Francia

Escalofríos

Francisco Leonarte
lunes, 10 de marzo de 2025
Beth Taylor © 2025 by Beth Taylor Beth Taylor © 2025 by Beth Taylor
París, jueves, 20 de febrero de 2025. Théâtre des Champs-Élysées. Johann Sebastian Bach: Cantata BWV 48, «Ich elender Mensch, ver vird mich erlösen». Gustav Mahler: Das lied von erde (La canción de la Tierra), versión para orquesta de cámara de Glen Cortese. Con Beth Taylor (mezzo-soprano), Andrew Staples (tenor), Marthe Davost (soprano), Anouk Defontenay (mezzo-soprano), Clément Debieuvre (tenor), Alexandre Baldo (barítono-bajo). Orchestre de chambre de Paris. Philipp von Steinaecker, dirección musical.
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En un mismo concierto dos obras que en principio no tienen nada que ver. ¿Saldrán airosos los intérpretes ?

De Juan Sebastián Bach, una cantata (y dada la abundancia y la calidad de sus cantatas es de extrañar que tengan tan poca presencia en las programaciones): Ich elender Mensch. La Orquesta de Cámara de París en principio no es especialista en las versiones históricas, pero sale más que airosa del desafío gracias a la buena dirección de Philipp von Steinaecker.

Cuatro únicos cantantes asumen las cuatro cuerdas del coro. Y funciona. Bonitas voces las de Marthe Davost y Anouk Defontenay, bien asumida la particella del tenor, Clément Debieuvre, buen desempeño el de Alexandre Baldo en los graves, bien sonoros. Y las partes solistas corresponden a Beth Taylor y a Andrew Staples que después serán también solistas en La canción de la Tierra. Una y otro no tienen problema ninguno con la escritura bachiana, controlan bien el estilo, dan emoción. Bravo pues a todos.

Y a renglón seguido (no hay descanso entre las dos obras), el plato fuerte, el Mahler. Aquí surge un problema llamémosle logístico, pero con graves consecuencias sonoras. Y es que el tenor, Staples, se sitúa delante de la orquesta y a la derecha del director, de suerte que, para poder seguir la batuta, el tenor ha de girarse constantemente hacia su derecha y hacia atrás, hacia el fondo del escenario. Con lo que, cada vez que le tocaba intervenir, el tenor le echaba al público una mirada de complicidad, y nada más empezar la frase se giraba hacia atrás, hacia el director. Espero que el director disfrutase, porque lo que es el público nos perdimos como mínimo un cuarenta por cien de la voz del tenor. Por lo que pudimos escuchar aquí y allá, se le notaba cómodo en el papel, que canta con frecuencia. Pero para el público la dichosa maniobra resultaba altamente irritante y antimusical.

La Orquesta de Cámara de París parece en su salsa gracias también a la adaptación de la partitura por Glen Cortese. Es precioso por ejemplo el desmayo de los violonchelos al final de una de sus frases, y se escuchan todos los detalles, como en un cuadro de Klimt, en una estructura a la vez muy clara y a la vez compleja donde esos múltiples detalles hacen un todo. Los solistas instrumentales brillan, y resulta magnífico el solo del violonchelo, magnífico el fagot, espléndida la flauta: todos con sutileza, con dominio de su instrumento, con la capacidad de expresar y regular su volumen según lo que pidiera la frase. Lástima que el oboe suene tan irritante, pues aun manejando su instrumento con soltura, no sabe matizar, cubre a la cantante en la obra de Bach, cubre a sus compañeros en la de Mahler, y cada vez que ha de intervenir parece que sólo exista él, como si no supiera moderar su sonido ni adaptarse al conjunto. Lástima.

Caso aparte es el del concertino. Visualmente no para de agitarse, por momentos se incorpora levemente como para mostrar a sus compañeros de pupitre lo que está haciendo. Pero no sólo es un formidable solista, es que nunca las cuerdas de la Orquesta de Cámara de París habían sonado tan requetebién, tan puras, tan llenas de matices, con tanta sutileza. No en balde el director, von Steinaecker, al partir dirige al concertino un saludo particularmente agradecido.

Dejando pues aparte el trabajo del oboe y la metida de pata garrafal de la posición del tenor, muy notable trabajo el de Philipp von Steinaecker.

Y dejo para el final la joya de los intérpretes, la muy admirable Beth Taylor. ¿A qué comparar su sonido? A un melocotón maduro, carnoso y sabroso; a un vino bueno, pero bueno, tan embriagante como rico; a un Tiziano; a un baño en alta mar en pleno agosto ... Y en cuanto a sus interpretaciones, el solo hecho de verla disfrutar de la música mientras, sentada, aguarda su momento, ya nos dice de la sensibilidad de Taylor. Pero es que cuando abre la boca, todo es sutileza, todo es expresión. Cuánta inteligencia en ese canto. Suspensos de sus labios, escuchamos a Mahler y sentimos escalofríos.

Y cuando, en los últimos «ewig, ewig» uno cree que ya no se puede apianar más, Taylor apiana aún, con sonidos casi imperceptibles pero reales. Uf. 

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