pierde brío también una partitura que en principio está pensada para deslumbrar. Tanto el inicio de la segunda suite de Música aquática como el de la Música para los reales fuegos de artificio suenan un tanto pesados, intentan ser solemnes pero no son impresionantes.
Otrosí, no alcanza Koopman a dar bastante diversidad a una partitura que, cierto, no es renombrada por sus matices. Aquí, el objetivo haendeliano no era tanto un público refinado sino un público popular que de una orilla y otra del Támesis escuchara no tanto la totalidad de la obra como alguna que otra melodía suelta.
Dicen que a Jorge I le gustó tanto la obra que mandó repetirla tres veces seguidas. Si me permiten una opinión personal, creo que simplemente Jorge quería que hubiera música mientras hubiera público, y si los músicos habían acabado no tenían más que volver a empezar, que para eso les había pagado, para que tocasen y para que todos los londinenses pudieran escuchar su cacho de música. Recordemos que en 1717 no había los (odiosos) amplificadores actuales, y que se escuchaba hasta donde el sonido de los instrumentos llegaba, y que era un deleite (y no polución sonora, como en nuestros días en que tenemos cancioncillas amplificadas hasta en la sopa) poder escuchar algo de música.
Lo cierto, pues, es que no es fácil dar diversidad para un público actual a una obra pensada para ser escuchada a trozos y desde lejos. Y tres cuartos de lo mismo se puede decir de la última obra del programa, la Música para los reales fuegos de artificio, encargada por el hijo, Jorge II, también para un gran evento propagandístico al aire libre en 1747 (de hecho se suele interpretar no la versión original, para un fotrocón de vientos, sino la adaptación con cuerdas que el propio Haendel realizó un mes después para el Foundling Hospital).
En cualquier caso fuerzan la admiración los instrumentistas de la Orquesta Filarmónica de Radio Francia, su espléndido oboísta (Olivier Doise, que recoge con primor e intensidad la larga frase solista que le es atribuida), su fagot o sus metales tan valientes y precisos (cuando se trata de metales sin pistones el mérito es mucho mayor). En los fragmentos finales de cada suite, Koopman y la orquesta se lanzan y por fin le dan caña a la cosa.
Como resultado de tanto ardor final, el público aplaude contento, y el director sale a saludar en varias ocasiones. En cierto momento la concertino ha de indicarle, suavemente, que ha llegado el momento de que todos los profesores se den la vuelta para saludar al público sentado detrás de la orquesta, y Koopman ríe, divertido de su despiste. Acaban por bisear uno de los movimientos finales de la última suite, con el consiguiente nuevo entusiasmo del público, y después todo el mundo a su casa.
Notas
Habiendo pasado la casa de Hannover a denominarse casa de Sajonia-Coburgo-Gotha por el matrimonio de la reina Victoria con el llamado príncipe Alberto en 1840, en 1917 Jorge V cambió el nombre de la dinastía por el de Windsor, porque durante la Primera Guerra Mundial no 'quedaba bien' para la dinastía reinante británica tener un nombre alemán.
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