Países Bajos
Fruta y sexo con la mamá en una ópera genial
Agustín Blanco Bazán

¿Descendemos todos de una pareja original? ¿Por qué una sola, y no muchas, capaces de procrear y evolucionar? ¡No!, dice la teología abrahámica, tan dogmática y aguerrida ella en su propósito de hacernos a todos hijos de Adán y Eva pero también de Caín, el primer gran asesino de la historia. Y como esta teología, aparte de manchar a la primera mujer no nos habla de hijas mujeres, el inevitable mito es que a Caín no le quedó más remedio que copular con su mamá. Se trata de un mito digno de ser explorado artísticamente por la vuelta de tuerca que da al incesto de Edipo, que penetró sexualmente a su madre sin saber que lo era. Algo que bien sabía Caín cuando penetró a la suya.
¡Qué gran mito judeo-cristiano, éste, tal vez él único
capaz de igualar al griego de Edipo, como materia para el teatro y la ópera! Al
teatro trató de llevarlo Otto Brongräber con su obra Los primeros humanos escrita a partir de 1908 y prohibida por el
gobierno de Baviera en 1912. Rudi Stephan la musicalizó como su única opera en
1914, poco antes de morir el año siguiente, a los 28 años en el frente de la
ucraniana Galizia. Para el estreno mundial en Frankfurt hubo que esperar hasta
1920 y pocos se han animado a este incesto desde entonces: Darmstadt (1925),
Lübeck (1926), Hagen (1954) Hamburg (1983), Berlín (1998) y … nuevamente
Frankfurt, que volvió a presentarla en 2023.
La ópera de Stephan salió de Alemania cuando la Opera
Nacional de Holanda insistió en presentarla en pleno COVID y con las
restricciones del caso en el 2021, con una puesta que Calixto Bieito compartió
con los bilbaínos en el Arriaga el año pasado. Es la misma producción que acaba
de volver a ser presentada este enero en la sala de Ámsterdam de la Ópera
Nacional de Holanda (allí la llaman la “Stopera”). Esta es de la segunda mitad
del siglo XX, con un escenario amplio y caracterizado por una inmediatez con el
público desconocida en cualquier teatro de herradura dieciochesca o
decimonónica.
Y es esta inmediatez, junto a una partitura y producción sobresalientes, la que provocó en un lleno sacudido por un entusiasmo inusual: como catapultado por la emoción que sólo los grandes momentos teatrales pueden engendrar, todo el público se puso de pie enseguida del último acorde final, en medio de la oscuridad que remató el último acorde y antes de que volvieran a prender la luz.
El público de Bilbao parece haber sido menos entusiasta, y sospecho que ello se debió a la dificultad de mostrar allí una instalación compleja, con una orquesta ubicada detrás del palco escénico que advertimos a través de una cortina de velada transparencia y que en algunos momentos decisivos se levanta abruptamente para confrontarnos con tuttis irresistibles por su apasionada convicción. En Ámsterdam la orquesta proyectó su sonido límpida y oxigenadamente a través de un proscenio de blancuzco minimalismo con el solo decorado de una mesa de comedor y unas sillas bajo un pabellón veraniego.
El blanco de la instalación contrasta no sólo con el vestuario contemporáneo de los personajes sino con la colorida cantidad de frutas que, a lo largo de toda la obra, éstos consumen y exprimen como alivio a sus ansiedades y calenturas freudianas. Me dicen que en Bilbao algunos parecen haberse distraído de cualquier complejidad psicológica con preocupaciones sobre el exceso de fruta echada a perder. En mi caso, interpreté este exceso frutal como única muletilla escapatoria de un núcleo familiar carente de cigarrillos o cerveza o teléfonos móviles, cosas desconocidas, claro, por los primeros humanos. Porque con algo hay que jugar para aliviar este conflicto sin salida de tres hombres enfrentados a una mujer primordial y única. Adahm (Adán) es un macho cansado y abrumado por el trabajo que le sigue ocasionando el pecado de Chawa (Eva) una mujer cuya sensualidad se hace más irresistible cuanto más impotente se vuelve aquel macho que tan bien la satisfacía en los tiempos del “paraíso” (tal vez sea más adulto hablar de “juventud.”). Chabel (Abel) es un inmaduro de esos que tratan de sublimar sensualidades reprimidas con ideales transcendentales de humanidad.
¡En cambio Kajin (Caín)! Kajin no puede más con su calentura y los deseos que, nos cuenta, le han llevado a recorrer el mundo en busca de una mujer que no sea Chawa. ¡Lo vieran ustedes durante un monólogo acurrucado debajo de la mesa, con sus manos tratando de aliviar ese dolor testicular tan común en muchos adolescentes! Fue un dolor que hizo recordar al Alberico de Harry Kupfer, apretándose sus bolas mientras aulla “Wehe! Wehe!” al no poder alcanzar a alguna de las hijas del Rhin. ¿Y a quien me hizo recordar Adham? ¿Tal vez a Wotan en su pretenciosidad ética de hombre maduro que ya no logra apasionarse como cuando andaba desnudo comiendo fruta con su chica? ¿Y Chabel, que con su bondad, pureza e idealismo no hace sino excitar a una madre impaciente porque crezca de una vez? ¿Es Abel Sigmundo, Sigfrido o Fasolt, ese gigante bueno que también fue liquidado por su hermano?
Chawa me pareció más fácil y obvia: una Freia que en El oro del Rhin también manipula
manzanas. Y un eterno femenino que en la segunda parte de Fausto Goethe trata tan aparatosamente de “redimir” comparándola
con la vírgen María, como si a las mujeres siempre hubiera que purificarlas
para convertirlas en un ideal machista. En esta escenografía me estremeció el
momento en que mientras coquetea con sus hijos, Chawa se echa encima de su
cabeza el mantel blanco que ha arrancado de la mesa y hace un burlón gesto de
virgencita.
Decididamente, Borngräber y Stephan no ahorran detalle de
profundización erótica en su texto y su música y, como era de esperar, Bieito
les toma la apuesta para llevarla a un extremo. ¿Por qué algunas criticas y
comentarios sobre esta producción caen en esos eufemismos vagos de aludir a un
tema “escabroso”, “delicado”, o “complejo” sin animarse demasiado a explicarlo
con un poquito más de detalle? Es mi impaciencia ante esta pacatería la que me
ha animado al título de esta reseña, a ver si el seso se aviva y despierta,
precisamente a través de un análisis de extremos, como se hace con artistas
como Kirkegard, Schiele o Nabokov, o directores de cine como Ingmar Bergman o
Pier Paolo Passolini.
¿Por qué ser más miedosos con la ópera? ¿Por qué
pretender que la ópera no es un arte comparable al cine, el teatro, la
literatura o la pintura, para discernir artísticamente lo que Freud y otros
trataron con una seriedad “científica” pero que no tiene por qué excluir
esclarecimientos artísticos? ¿Por qué iba a ahorrar Bieito su talento cambiante
y desigual, pero siempre de suprema
percepción y honestidad creativa, justo con esta historia tan familiar en el
verdadero sentido de la palabra, a saber, tan de nuestra familia, si es que queremos atenernos a metáforas bíblicas?
Ya al comienzo vemos a un Kajin tocando juguetona y
subrepticiamente la pierna de una Eva a punto de explotar en su frustración
erótica frente a un Adahm correcto, distante y moralizador. Sigue una agitada
acción donde la mayor cualidad de esta obra, a saber, la prolija sincronización
entre una partitura de clínica expresividad de apoyo a un texto único por su
mezcla de espontaneidad y profundidad psicológica. En un momento Kajin impulsa
una primera conclusión dramática cuando Kajin como un niño travieso se acerca
por debajo de la mesa para aliviar sexualmente a su madre. Aquí cabe admirar el
progreso de Bieito de divagaciones agresivas y violentas en escenas sexuales de
sus primeras producciones a una estilizada estética erótica que permite
compararlo con los buenos directores de cine. Nada choca en esta escena tan
audaz como tierna de un hijo que auxilia a la madre satisfaciendo
momentáneamente un deseo tan incontenible como el de una verdadera Madre Tierra.
Lo que sigue es aún más yugular: luego de transformar el
idealismo de Chabel en el deseo sexual que le permitirá ser iniciado por su
propia madre, Chawa se hace ella misma Creadora
al amasar una escultura de barro, primero como un pene que después humaniza
progresivamente agregándole no sólo una vagina sino también una forma humana
hecha y derecha. La desesperación y el deseo de Kajin que acaba de presenciar
todo esto le impulsan a integrarse en un delicado pero apasionadamente
perfilado menage a trois donde madre
e hijos logran una imagen en movimiento reminiscente de una escultura
greco-romana. En mi caso, no pude menos que asociar estéticamente este momento
con El rapto de las sabinas de
Gianbologna de la Loggia dei Lanzi florentina.
Fue una escena durante la cual, el remanido lugar común
de Eros y Thanatos adquirió por fin
una visualización teatral convincente cuando, en medio de esta apasionada
entrega sexual Kajin mata a Abel. Chawa está a punto balancear este crimen matando
a Kajin cuando Adahm le pide que no lo haga: “con ellos aniquilarías la
humanidad que tú misma has creado.” Aquí comienzan los tabúes impuestos por la
razón, esa gran adversaria de la sensualidad que sigue guiando nuestros pasos
hasta el día de hoy.
Kwamé Ryan, un director de orquesta que veo por primera
vez pero que no dudo en calificar como excepcional, dirigió a una Filarmónica
de Rotterdam en descomunal estado de técnica y expresividad para interpretar
una partitura similarmente descollante. Compuesta diez años antes de Wozzeck, Los primeros humanos cantan con una poesía subrayada por un acompañamiento
orquestal postromántico, algo al estilo Schrecker y Zemlinsky pero capaz de
progresar a climax dignos de los
mejores del Richard Strauss. Hay algo de Salomé
y de Elektra en esta música que
conserva una luminosidad de pre primera guerra, jamás repetida después de 1918.
Y aquí va la respuesta a la pregunta usual: como en el caso de otros artistas,
es banal interrogarse sobre qué hubiera hecho Rudi Stephan si hubiera
sobrevivido la primera guerra porque esta ópera lo define como un compositor
completo en su talento y sensibilidad.
A la altura de esta exhumación estuvieron los cuatro
solistas. Kyle Ketelsen fue un cerebral y sensible Adham, John Osborne un bien
timbrado Chabel, y Leigh Melrose un ardiente y humanísimo Kajin. Y al centro de
todos ellos, Annette Dasch nos presentó una Chawa firme en la vocalización de
sus palpitantes quejas, segura y penetrante en sus difíciles pasajes de legato
y por sobre todo convincente como una mujerona capaz de sentir e interactuar
con toda la frescura de una pecadora original que finalmente, tiene derecho a
quejarse y pedir más sin arrepentirse de nada.
En medio de los entusiastas aplausos del público Melrose y Osborne se fundieron en un gran abrazo. ¡Caín y Abel abrazándose con afecto fraternal! ¡Cuántos conflictos resueltos, al menos por un momento, gracias a la magia del teatro! ¿Qué más puede pedirse para redondear la reconciliación de una familia tan trágica … ¡Y tan fértil!
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