Francia
Podría haber estado bien
Francisco Leonarte

Peter Sellars es un director de escena que ha dado grandes momentos al teatro musical. Su particular visión de la trilogía Mozart-Da Ponte, por ejemplo, brindó a los aficionados múltiples ventanas de reinterpretación. Sus trabajos cinematográficos son más que apreciables... ¿Cómo es posible que las dos últimas puestas en escena a las que hemos asistido resulten tan poco interesantes?*
Para esta producción de Castor et Pollux
se hallaban reunidos una serie de elementos valiosos. Cantantes prestigiosos
con madera actoral, bailarines electro, una música muy hermosa (la de Rameau) y
una idea que podía dar sus frutos: una reflexión en torno a la muerte. ¿Qué ha
fallado?
Instalando como decorado unos muebles banales
con trajes igualmente banales -diría incluso de clase media-baja- Sellars
parece tender una mano a la identificación del público con situación y
personajes. Las proyecciones de vídeos tomados desde alto, sean imágenes de la
periferia parisina (que pueden ser las de cualquier periferia del mundo), sean
imágenes de los astros, parecen asumir la parte metafísica, la parte
inaprensible del fenómeno, tanto en su vertiente dolor infinito como en su
vertiente de interrogación sobre la vida, sobre el fenómeno mismo de la
existencia.
Podría ser un muy buen punto de partida. Pero
el todo no está resuelto de forma coherente, o al menos no de forma que todos
podamos entenderlo.
El coro entra y sale del supuesto apartamento
de clase media-baja (siempre vestidos igual) y uno no sabe por qué ni qué
representan: ¿los vecinos? Tres cuartos de lo mismo puede decirse de los
bailarines.
Hay momentos de ensoñación, aquellos en que
los vivos recordamos a los seres amados que se fueron: muy bonita idea, sólo
que uno no sabe cuándo claramente estamos ante un momento evocador del pasado o
ante una nueva peripecia del presente.
Si en efecto se instala la identificación del
espectador con los personajes y la racionalización del mito, ¿cómo explicar el
viaje hacia el país de los muertos?, ¿cómo explicar la resurrección de
Castor simplemente por la muerte de Pollux?, ¿qué sentido darle a la muerte de
Phébé engullida por un demoniaco sofá (bien visto por otra parte el efecto
visual)?
Por otra parte la repetición de los vídeos
(casi constantemente proyectados), la repetición de las entradas y salidas de
coro y bailarines, terminan por cansar. Sellars no ha sabido dosificar sus
efectos para que pueda también haber sorpresas al final. Por eso al final el
espectador ni mira, porque «ya se lo sabe».
El reto de la danza
En la ópera francesa, y muy particularmente en
la ópera francesa del siglo XVIII, el ballet es una pieza fundamental. Tener a
su lado a un buen coreógrafo es resolver la mitad de la puesta en escena. En
este Castor et Pollux nos hallamos ante un buen plantel de
bailarines-coreógrafos, con un vocabulario nuevo y relativamente rico, nacido
fundamentalmente del baile electro.
Pero al parecer Cal Hunt como «coreógrafo
principal» no ha sabido establecer un plan de conjunto que tenga en cuenta el
desarrollo de la obra. Pocos son los momentos de baile conjuntados, la mayoría
de las veces la estructura es de «battle», es decir la estructura típica de
este tipo de bailes nacidos en la calle y con espíritu muy individualista:
primero bailas tú, luego bailo yo, y luego vemos cuál de los dos ha gustado más
al público. Esta estructura, más propia de la competición deportiva que de la
ilustración artística, no acaba de convenir en una obra de más de dos horas y
media.
Otrosí, todos los bailarines aparecen de
golpe, y desde esa primera aparición, cada uno de ellos muestra varios
movimientos, movimientos que volverán a retomar a lo largo de la obra. Es
decir, que pasado el primer momento de curiosidad, los bailarines se limitan a
repetirse, instalando finalmente el cansancio en el espectador. El hecho
también de que, salvo en contadas ocasiones, se encuentren todos ellos en casi
todos los números, impide también la dosificación.
¿Muestra entonces sus limitaciones el electro
como tipo de danza? ¿O más bien muestra sus limitaciones el haber querido
realizar una creación colegial? ¿O es simplemente la falta de costumbre de los
bailarines-coreógrafos, poco habituados a obras de tanta duración?
El caso es que, a pesar de algún que otro
efecto bien conseguido (baile de las manos saliendo de puertas y rincones,
cantante engullida por el sofá, etc.) al final el espectador deja de estar
interesado por el ballet. Lástima.
Los chicos ganan esta vez
Para este Castor y Pólux la Ópera de
París había reunido un reparto prestigioso. A comenzar por Jeanine de Bique,
soprano de voz carnosa que hemos tenido ya la suerte de aplaudir en Alcina
de Haendel. Sin embargo, en Rameau, de Bique no brilla igual, su voz desmaya en
ciertos finales de frase que así resultan inaudibles, y, lo que es peor, apenas
se le entiende. Tratándose de ópera francesa del XVII y XVIII en que tan
importante es el texto, es un gran defecto.
Tampoco es fácil entender lo que dice
Stéphanie d'Oustrac. Otrora campeona de la pronunciación francesa, d'Oustrac ha
ensanchado la voz, sin duda para asumir papeles de más calibre, y ese ensanche le
pasa factura a la hora de acometer el repertorio barroco francés con el que la
mezzosoprano había comenzado su carrera. Lástima
Más fresca resulta la voz de Natalia Smirnova,
a la que sin embargo tampoco se le entiende demasiado. Asumiendo un papel
menor, el de ‘sombra feliz’, menos recitante y más cantante, se le perdona un
poco mejor. Claire Antoine, entre todas las chicas, es aquella que sale tal vez
más airosa de la difícil prueba de la inteligibilidad, con además un buen
estilo y un bonito color de voz.
Por contraste, a los intérpretes varones se
les entiende muy bien. Nicholas Newton, en sus papeles de Marte, un atleta, y
de Júpiter, muestra una voz noble, cómoda en sus graves, con empaque. Laurence
Kilsby, tenor que lleva camino de convertirse ya en estrella, emocionó como
Amor, dando sentimiento, comprensión del texto, estilo y estupenda utilización
del canto.
El aficionado conoce ya de sobra a Renoud van
Meichelen, y cada vez nos gusta más. Voz segura, potente, cómoda en toda la
extensión del registro, repleta de armónicos, estilo cuidado, gran capacidad de
expresión, van Meichelen lo tiene todo.
En cuanto a Marc Mauillon, para quien esto
escribe es uno de los grandes cantantes de su tiempo. Por personalidad, por
carisma, por imposición de una vocalidad a caballo entre la impostación culta y
la impostación popular (técnica que tal vez fuera la que históricamente se
usaba antes de los trabajos sobre la voz de Manuel García y otros especialistas
del XIX, ¿quién sabe?), por facilidad en toda la tesitura (revelando esta vez
unos graves suntuosos), por capacidad de expresión, por inteligencia del fraseo,
(y algo me debo de dejar por ahí, pero bueno) por todo eso, Marc Mauillon nos
parece un auténtico lujo.
El Coro y la Orquesta Utopía, bajo la
dirección de Currentzis, cumplieron con creces. Tal vez el sonido de la
orquesta resulte un punto demasiado redondo, un punto alejado de los
parámetros a los que nos tienen ya acostumbrados la orquestas históricamente
informadas, con algún que otro ramalazo que sonaba un punto demasiado a escuela
romántica. Pero si algún pero serio podemos objetar a la dirección
de Currentzis es sobre todo el haber estirado los tiempos en la primera parte.
Cierto, la muerte no es momento de algarabías y de rapideces, pero al alargar
tanto los tiempos a Currentzis acaba por caérsele la obra, y cuando lanza aquí
o allá alguna danza en que, esta vez sí, se vuelve a tiempos muy vivos, el
interés del auditor ya ha caído, siendo muy difícil recuperarlo. En ese sentido
podemos decir que Currentzis, a pesar de momentos muy hermosos como la citada
intervención de Kilsby como amor, no supo mantener el equilibrio entre emoción
y languidez, entre intensidad y lentitud.
El público abarrotaba la sala Garnier. Pero no fue tan entusiasta como en otras ocasiones. No hubo protestas, incluso hubo buena acogida para los bailarines-coreógrafos, pero los aplausos acabaron pronto. Y, después de haber visto en breve lapso de tiempo cuatro óperas del XVIII, una bien servida escénicamente (Semele, por Mears), otra fallida (este Castor et Pollux por Sellars) y otras dos horrorosas (Médée por Signeyrole y Orlando por Desoubeaux, una y otra ad majorem gloriam scenae directorae), servidor de ustedes se dice que esto de la puesta en escena cada día está más complicado...
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