España - Madrid
Stephen Hough y la haute culture
Pelayo Jardón

No es habitual que en España se interpreten obras de Chaminade, vestal pianística de la Belle Époque, y menos aún que ello tenga lugar en salas de cierto jaez, como el Auditorio Nacional.
Si a ello le añadimos que el intérprete fue Sir Stephen
, fuerza es reconocer que no debía dejarse pasar de largo tan especial ocasión.En un ámbito cada vez más vulgarizado, con un repertorio claustrofóbico en vías de fosilización, cuando no de jibarización; en el que se repiten ad nauseam los mismos compositores de cabecera e idénticas obras —quien sabe si por ignorancia o por temor al rechazo o a la incomprensión o por mero desinterés a descubrir nuevas perspectivas—, lo cierto es que un intérprete de la talla artística de Hough descuella como rara avis in terris.
Es eso lo que le pone por cima de la plebe de la fórmula uno del piano: su experiencia viva, ese sincretismo desprejuiciado y atemporal que destila un perfume cosmopolita. De ahí que muchos prodigios de técnica sean cromos meramente intercambiables, cuando no directamente prescindibles, mientras que Hough es único, porque él ofrece lo que otros desconocen: el buen gusto y la haute culture.
Principió Hough su recorrido con Automne, segundo de los Estudios de concierto, op 35, de Cécile
, naturalmente, sin prisa, paladeando cada frase y cada respiración del lánguido tema principal; y acometiendo con pasión, si no con furia, el borrascoso pasaje central.A continuación, sonó Autrefois, pieza de reminiscencias dieciochescas, emparentada de otro lado con el mejor
La verdadera sorpresa del recital, empero, fue la Sonata de Liszt, obra con la que muchos se atreven, pero que pocos llegan a acometer de forma convincente. Ya conocemos la anécdota de que Brahms llegó a dormirse mientras el propio Liszt la tocaba.
Chascarrillo que encuentra su secuela en el hecho de que muchos, sin ser Liszt ni tener sus aspiraciones de excelsitud mística, la conciben cual compendio corregido y aumentado de acrobacias circenses a lo Czerny. Esto es, toman el rábano por las hojas y obvian o al menos dejan en un segundo plano la esencia. Consecuencia: el público se extasía ante la superficie y se desconcierta por la ausencia de contenido: señoras que dormitan; tímidos y vergonzantes ronquidos.
Por el contrario, y ya desde el inquietante inicio, Hough marcó su impronta, sin sequedad; no tan pulcramente —es cierto— como otros (y otras), pero enteramente convincente desde el punto de vista emocional. No es un pianista que controla desde la equidistancia, sino un músico abducido que crece desde dentro, que busca incesante e infructuosamente —la Sonata en si menor es una sempiterna búsqueda—; que se entrega al vértigo de ese microcosmos dantesco, que desafía al abismo en pavorosos crescendi y se inmola en una auténtica catarsis.
Ahí radica la cultura de Hough de la que hablábamos: donde otros exhiben narcisismo profesional, él brinda zozobra y anhelo, y ello le sitúa más cerca de la segunda mitad del siglo XIX que del castrante tamiz del racionalismo soviético.
En las antípodas de la sonata lisztiana está la Sonatina Nostalgica, compuesta por el propio Hough y cuya partitura se recomienda escuchar: una rapsodia que nos retrotrae a ese canto de cisne que fue en Inglaterra el período de entreguerras: tiene mucho de
Puso fin al concierto la tercera sonata de
Entre las propinas, además del famoso nocturno de Chopin, tocó otra obra propia, una decorativa paráfrasis sobre el tema Supercalifragilisticoespialidoso de
Nota bene
El concierto se asemejó por momentos el tercer acto de la famosa ópera verdiana, con varias plagiarias de La Traviata compitiendo para demostrar cuál de ellas conseguía eclipsar más dramáticamente al pianista con sus carraspeos y estentóreas toses.
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