España - Madrid
La juventud es un grado
Germán García Tomás

Con este concierto en Madrid culminaba la gira de la Joven Orquesta Nacional de España por diferentes ciudades de la geografía española (Pamplona, Burgos, Santander y Zaragoza) bajo la batuta de Vasily Petrenko, director titular de la Royal Philarmonic y muy vinculado a nuestro país por ser el director asociado de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León.
Conformaban el programa tres obras enteramente orquestales de
la primera mitad del siglo XX, que suponían toda una prueba de elevado virtuosismo
orquestal para los jóvenes instrumentistas. La particular partitura surrealista
Le bœuf sur le toit (El buey sobre el
tejado) del miembro de Les Six Darius Milhaud fue un comienzo desenfadado y
poco habitual, ya que pudimos encontrarnos con un Petrenko completamente desinhibido
sobre el podio, dirigiendo sonrisas cómplices a sus músicos y mostrando una
actitud bailable al ritmo de los sones brasileños trufados de leves disonancias
y que recorren la partitura politonal del compositor francés.
Con una respuesta a su vez entusiasta y sonriente de la
juventud musical a su cargo, el director ruso se complacía en retardar o
acelerar los tempi con gran ligereza y
hacer contrastar los diferentes episodios de este collage sonoro de sempiterno estribillo. Toda la sección de cuerdas
lució con una majestuosa sonoridad, brillantísima y pulida, al lado de unos
metales vigorosos -especialmente trompetas y trombón-, sin menoscabo de las
maderas, de exquisito empaste en el entramado melódico. Pocas veces se asistía
a este grado de entendimiento y complicidad entre profesores junior y director,
demostrándose por una orquesta en su mayoría veinteañera las ganas y el
entusiasmo a raudales, el verdadero disfrute de lo que estaban tocando y el estupendo
rendimiento de las horas de ensayo para conseguir óptimas realizaciones.
Porque eso mismo se puso de manifiesto en las dos pequeñas suites
del ballet Daphnis y Chloé de Ravel -de
quien este año celebramos el 150 aniversario de su nacimiento-, en las que con
una formación reforzada próxima al centenar de asientos, disfrutamos de una
sensacional demostración de lección orquestal. Es difícil imaginar por una
joven orquesta tal nivel de encaje e inmersión en el universo sonoro de estas
páginas ravelianas, profundamente evocadoras, tal grado de madurez
interpretativa la de estos jóvenes músicos para desentrañar las complejas texturas
del nocturno o del amanecer –con un crescendo
de apabullante y acumulativa intensidad sonora y memorable creación de
cromatismos- y que cada detalle tímbrico sea perfectamente audible en el ingente
tapiz sonoro, ya sean los glissandi
de las maderas, los leves arpegios de las dos arpas o la riquísima e
imaginativa percusión. Ambas danzas conclusivas de cada suite (la guerrera y la
general) fueron frenéticos y demoledores embates de ritmo frenético y no menos
fuertes contrastes dinámicos, toda una orgía sonora y un ejercicio de opulencia
orquestal en el buen sentido que nos hicieron sacudirnos en la butaca.
Concluía la gira de la JONDE con el Concierto para orquesta de Bartók, la postrera obra de su autor
antes de su dolorosa muerte, siempre un tour
de force para los atriles de toda orquesta sinfónica que se precie, y en el
que el criterio funcional de Petrenko -muy pragmático, por cierto, pero a la
vez un tanto artificioso- fue el de unir los cinco movimientos sin solución de
continuidad. Apoyándose en una orquesta que no había perdido ni un ápice de
implicación y con la partitura muy bien aprendida, Petrenko recreó toda la
negrura y oscuridad del discurso sonoro -soberbias las cuerdas graves- y desentrañó
con clarividencia los diferentes planos del críptico primer movimiento, llevado
aparentemente más ligero que de costumbre y con no pocas concesiones al
efectismo. El subsiguiente juego de las parejas –con el toque de la caja
siguiendo de inmediato a la última nota del movimiento inicial- nos mostró el
excelente rendimiento de toda la madera: oboes, clarinetes, flautas y fagotes,
con un empaste sensacional en el movimiento central.
En el Intermezzo
interrotto, el maestro ruso se complació en hacer retardar el tempo de la lírica melodía de la cuerda y
de la grotesca cita de la Sinfonía nº 9
de Shostakovich, algo que es de agradecer, ya que la mayoría de directores pasa
por este movimiento con una presteza enfadosa, al desproveerle de todo el
encanto y la belleza inherente que posee, pese a su carácter desenfadado. Nuevo
alarde de exhibicionismo virtuoso en el Finale, en el que Petrenko
contribuyó a potenciar no solo el ritmo, llevado en la coda a un nuevo pico de
efectismo, sino logrando perfilar la riqueza de planos para entresacar el
sustrato modal de la música tradicional húngara, que aflora con pujanza en este
final.
La ovación del público entregado hizo que, con un Petrenko de mirada cómplice hacia los espectadores, desfilaran a continuación en base al guion preestablecido las tres propinas que ya no eran ninguna sorpresa, porque fueron ofrecidas en cada uno de los conciertos precedentes de esta gira de la JONDE: una Danza húngara nº 1 de Brahms de mimbres bastante ampulosos -mucho atril para tan sencilla pieza-, una aguerrida Farandole de la suite nº 2 de La arlesiana de Bizet -aún quedaba algún sustrato de la danza guerrera por ahí- y una versión orquestal del célebre pasodoble Amparito Roca con los músicos jaleándose y silbándose entre ellos cuando un solista se ponía en pie para tocar un solo. Este descarado alarde de españolidad con toda la orquesta tocando de pie supuso el fin de fiesta de la JONDE, un jolgorio en el que un discreto Vasily Petrenko era consciente que sobraba, por lo que se retiró de los saludos cuando los integrantes de esta juventud reinante y en plena forma, la magnífica y envidiable cantera de la Orquesta Nacional de España, comenzaban a abrazarse entre sí con la satisfacción del trabajo bien hecho.
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