España - Galicia
Recuperando la identidad
Alfredo López-Vivié Palencia

Muy buena entrada para este concierto de la Real Filharmonía de Galicia, con uno de esos programas que le sientan como un guante: una obra rara, sí; otra obra de hoy, también; pero, por una vez, no una tercera obra inapropiada, porque Beethoven siempre ha formado parte del repertorio natural de la orquesta (y es cierto que en el presente curso su nombre está muy presente en los atriles). Ya es un motivo para felicitarse, habida cuenta de la familiaridad de la Real Filharmonía con un clasicismo que cada vez se echa más en falta (ni una sola composición de Haydn en toda la temporada de abono).
Siendo
esto importante, mucho más lo es comprobar que la Real Filharmonía puede llegar
a la excelencia sonora cuando tiene delante una batuta con igual competencia en
repertorio e interpretación. La directora francesa Chloé van Soeterstède (aún
sin cumplir los cuarenta) reúne esas cualidades, porque lo que se escuchó está
noche es el mejor sonido que la orquesta es capaz de producir: grande, limpio,
redondo, empastado, y adecuado tanto a los pentagramas en cartel como a las
posibilidades de una agrupación con instrumentos modernos. Es decir, esta noche
la Real Filharmonía sonó como debería sonar siempre y en el repertorio que más
debería frecuentar.
Cómo alguien tan joven, que además -si no voy errado- debutaba al frente de la Real Filharmonía, consigue ese prodigio en tres días es algo que sólo puede deberse a un bagaje profesional lleno de aprovechamiento en el conocimiento de las partituras y en una capacidad innata para exprimir la calidad de quien ha de tocarlas. Todo ello unido a un más que evidente poder de seducción: van Soeterstède tiene un gesto muy breve, y aun siendo extremadamente precisa con la batuta, queda claro que dirige con la mirada; mirada correspondida por los miembros de la orquesta al final del concierto con el pataleo que sólo reservan a quien se lo ha ganado.
La Obertura en Do de Fanny Mendelssohn es una de las escasas muestras de la incursión de esta mujer fuera del género de la música para piano y la canción. Puede que no tuviera (o no le dejaron expresarlo en plenitud) el genio de su célebre hermano (quien sí era consciente de las cualidades de Fanny), pero la pieza está bien hecha, la autora demuestra que los entresijos de una orquesta no le resultaban ajenos, y la cosa se escucha con agrado. Más cuando se interpreta con la elegancia y la claridad con la que se tocó esta noche, aunque el público la recibiese con frialdad.
Nunca hasta hoy había escuchado una composición de la autora londinense Anna Clyne; pero si su obra se atiene al lenguaje de la que se presentó esta noche no me extraña que sea una de las compositoras actuales más programadas. Dance es un concierto para violonchelo y orquesta estrenado en 2019, dividido en cinco movimientos y de veintipico minutos de duración. El título llama a engaño, ya que a pesar de que cada una de esas cinco partes incita a la danza en relación con los versos de un texto del poeta persa Rumi, la obra resulta poco bailable: al contrario, es más bien una invitación a hacerlo introspectivamente porque, salvo el segundo movimiento (que recuerda y mucho a Shostakovich), los demás son elegías un tanto repetitivas.
Sin embargo, el lenguaje empleado es de fácil comprensión para el común de los melómanos: las frases tienen un principio y un final y casi todas abrazan la tonalidad (aunque sea parcialmente), la orquestación es sencilla (plantilla ordinaria con un par de percusiones extra, muy activas pero también muy discretas), algunos efectos tímbricos están logrados (el contrafagot doblando al violonchelo en su registro más agudo), y técnicamente la obra no presenta especial dificultad. Tampoco para el instrumento solista, esta noche en las manos de la joven ginebrina Nadège Rochat, quien se mostró muy cómoda tocando su parte de memoria y con la calidez propia del Amati que tiene en préstamo. Al público le gustó y Rochat correspondió con lo que me pareció un homenaje a la gaita acompañado de canto, tras explicar al respetable que le agradaba estar hoy cerca de casa porque reside en una aldea asturiana con apenas cuatro convecinos.
La Octava
Sinfonía de Beethoven fue una preciosidad de principio a fin. Van Soeterstède
acertó al darle un carácter festivo pero sobrio, al aplicar -¡y mantener!- tiempos
irreprochablemente justos en cada movimiento (es decir, aquellos que permiten
escucharlo todo), al mimar con transparencia las texturas sonoras, al graduar
las dinámicas sutilmente, al frasear con refinamiento, al evitar veleidades
historicistas, y sobre todo al exhortar a la orquesta para que sonase como el
magnífico instrumento que es. Van Stotersède devolvió al público aquello a lo
que tiene derecho, y este lo agradeció con una ovación de las grandes. Ojalá
vuelva pronto.
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